12/25/2025
Apostaron que no duraría un mes con el viudo granjero y sus hijos salvajes- perdieron más que dinero
La copa de vino brillaba bajo la luz del candelabro cuando don Rafael golpeó la mesa con los nudillos, reclamando la atención de todos. Era una de esas cenas elegantes donde las risas sonaban más fuertes que las conciencias, y el perfume caro intentaba tapar el olor rancio de la hipocresía.
—Diez mil pesos —anunció, con una sonrisa que no llegaba a los ojos— a que mi sobrina Clara no aguanta ni un mes en la granja del viudo Tomás y sus cinco engendros.
La mesa estalló en carcajadas. Doña Elvira, enjoyada de pies a cabeza, levantó la copa.
—¡Hecho! Esa niña mimada saldrá corriendo en menos de una semana.
Incluso el padre Damián, con su collarín blanco y su sonrisa incómoda, dejó caer unas monedas.
—Que Dios me perdone, pero… también apuesto contra ella.
En un rincón del salón, semioculta tras una cortina pesada, Clara escuchaba cada palabra. Sintió cómo la humillación le subía a la cara como fuego. No hablaban de una decisión, hablaban de ella como si fuera un peón en un juego aburrido. “La sobrina problemática”, “la que rompió tres compromisos”, “la que no sabe lo que quiere”. Nadie mencionaba que se había negado a casarse con hombres que solo veían en ella el apellido y la fortuna de la familia.
Respiró hondo, apretó los puños. Podía haberse quedado ahí, llorando en silencio. Pero algo dentro de ella se rompió… o se liberó.
Salió de la sombra y se acercó a la mesa. Las conversaciones se apagaron una a una, hasta que solo quedó el crujido del fuego y el tintineo lejano de una copa.
—Acepto —dijo, con la voz firme y clara—. Iré a la granja del viudo Tomás. Me quedaré un mes entero.
Don Rafael arqueó una ceja, divertido.
—¿De veras, sobrina? ¿Y qué quieres si ganas?
Clara sostuvo su mirada. Esta vez no iba a mirar al suelo.
—No quiero su dinero. Quiero mi libertad. Cuando cumpla el mes, si sigo allí, usted dejará de decidir por mí.
Hubo un murmullo incómodo. La sonrisa de don Rafael se tensó un poco, pero no se echó atrás.
—Trato hecho —respondió, extendiendo la mano.
Clara la estrechó, sintiendo que no solo aceptaba una apuesta, sino que estaba abriendo una puerta que cambiaría todo, aunque aún no sabía que, al otro lado, no solo la esperaba una granja en ruinas… sino también un hogar que todavía no existía.
El carruaje avanzaba traqueteando por el camino de tierra. Las mansiones coloniales y los jardines perfectos quedaron atrás, reemplazados por campos secos, cercas torcidas y montañas cubiertas de pinos. El aire se volvió más frío, más áspero, más real.
Frente a ella, don Rafael la observaba con una sonrisa cansada y cruel.
—Todavía puedes echarte atrás, sobrina —dijo, fingiendo dulzura—. Nadie te culparía por reconocer que estás por encima de esto.
Clara apretó la mandíbula.
—Y darle el gusto de verme huir —respondió—. Prefiero comer tierra.
—Eso es, justamente, lo que te espera —rió él—. Tierra, estiércol y cinco niños salvajes que ni su propio padre sabe controlar.
Cuando el carruaje se detuvo, Clara sintió un vuelco en el estómago. La granja parecía un castigo visual: la casa principal, de madera despintada, tenía ventanas rotas tapadas con trapos; el patio estaba lleno de herramientas oxidadas, ropa colgada sin orden y gallinas picoteando entre la basura. Un olor agrio a humedad y animales lo impregnaba todo.
De la casa salió un hombre enorme, hombros anchos, manos como palas, barba descuidada y ojos oscuros que miraban como si cualquiera que se acercara fuera un problema más.
—No pedí ningún regalo —gruñó.
—Mi sobrina viene a ayudarte con los niños —explicó don Rafael—. Un mes. Ya está pagado.
Tomás tomó el sobre con dinero sin siquiera mirar a Clara.
—Que entre. Pero que no espere nada especial. Esta no es casa de señoritas.
Don Rafael la ayudó a bajar, inclinándose para susurrarle:
—Tres semanas, Clara. Te doy tres semanas antes de que vuelvas arrastrándote.El carruaje se alejó levantando una nube de polvo. Clara se quedó sola, con su pequeña maleta en la mano y el peso de la mirada de aquel hombre desconocido sobre la espalda.
—No te quedes ahí parada como estatua —dijo Tomás—. Aquí quien come, trabaja. Busca dónde dormir. Los niños llegarán del monte en una hora.
Se dio la vuelta para irse, pero Clara no se movió.
—¿No vas a mostrarme nada? —preguntó, herida en su orgullo, pero de pie.
Tomás se giró, irritado.
—La cocina está donde huele a comida. Los cuartos, donde hay camas. El agua, en el pozo. No hay sirvientes, no hay mayordomos, no hay nadie que te explique la vida. Aquí se sobrevive. Nada más.