11/15/2025
En la Inglaterra victoriana, la infancia no estaba garantizada.
La muerte rondaba los hogares con la misma familiaridad que el frío, y las familias sabían que una simple tos, una infección o un invierno duro podían ser suficientes para arrebatar a un niño. La mortalidad infantil era tan alta que perder a un pequeño era una herida común, pero nunca menos dolorosa.
La mayoría de los hogares jamás podía pagar una fotografía en vida.
Por eso, cuando un hijo se iba demasiado pronto, las familias hacían lo único que estaba a su alcance para no perderlo por completo:
lo vestían con cariño, peinaban su cabello con mimo y lo colocaban frente a la cámara.
Aquella imagen no era un ritual macabro.
Era un acto de resistencia contra el olvido.
Un grito silencioso de padres que sabían que el tiempo se llevaría el olor, la voz, los gestos… pero no querían que también se llevara el rostro de su pequeño.
Para muchos, esa fotografía era el único retrato que existió del niño.
Un recuerdo construido entre lágrimas, silencio y amor desgarrado.