07/07/2024
En este domingo recordamos al escritor estadounidense William Cuthbert Faulkner (25 de septiembre 1897 - 6 de julio de 1962), mejor conocido como William Faulkner. Fallece en Byhalia, Misisipi, Estados Unidos.
Fue escritor de novelas, cuentos y ensayos, pero también incursionó en el cine con guiones y obras de teatro.
Recibió el premio Nobel de Literatura en 1949 y el Pulitzer en 1955 y en 1963. Así mismo recibió dos veces el premio National Book Award, en 1951 y en 1955.
Algunos han afirmado que la literatura de América del siglo XX no sería la misma sin la influencia y trabajos de Faulkner en sus obras, incluidos García Márquez, Vargas Llosa, Juan Carlos Onetti, Juan José Saer y Carlos Fuentes. Todos ellos lo mencionan como fuente importante de enriquecimiento e influencia en sus obras. Jorge Luis Borges hizo la traducción al español de Las palmeras salvajes en 1940.
Entre las novedades técnicas más relevantes introducidas en las obras de Faulkner se pueden citar: la inclusión de múltiples narradores, el monólogo interior, la oralidad en la narración y la narración no-lineal o con saltos en el tiempo y el uso de temas locales que se convierten en universales.
Es considerado universalmente como uno de los más importantes escritores de la tradición experimental del siglo XX junto a James Joyce, Franz Kafka, Virginia Woolf y Marcel Proust. Se podría afirmar que con Faulkner la literatura en América dió un enorme salto universal.
«Parte I
La embarcación —una yola con una vela remendada y ajada de tanto faenar a la intemperie— enfiló la entrada encajonada dos niveles más allá y por debajo de nosotros mientras esperaba yo con los remos en alto, mirando por encima del hombro, y George se sujetaba con fuerza al pilote, largándole sin descanso versos de Milton a Everbe Corinthia. Cuando dio el último bordo la yola me volví a mirar a George. Pero ya iba bien entrado en su recital del segundo discurso de Comus, su rostro avieso y bien levantado, brillante la tarde en su tez rubicunda.
—Déjalo ya, George —dije. Pero nos mantenía inmóviles, sujeto como estaba al pilote, con la gorra reluciente en la mano, barbotando aquellas necedades espléndidas en sus cadencias como si la esclusa, el Támesis, el tiempo y todo lo demás le pertenecieran a él por entero, mientras Sabrina (o H**e, o Chloe, o el nombre por el cual estuviera interpelando a Corinthia en ese momento), con su fina piel de lechera y su cabello como aguamiel vertida a la luz del sol, esperaba por encima de nosotros con uno de los vestidos de la interminable sucesión de vestidos bellamente estampados que lucía, la mano presta en la palanca y un ojo atento a George, el otro a la yola, diciendo «Sí, milord» cuando era oportuno, cuando George hacía una pausa para recuperar el resuello.
Orzó la yola y se alejó del muelle; el timonel dio una voz para que se enterasen en la esclusa.
—Ya basta, George —dije. Pero él seguía sujeto al pilote con todo su espléndido e incongruente abandono. Everbe Corinthia se encontraba por encima de nosotros, la mano presta en la palanca, ladeando un tanto la cabeza y empezando a dar muestras de cierta preocupación, y mirándolas alternativamente a ella y a la yola y vuelta a empezar pensé en el mucho tiempo que habíamos pasado así los dos desde aquel día, tres años antes, en que, acobardada, pero con la cabeza bien alta, ella nos abrió la esclusa por vez primera, mientras George retenía inmóvil el esquife al tiempo que la apostrofaba recitando metáforas tomadas de Keats y Spenser.
La tripulación de la yola nos volvió a dar voces, retenida la yola y con las velas aplanadas contra el mástil, aproada.
—¡Suelta de una vez, id**ta! —dije, y clavé los remos—. ¡La esclusa, Corinthia!
George me miró. Corinthia estaba mirando a la yola con los dos ojos.
—¿Qué pasa, Davy? —dijo George—. ¿También tú has de empujar a los cerdos de Circe al mar? En tal caso, ¡ábrenos, super-gadarena!
Y de un empujón nos alejó del pilote. Yo no había tenido la intención de apartarnos. Aun cuando la hubiera tenido, podría haber contrarrestado el brusco movimiento si Everbe Corinthia no hubiese abierto la esclusa. Pero en efecto la abrió, y se volvió a mirarnos y se sentó en tierra, a pesar del vestido limpio que llevaba. El esquife salió despedido debajo de mí; tuve una fugaz imagen de George, que seguía sujeto con un brazo alrededor del pilote, las rodillas casi pegadas al mentón y la gorra en la mano en alto, y también vi un instante una sombra alargada y veloz que se llevaba la sombra de un bichero al pasar sobre la esclusa. Luego bastante ajetreo tuve, atento sobre todo a la mejor manera de guiar el esquife. Pasé disparado entre las compuertas, llevándome conmigo esa imagen de George, la gorra reluciente aún galantemente en alto, como el gallardete de proa en un barco de guerra, al tiempo que desaparecía bajo la superficie. Me quedé flotando entonces, casi del todo quieto, en el agua encalmada, mientras los ojos redondos de dos hombres me miraban en silencio desde la yola.
—Ha perdido al compañero, señor —dijo uno de ellos en tono civilizado.
Sin que me diera cuenta, me habían arrastrado hasta la amura por medio de un bichero, y de pie en el esquife pude ver a George. Estaba de pie en el camino de sirga, y allí estaba también Simon, el padre de Everbe Corinthia, junto con otro hombre; él era el del bichero, cuya sombra había visto yo en la esclusa. Pero solo vi a George, con su aviesa fealdad y su cabeza redonda y muy oscura a la luz del sol. Uno de los tripulantes de la yola seguía hablando.
—Aguante, señor. Échale una mano, Samuel. Eso es. Ahora ya puede. Dale una vuelta, a ver si el compañero…
—¡Idiota, id**ta, eres id**ta de remate! —dije. George se plantó a mi lado, escurriéndose la ropa empapada, mientras nos miraban Simon y el otro, Simon con un rostro gris y ceniciento como el hierro y un bigote gris y ceniciento como el hierro, que le daba el aire de un toro envejecido que otease con malhumor y estulticia el campo por encima de un seto en invierno, y el otro, más joven, con un rostro colorado y capaz, vestido con un traje de ciudad, duro y curtido como un tablón. Corinthia seguía sentada en el suelo, llorando sin poder contenerse, aunque en silencio—. Eres id**ta de remate. Eres un id**ta sin remedio.
—Estos caballeretes de Oxford… —dijo Simon con una voz áspera, asqueado—. Estos caballeretes de Oxford… Hay que ver.
—Bueno, bueno —dijo George—. Yo diría que no he causado estragos muy graves en su esclusa —se puso en pie y vio a Corinthia—. ¡Cómo, Circe! —dijo—. ¿Son las lágrimas culminación del destino que en ti se ha cumplido?
Se dirigió hacia ella dejando un reguero de agua sobre la tierra apisonada y la tomó del brazo. Se dejó sujetar y el brazo se movió, aunque ella siguió sentada en el suelo, mirándole con ojos arrasados en lágrimas, sin poder contenerse. Tenía la boca entreabierta y permanecía sentada en una actitud de paciente desesperación, derramando lágrimas puras como el cristal. Simon la miró con el bichero en el puño enorme, nudoso; lo había tomado de manos del otro, que estaba en ese momento afanado en el mecanismo de la esclusa, y comprendí que tenía que ser el hermano que trabajaba en Londres, del cual nos había hablado Corinthia una vez. La yola se encontraba en ese momento en la esclusa, los dos rostros nos observaban por encima del pretil como dos cabezas cortadas y en fila, en silencio.
—Vamos, vamos —dijo George—. Te vas a manchar el vestido si sigues ahí sentada.
—Arriba, muchacha —dijo Simon con esa voz áspera y tan suya, en la que en cambio no había asomo de mala voluntad, como si la aspereza fuese tan solo el medio a través del cual se expresaba. Corinthia se puso obedientemente en pie sin dejar de llorar y se dirigió al aseado palomarcito de la casa en la que vivían. El sol se inclinaba sesgado sobre la casa y sobre la ridícula estampa de George, que me estaba mirando.
—Bueno, Davy —dijo—. Si no te conociera bien, diría que… por la cara que se te ha puesto, estás mu**to de envidia.
—No me digas… —dije—. Serás id**ta. Estás más loco que una cabra.
Simon se había ido a la esclusa. Las dos cabezas calladas asomaron despacio, como si algo las empujase poco a poco y las alejase del suelo, y Simon por fin se agachó con el bichero sobre la esclusa. Se incorporó con el inerte anonimato de lo que había sido la gorra galante de George en el extremo de la herramienta, y se lo alargó. George la tomó con la misma seriedad.
—Gracias —dijo.
Metió la mano en el bolsillo y dio a Simon una moneda.
—Por el uso y desgaste del bichero —dijo—. Y acaso como bálsamo para curar su justificada decepción, ¿eh, Simon? —Simon resopló y se volvió a la esclusa. El hermano no nos quitaba ojo de encima—. Le estoy muy agradecido —dijo George—. Espero no tener que devolverle el favor en especie —el hermano dijo algo, breve y serio, con una voz lenta y agradable de oír. George me volvió a mirar—. En fin, Davy.
—Venga, vámonos.
—Bien dicho. ¿Dónde está el esquife? —dijo, y me quedé mirándolo de nuevo fijamente, y él durante un momento me miró del mismo modo. Entonces dio un grito, una sonora carcajada, mientras las dos cabezas nos miraban desde la yola, más allá de la granítica y despectiva espalda de Simon. Poco me faltó para oír a Simon pensar: «Estos caballeretes de Oxford… Hay que ver»—. Davy, ¿es que has perdido el esquife?
—Está amarrado un poco más abajo, señor —dijo la voz bien educada desde la yola—. Los caballeros se han bajado en marcha como si fuera un taxi, sin mirar atrás.
Caía la tarde de junio sesgada sobre mi hombro y daba de lleno en el rostro de George. No quiso aceptar mi chaqueta.
—Seguro que remando entro en calor —dijo. La gorra antes reluciente descansaba entre sus pies.
—¿Por qué no tiras eso al agua? —le dije. Remaba de firme, mirándome. El sol le daba de lleno en los ojos, prestando a las manchas amarillas de los iris el aire de fugaces chispas, refulgentes como la mica—. Esa gorra —dije—. ¿Para qué la vas a conservar?
—Ah, ya. ¿Y despojarme del símbolo de mi alma? —retiró un remo del tolete, alcanzó la gorra, la recuperó y la colgó en la proa, donde quedó encajada con una especie de arrogancia galante y disoluta—. El símbolo de mi alma, de las profundidades rescatado por…
—Querrás decir rescatado de un lugar en el que no debía estar, gracias a un empleado público que no quiso ver el lugar de su pública ocupación así ensuciado.
—Al menos reconoces la simbología —dijo—. Y que fue el imperio quien la salvó. Así que algo le ha de importar al imperio. Demasiado vale para que uno se deshaga de ella. Aquello que salva uno de la muerte o del desastre le será por siempre muy querido, Davy; eso no me irás a decir que no lo sabes. Además, no te lo permitiré. ¿Cómo es eso que decís los americanos?
—Pamplinas, eso es lo que decimos. ¿Y por qué no servirnos del río un rato? Lo tenemos ya pagado.
Me miró.
—Ah. Eso es… Bueno, qué diantre, eso es americano, ¿verdad? Es una forma de ver las cosas.
Pero al final se dejó llevar por la corriente. Se acercaba una barcaza remolcada desde el camino de sirga. Nos quitamos del medio y la vimos pasar, carente de todo signo de vida, con solemne implacabilidad, como un descomunal y estéril catafalco, los caballos de anchas ancas seguidos por un muchacho con la chaqueta remendada y con un palo pelado para azuzarlos, avanzando con estolidez por el camino. Nos dejamos ir hacia atrás. Sobre la obra mu**ta de la barcaza, un rostro inmóvil con una p**a apagada entre los dientes nos contempló con ojos desprovistos de todo pensamiento.
—De haber podido elegir —dijo George—, me hubiera gustado más que me rescatara del agua ese individuo. ¿No te lo imaginas empuñando el bichero sin ninguna prisa y pescándote sin haberse quitado la p**a de los labios?
—Entonces tendrías que haber elegido mejor tu sitio. Pero a mí me parece que no estás en situación de quejarte.
—Pero Simon dio muestras de estar molesto. No de sorpresa, ni de preocupación: solo de estar molesto. No me hace ninguna gracia que me devuelva a la vida un hombre que maneja con tanto fastidio el bichero.
—Haberlo dicho en su momento. Simon no tenía la obligación de rescatarte. Podría haber cerrado las compuertas hasta acumular una buena cantidad de agua y haberte alejado de sus predios como quien tira de la cisterna sin haber tenido que tocarte, ahorrándose las molestias y la ingratitud. Aparte de las lágrimas de Corinthia.
—Las lágrimas, es cierto. Corinthia cuando menos me tendrá de ahora en adelante una ternura especial.
—Sí, pero si al menos no hubieras salido, o si al menos no te hubiera dado por caerte en esa sucia esclusa solo por completar un simple gesto. Pienso…
—Tú no pienses, mi buen David. Cuando tuve la posibilidad de agarrarme al esquife y dejarme transportar sano y salvo y con mansedumbre, al tiempo que tuve la posibilidad de denunciar a los estúpidos diosecillos, a cambio de un precio tan exiguo como es una pasajera inmersión en esta… —soltó un remo y sumergió la mano en el agua, sacudiéndola luego y alzándola con burlesca grandilocuencia—. ¡Oh, Támesis! —dijo—. ¡Oh, poderosa cloaca de todo un imperio!
—Endereza el rumbo —le dije—. He vivido en América lo suficiente para conocer un poco cómo es el orgullo de los ingleses.
—Y por tanto consideras que un chapuzón en esta cloaca repugnante que ha regado estas tierras desde mucho antes de que quien las hizo tuviera necesidad ninguna de inventarse a Dios… una roca en torno a la cual el hombre y todo su quejumbroso clamor se revuelven hasta enfangarse en la inmundicia…
Veintiún años teníamos entonces; así hablábamos cuando vagabundeábamos por esas tierras apacibles en las que se adormecen en la verde petrificación las antiguas y espléndidas hazañas de la sangre, los espíritus de los valerosos que se perdieron, aletargados en cada árbol y en cada piedra. Y es que aquello era en 1914, y en los parques las bandas de música tocaban «Valse Septembre», y las chicas y los jóvenes paseaban en las barcas por los ríos, a la luz de la luna, y cantaban «Mister Moon» y «There’s a Bit of Heaven», y nos sentábamos ante uno de los ventanales de Christ Church, con el susurro de las cortinas al caer la tarde, y hablábamos de la valentía y del honor y de Napier y del amor y de Ben Jonson y de la muerte. Al año siguiente, en 1915, las bandas tocaban «God Save the King», y el resto de los jóvenes y otros que no lo eran tanto cantaban «Mademoiselle d’Armentières» metidos hasta las rodillas en el fango, y George había mu**to.
Se marchó en octubre, suboficial en el regimiento del que sus familiares eran coroneles por herencia. Diez meses después lo vi sentado con un ordenanza tras una chimenea en ruinas, en las afueras de Givenchy. Llevaba los auriculares de un teléfono pegados a las orejas y comía algo que agitó al saludarme cuando nosotros pasamos a la carrera y nos refugiamos en el sótano que estábamos buscando.»
Algunas de sus obras:
Novelas
La paga de los soldados (Soldiers' Pay, 1926)
Mosquitos (Mosquitoes, 1927)
Sartoris (1929). Su primera versión sin cortes, Banderas sobre el polvo, fue publicada en 1973.
El ruido y la furia (The Sound and the Fury, 1929)
Mientras agonizo (As I Lay Dying, 1930)
Santuario (Sanctuary, 1931)
Luz de agosto (Light in August, 1932)
Pilón (Pylon, 1935)
¡Absalón, Absalón! (Absalom, Absalom!, 1936)
Los invictos (The Unvanquished, 1938)
Las palmeras salvajes (The wild palms - If I Forget Thee Jerusalem, 1939)
El villorrio (The Hamlet, 1940) [Trilogía de los Snopes I]
Desciende, Moisés (Go Down, Moses, 1942)
Intruso en el polvo (Intruder in the Dust, 1948)
Réquiem para una mujer (Requiem for a Nun, 1951).
Una fábula (A Fable, 1954)
La ciudad (The Town, 1957) [Trilogía de los Snopes II]
La mansión (The Mansion, 1959) [Trilogía de los Snopes III]
La escapada o Los rateros (The Reivers, 1962)
Colecciones de cuentos
Estos trece (1931)
Doctor Martino y otras historias (1934)
Gambito de caballo (1949)
Cuentos reunidos (Collected Stories, 1950)
Grandes bosques (1955)
Historias de Nueva Orleans (1958)
The Uncollected Stories of William Faulkner (1979). Edición de Joseph Blotner. Publicado bajo el impreciso nombre Relatos por la editorial Anagrama.
Texto: Fragmento del cuento "La pierna" de William Faulkner. Notas biográficas: equipo de Navegando en Literatura. Múltiples fuentes.
Fotografía: tomado del sitio web de Library of America.