Creuse Santos

Creuse Santos Un hijo de Dios, siervo de Jesús, capacitado y transformado por Él Espirito Santo, esposo y padre.

05/10/2025

Ayer y hoy tuve dos conversaciones que se cruzaron y me llevaron a una reflexión que siempre he tenido presente: las vidas que tropiezan, la fe vacilante de los jueces de Israel y la sorprendente inclusión de sus nombres en la lista de héroes de la fe del Nuevo Testamento.
Ayer hablamos de la reciente pérdida de grandes hombres de fe de nuestro tiempo: Tim Keller, John MacArthur, Voddie Baucham, Ravi Zacharias, Charles Kirke, entre otros. No eran hombres perfectos. Tim Keller, por ejemplo, nunca fue acusado de inmoralidad ni nada por el estilo, pero algunos lo consideraban demasiado tolerante con el comportamiento secularizado de nuestros tiempos. MacArthur fue duramente criticado por tristes casos de encubrimiento de abuso sexual y violencia doméstica en su iglesia, llegando incluso a atacar públicamente a una mujer víctima de dicho abuso. Ravi Zacharias, tras su muerte, reveló un pasado terriblemente oscuro. Fue un abusador recurrente de mujeres que participaban en proyectos de ayuda social promovidos por su propia organización. Charles Kirke, por su parte, fue acusado de lenguaje agresivo, racismo y complicidad moral con políticos de derecha a los que apoyaba.
Sea que estas acusaciones sean justas o injustas, la importancia histórica de cada uno de estos hombres para la fe cristiana y el Evangelio en el mundo es incuestionable. Aun así, persistía una pregunta: ¿quién los reemplazará?
Pensé en algunos nombres. El primero fue Mark Driscoll, una de las voces cristianas más escuchadas del mundo, pero inmediatamente sentí un sabor amargo al recordarlo, debido a los escándalos de mentiras, abuso espiritual y arrogancia que llevaron a la desaparición de la Iglesia Mars Hill, que él mismo fundó. También pensé en Matt Chandler, pero la misma amargura regresó al recordar la mancha en su imagen tras conversaciones inapropiadas con una mujer de su congregación. Sí, reconoció su error, pidió perdón y fue restituido al ministerio, pero su imagen pública quedó empañada. Finalmente, pensé en Francis Chan, un hombre piadoso, pero ahora en gran medida olvidado por los medios de comunicación y a menudo visto como "demasiado emotivo" por algunos círculos evangélicos, una crítica que me parece injusta.
Al final, me quedé con una sensación agridulce: cuando John Piper, D. A. Carson, Paul Tripp y otros de su calibre mueran, podríamos tener un verdadero vacío de autoridad e influencia espiritual en el mundo. Una sensación de orfandad teleológica, como si careciéramos de padres espirituales que nos inspiren, instruyan y corrijan.
Esta mañana, esta sensación adquirió un nuevo significado. Era el final de una clase sobre Jueces 11, donde estábamos hablando de Jefté. La discusión era: después de todo, ¿Jefté era un hombre bueno o malo? Personalmente, veo en el libro de Jueces un patrón de creciente degradación moral: comienza con la fe vacilante de Barac, se profundiza en la idolatría y la ambición de Gedeón, continúa con un hombre sincrético que sacrificó a su propia hija en una promesa insensata, y culmina con Sansón, libertino, inmoral, violento y voluble. En otras palabras, los jueces son figuras de dudosa obediencia y espiritualidad fracturada.
Sin embargo, todos aparecen en la lista de los héroes de la fe en Hebreos 11. ¿Por qué? Porque, en tiempos difíciles, aún se atrevieron a creer, aunque de forma imperfecta, y se rebelaron contra el sentido común de su generación. Tenían las manos manchadas, pero sus corazones seguían conmovidos por la fe. Y Dios, en su gracia, los usó como instrumentos de liberación. Al final, me doy cuenta de que el verdadero héroe de Jueces no es Gedeón, ni Jefté, ni Sansón; es Dios mismo, quien les dio fe y, con gracia y misericordia, usó a hombres quebrantados para cumplir propósitos eternos. Aquí es donde se unen las dos historias. Los grandes hombres del pasado, antiguos y modernos, lograron mucho, pero también dejaron huellas de imperfección. Algunos de los nuevos líderes ya han fracasado estrepitosamente, dejando tras de sí un vacío de liderazgo y una estela de desconfianza. Sin embargo, Dios no ha perdido el control. Sus planes eternos permanecen intactos. Él todavía usa a hombres imperfectos para hacer el bien y bendecir a su pueblo.
Quizás el sentimiento de orfandad espiritual que sentimos hoy sea el mismo que sintió Elías cuando, creyéndose solo, Dios le respondió: «He dejado en Israel siete mil que no han doblado la rodilla ante Baal» (1 Reyes 19:18). El Reino de Dios no carece de herederos ni de voz. Simplemente cambia de rostro, cambia los centros de influencia y nos enseña, generación tras generación, que ningún nombre humano es irreemplazable.
El verdadero héroe de la historia sigue siendo el mismo: Cristo, el único líder sin la sombra de un defecto, cuya fidelidad sostiene a todos los que, incluso tropezando, siguen creyendo. Él es el Autor y Perfeccionador de la fe (Hebreos 12:2), el único Pastor que jamás caerá, el único Juez justo, el único Señor digno de absoluta confianza. Los hombres fallecen, las instituciones se tambalean, las voces se silencian, pero la Palabra permanece.

03/10/2025

"Ser o no ser" no es la cuestión...
La cuestión es: "creer o no creer".

01/10/2025

A diferença entre o professor e o aluno é que o aluno acha, com certeza absoluta, que sabe tudo, e o professor sabe, com certeza absoluta, que não sabe nada.

Exposición de Jonás capítulo 2 - El salmo funeral de Jonás:
29/09/2025

Exposición de Jonás capítulo 2 - El salmo funeral de Jonás:

¡Bienvenido a nuestra transmisión en vivo! ✨ Cada domingo a las 11:15 am tenemos nuestro culto celebración y nos alegra poder compartirla contigo. Es nuestra...

Exposición de Jonás capítulo 1 - El Profeta al Revés
29/09/2025

Exposición de Jonás capítulo 1 - El Profeta al Revés

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17/09/2025

El mensaje de la Biblia se basa en un principio fundamental:

- Todos los seres humanos, sin excepción, están en la misma condición ante Dios.

El apóstol Pablo afirma:

"Todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios" (Romanos 3:23).

Esto significa que nadie es superior a otro, ni más digno ni menos digno, pues todos necesitan por igual la gracia y el perdón.

Esta visión bíblica es radicalmente inclusiva, ya que no privilegia ninguna etnia, clase social ni tipo específico de persona. La Biblia diagnostica la realidad humana de forma universal: todo ser humano, por naturaleza, necesita la reconciliación con el Creador.
Sin embargo, en un mundo marcado por identidades individuales altamente sensibles y un fuerte apego a la idea de que el amor es aceptación incondicional, el mensaje del Evangelio a menudo suena ofensivo.

Cuando alguien escucha: "Esto es un pecado", a menudo lo interpreta como "no vales nada" o "eres inferior". Pero ese es el punto. El pensamiento contemporáneo, moldeado por siglos de filosofía humanista, ha situado al ser humano en el centro de la realidad. Los seres humanos han llegado a ser vistos como el criterio supremo de valor, la medida de todas las cosas, poseedores de un valor intrínseco absoluto que depende únicamente de sí mismos.

Este énfasis exagerado, si bien ha generado avances en el reconocimiento de la dignidad y los derechos individuales, ha creado un mito: que los seres humanos son autosuficientes, independientes y soberanos en su existencia. Esta postura genera una extrema sensibilidad hacia cualquier afirmación que exponga sus defectos o limitaciones, porque tocar la idea del pecado parece tocar la esencia misma del valor humano.

La Biblia, sin embargo, presenta una perspectiva radicalmente diferente. El centro de la realidad no es la humanidad, sino Dios. Todo existe «de Él, por Él y para Él» (Romanos 11:36). Por lo tanto, el valor de los seres humanos no reside en sí mismos, sino en el hecho de que fueron creados a imagen y semejanza de Dios (Génesis 1:26-27). La dignidad humana, por lo tanto, no es autónoma, sino derivada. Es Dios quien confiere valor, no los seres humanos mismos. Y el problema del pecado es precisamente este: Al rebelarse contra Dios, los seres humanos no solo desobedecieron un mandamiento, sino que también rompieron con la fuente de su dignidad. En cierto sentido, el pecado es un proceso de deshumanización, porque al rechazar al Creador, los seres humanos pierden el fundamento último de su ser y lo que los hace verdaderamente humanos.

Así, cuando la Biblia declara que algo es pecado, no niega el valor de una persona, sino que expone que, al vivir en oposición a Dios, pierde lo que realmente la hace valiosa. El pecado es destructivo porque corta la conexión con la fuente de la vida, el valor y la dignidad.

Por eso, el Evangelio no es un discurso de odio, sino el mayor discurso de amor que jamás haya existido. Declara que Dios no abandonó a la humanidad en su autodestrucción. Al contrario, en Cristo, vino a restaurar la imagen deformada, reconciliar a la humanidad consigo mismo y restaurar su valor perdido. Por lo tanto, el escándalo del Evangelio radica en que niega la ilusión del humanismo exagerado: los seres humanos no son el centro. Pero también es la mejor noticia posible: aunque no era el centro, la humanidad fue tan amada por el verdadero Centro del universo que Dios mismo dio a su Hijo para redimirla.

El Evangelio humilla y exalta al mismo tiempo: humilla el orgullo humano al mostrar que somos pecadores y necesitados, pero exalta la dignidad humana al revelar que, a pesar de ello, fuimos objeto del amor eterno de Dios y creados a su imagen.

Además, en nuestros días existe una mentalidad que vincula prácticas de vida, como la orientación sexual, como partes inseparables de la identidad de una persona. Por lo tanto, criticar la conducta se percibe como un rechazo al individuo. A esto se suma una historia de discriminación y violencia contra las minorías, lo que hace que cualquier declaración de juicio moral se interprete como discurso de odio, incluso cuando no lo es.

Sin embargo, la diferencia entre odio y amor es esencial para comprender el Evangelio. El odio desea hacer daño, buscando excluir o herir. El amor bíblico, por el contrario, desea el bien supremo de la persona, incluso si esto implica confrontar su condición pecaminosa. La Biblia presenta el Evangelio no como una condena selectiva, sino como una buena noticia para todos: Dios ofrece perdón y nueva vida en Jesucristo. Este amor se manifiesta en la cruz, cuando el Cristo inocente toma sobre sí la culpa de la humanidad, recibiendo la ira de Dios contra el pecado para que todo aquel que crea en él tenga vida eterna (Juan 3:16).

Por lo tanto, la cruz no es una expresión de intolerancia, sino el mayor acto de amor de la historia. Es Dios entregándose para redimir a los seres culpables y perdidos. El Evangelio no humilla a los seres humanos, sino que los dignifica, mostrando que, a pesar de nuestra condición pecadora, fuimos tan amados que el mismo Hijo de Dios murió en nuestro lugar. Lo que puede sonar ofensivo, la idea de que somos pecadores incapaces de salvarnos a nosotros mismos, es en realidad la puerta de entrada por la mayor de las libertades: la liberación del pecado y de la muerte eterna.

El desafío pastoral y misionero hoy es comunicar esta verdad con claridad, empatía y Cristocentrismo. Esto significa no reducir el mensaje a una acusación contra pecados específicos, sino recordar siempre que el Evangelio es para todos, porque todos tienen la misma necesidad.

También significa practicar el amor con acciones, no solo con palabras, demostrando que la fe cristiana no es exclusión, sino invitación. Y, sobre todo, significa confiar en que, incluso en un mundo que confunde el amor con la aceptación incondicional, el Espíritu de Dios continúa convenciendo a los corazones de la verdad que nos hace libres.

12/09/2025

Yo vi los videos del as*****to de Charlie Kirk…

Es algo que revuelve el estómago, que te deja sin piso. Aterrador, de verdad. Un hombre, solo, sentado en medio de una multitud, sin gritar, sin ningún gesto de violencia, hablando con gentileza y educación sobre su fe, sus pensamientos y opiniones.

Incluso, dispuesto a escuchar, con micrófonos abiertos para oír ataques, ofensas y cuestionamientos adversos, y opiniones contrarias, a los cuales siempre respondía.

Nadie estaba obligado a ir a los lugares donde él estaba, nadie estaba obligado a dialogar con él, la gente estaba ahí voluntariamente para escucharlo.

Es realmente indignante…

Y ¿sabés qué es todavía peor? Ver a algunas personas gozando, alegrándose y celebrando… un hombre inocente, padre, marido, ciudadano, pacífico, siendo aniquilado brutal y cobardemente.

¿Por qué algunas personas sienten placer, se alegran y celebran esto?

¿Será porque sus discursos exponían la falibilidad de sus pensamientos erráticos?

¿Será porque su apertura para escuchar y responder educadamente atacaba el odio de esas personas?

¿Será que su disposición al diálogo ofendía a quienes no aceptan escuchar a nadie, y quieren callar, cancelar y matar a todos los que piensan distinto?

¿Será que su pacifismo ofendía la cultura del odio y la cancelación de esa gente?

¿Qué justifica celebrar la cobardía, la ignorancia, la violencia?

¿No será la envidia de ver cómo caían todos sus argumentos, uno por uno, hasta ya no tener forma de sostenerlos?

¿No será la vergüenza de haber quedado humillados públicamente por defender algo sin sustento científico, filosófico, moral, social o cultural?

Celebrar la muerte del adversario ¿no sería apenas otra prueba de que Charlie Kirk tenía toda la razón?

La escena de un hombre sentado, dialogando pacíficamente, dispuesto a escuchar críticas y responder con serenidad, interrumpida por un disparo cobarde, es algo que por lo menos debería conmover el corazón humano y dejar en evidencia la fragilidad de nuestra convivencia social.

Bueno, pero eso sólo deja en peor lugar el corazón de esas personas, que lloran porque un pavo es mu**to en el Día de Acción de Gracias, pero no son capaces de apiadarse de una persona asesinada brutalmente. Que no comen huevo por la “tortura” contra la gallina, pero no se conmueven con la tortura que sufrirán la viuda y los hijos de Charlie al tener que vivir toda la vida sin su padre. Eso sólo muestra su corazón frío e indiferente, porque están acostumbrados a matar, asesinar y eliminar a cualquiera que les incomode, como hacen al defender y practicar el ab**to. Matar personas no es nada nuevo para ellos.

La respuesta es clara: la incapacidad de lidiar con la disonancia cognitiva que provocaba Kirk. Su estilo sereno, racional y abierto al diálogo ponía en jaque los argumentos frágiles de sus opositores.

En vez de gritar, escuchaba; en vez de devolver insultos, respondía con lógica; en vez de imponer, invitaba al debate. Eso desarmaba la agresividad y dejaba en evidencia la inconsistencia de las posturas adversarias.

Para quienes construyeron su identidad en torno al odio, la intolerancia o ideologías débiles, esa postura no sólo desestabiliza, sino que humilla. Ante eso, muchos encuentran en la violencia una especie de catarsis: como no pueden vencer con la razón, se regocijan con el silenciamiento físico de aquel que los contradice. Una vez más, con su muerte, Kirk gana el debate.

La apertura al diálogo, paradójicamente, ofende a quienes no toleran escuchar. En un mundo cada vez más polarizado, donde al diferente se lo trata como enemigo a cancelar, alguien dispuesto a dialogar desnuda a la intolerancia mostrando lo que realmente es: una máscara de miedo e inseguridad.

El pacifismo de Kirk, su negativa a rendirse al odio, exponía todavía más la ferocidad de sus detractores. Aquel que no devuelve el golpe se convierte, paradójicamente, en una amenaza mayor, porque demuestra que la violencia y la hostilidad no son inevitables, sino elecciones. Y nada incomoda más que tener que admitir que uno eligió odiar cuando podría haber elegido escuchar.

Celebrar la muerte de alguien en esas circunstancias es, en última instancia, prueba de debilidad. No hay victoria en aplaudir la violencia, sólo la confesión de que los argumentos ya no alcanzaban.

La envidia también cumple un papel importante: ver a un opositor desconstruir, con calma, cada pilar de una creencia inconsistente es demasiado doloroso para muchos.

El resentimiento se convierte en júbilo mórbido cuando el adversario cae, no por la fuerza de la razón, sino por la brutalidad de la bala. Así, la celebración no es señal de triunfo, sino de derrota moral, cultural y espiritual.

El episodio, por más sombrío que sea, ilumina nuestro tiempo. La muerte de Charlie Kirk no sólo silencia una voz; simboliza el ataque al diálogo, a la escucha y a la convivencia democrática.

Al mismo tiempo, la reacción de quienes celebraron su ejecución es la mayor prueba de que él tenía razón: la verdad, cuando se dice con firmeza y serenidad, incomoda tanto que algunos prefieren destruirla antes que enfrentarla.

Si su vida fue interrumpida brutalmente, su muerte desnuda la enfermedad de una cultura que ya no sabe lidiar con lo contradictorio y prefiere la barbarie a la razón.

En ese sentido, celebrar su muerte es apenas la confirmación de cuánto era necesaria su presencia y de cuánto su mensaje seguirá resonando como denuncia contra el odio disfrazado de justicia.

La muerte de Charlie Kirk guarda una semejanza perturbadora con la de Jesús de Nazaret. Ambos fueron blanco no por actos de violencia, sino por sus palabras que desarmaban, por pensamientos que exponían contradicciones y avergonzaban públicamente a sus adversarios.

Así como Cristo fue llevado a la cruz sin culpa, por hombres que no soportaban la verdad que salía de su boca, Kirk fue brutal e injustamente asesinado ante una multitud, no por levantar armas o incitar a la revuelta, sino por hablar, con firmeza y serenidad, convicciones que sacudían las certezas frágiles de sus opositores.

El odio que se alimenta de la mentira y la intolerancia no soporta el peso de la Verdad, y la violencia aparece como último recurso cuando los argumentos ya no alcanzan, porque son insostenibles y vergonzosos.

Sin embargo, Jesús nos mostró un camino radicalmente distinto al de los verdugos de Kirk. Al ser clavado en la cruz, no respondió con odio, sino que miró a sus asesinos y oró: “Padre, perdonalos, porque no saben lo que hacen”.

Fue Él quien enseñó que debemos poner la otra mejilla, amar a los enemigos, hacer el bien a quienes nos hacen mal, y dar de comer y beber a los que nos persiguen.

Si la muerte de Kirk revela el auge de la intolerancia y la cobardía humana, el Evangelio nos llama a responder de forma opuesta: no con el mismo veneno de la violencia, sino con el antídoto del amor, la misericordia y la esperanza.

Es en esa diferencia donde se encuentra la verdadera victoria, no en silenciar al adversario ni en vengarse con violencia, sino en la fidelidad al camino de Cristo, que vence el mal con el bien.

Por lo tanto, que sigamos como Kirk, y como Jesús, con paz, amor y apertura al diálogo; que venzamos con la Palabra y no con las armas. Que se nos conozca por morir inocentemente, no por matar violentamente. Porque no hay nada más cristiano que morir como Kirk, y nada más opuesto al cristianismo que matar y celebrar como hacen sus adversarios.

11/09/2025

No necesitamos santos fabricados, necesitamos testigos fieles.

En este mismo mes, el mundo religioso fue sorprendido por dos noticias que, puestas una junto a la otra, revelan un contraste espiritual profundo.

La Iglesia Católica canonizó a Carlo Acutis, 15 años de edad, proclamándolo “santo digital”, modelo para la juventud.

Y ayer, en Estados Unidos, Charlie Kirk, 31 años de edad, fue asesinado en una universidad de Utah, después de testificar públicamente su fe en Jesucristo como Señor y Salvador.

Estos dos episodios muestran dos caminos muy diferentes: el de la veneración institucional de santos fabricados y el del testimonio genuino del mártir cristiano verdadero.

El “santo digital”

Carlo Acutis fue un joven que quiso vivir con pureza y usó sus talentos para hablar de la fe. Su vida, en algunos aspectos, puede inspirar a otros.

Sin embargo, la canonización que lo elevó a “santo” no tiene fundamento bíblico.

La Palabra de Dios enseña con claridad:

“Hay un solo Dios y un solo Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Timoteo 2:5).

Las instituciones religiosas muchas veces levantan figuras para llenar un vacío espiritual, creando nuevos mediadores que desvían la mirada de Cristo.

Pero el Evangelio no necesita ídolos modernos ni “modelos oficiales”: necesita hombres y mujeres que señalen, con su vida, al único Salvador.

El verdadero mártir cristiano

Charlie Kirk no buscó reconocimiento oficial, ni títulos, ni altares. Lo único que hizo fue proclamar, con sencillez y valentía, que Jesús es el Señor. Y por eso perdió su vida.

La sangre de los mártires siempre fue la semilla de la Iglesia. Desde Esteban en Jerusalén hasta tantos hermanos y hermanas a lo largo de la historia, los mártires nos recuerdan que la fe verdadera no se mide en ceremonias, sino en fidelidad a Cristo.

Jesús mismo había dicho:

“Serán entregados a tribulación, y los matarán; y serán aborrecidos de todas las naciones por causa de mi nombre” (Mateo 24:9).

Y también:

“El que pierda su vida por causa de mí y del Evangelio, la salvará” (Marcos 8:35).

Charlie no murió buscando aplausos. Murió confesando a Cristo y defendiendo la Palabra de la Verdad.

Y en esa confesión recibió la corona de vida prometida a los que aman al Señor (Santiago 1:12).

Un llamado para nosotros

El contraste es evidente: el “santo digital” levantado por una institución y el mártir que, con su sangre, da testimonio de Cristo.

Uno se apoya en decretos humanos. El otro se apoya en la fidelidad al Evangelio eterno.

La Iglesia de hoy no necesita figuras oficiales para admirar desde lejos.

Necesita testigos cercanos, hombres y mujeres que vivan su fe común cada día en medio de un mundo hostil. Personas que amen, sirvan y anuncien al único Mediador: Jesucristo.

El ejemplo de Charlie Kirk nos recuerda que la fe verdadera siempre cuesta. Y que seguir a Cristo significa, a veces, perderlo todo para ganarlo a Él.

Por eso, en lugar de levantar nuevos santos, levantemos nuestras vidas en sacrificio vivo al Señor.

Que seamos testigos fieles, con la mirada fija en Jesús, “el autor y consumador de la fe” (Hebreos 12:2).

11/09/2025
10/09/2025

Las mujeres como sostén de la Iglesia

Si bien bíblicamente las mujeres no están llamadas a pastorear ni a enseñar públicamente y con autoridad para toda la congregación (1 Timoteo 2:12; 1 Corintios 14:34-35), es innegable que han sido, desde el principio, el fundamento y el sostén de la Iglesia de Cristo.

En prácticamente todas las comunidades cristianas, se observa una mayoría femenina: las mujeres casi siempre superan en número a los hombres, y su sensibilidad espiritual, menos endurecida hacia las cosas de Dios, las hace más abiertas a la fe, más comprometidas con la oración y más dispuestas a servir.

Son ellas quienes, en la mayoría de los casos, mantienen vivos los grupos de intercesión, apoyan a los misioneros con recursos financieros y emocionales, organizan obras de caridad y asistencia, trabajan fielmente en los servicios diarios de la iglesia y se preocupan profundamente por la formación espiritual de sus hijos, dirigiendo las devociones en el hogar y atendiendo las necesidades de los demás.

Esta realidad no es solo una observación contemporánea, sino que está presente a lo largo de la historia bíblica.

En el Antiguo Testamento, mujeres como Sara, Rebeca, Raquel y Ana aparecen como pilares de oración y fe, influyendo en el curso de la historia de la salvación. Débora, criada como jueza y profetisa, representó el discernimiento espiritual en medio de la debilidad y la cobardía de los hombres de su tiempo (Jue. 4-5). Abigail, con su sabiduría, evitó el derramamiento de sangre de David (1 Sam. 25). Ester, con valentía, intercedió por todo su pueblo ante el rey (Ester 4:14-16).

En el Nuevo Testamento, las mujeres fueron igualmente fundamentales. María, madre de Jesús, es recordada como un modelo de fe y sumisión a la voluntad divina (Lc. 1:38). Isabel, llena del Espíritu Santo, reconoció la grandeza del Mesías aún en el vientre materno (Lc. 1:41-45). En los Evangelios, vemos mujeres que rodearon el ministerio público de Jesús: María Magdalena, Juana, Susana y muchas otras que sirvieron al Maestro con sus bienes y su presencia constante (Lucas 8:1-3). Las mujeres, no los hombres, fueron las primeras testigos de la resurrección (Mateo 28:1-10; Juan 20:11-18), recibiendo el privilegio único de anunciar la victoria de Cristo sobre la muerte a los apóstoles.

El apóstol Pablo, al delimitar el rol pastoral, reconoce la importancia de las mujeres en la misión de la Iglesia: Febe, sierva de la iglesia de Cencreas, es mencionada como diaconisa (Romanos 16:1-2); Priscila, junto con su esposo Áquila, instruyó a Apolos con mayor precisión en el camino del Señor (Hechos 18:26); Lidia abrió su hogar para acoger a la primera comunidad cristiana de Filipos (Hechos 16:14-15), convirtiéndose en la primera conversa de Europa.

La historia de la Iglesia también confirma este patrón. Fue la fidelidad de las mujeres cristianas la que mantuvo viva la llama de la fe durante las persecuciones romanas. Innumerables mujeres fueron mártires que, con su valentía, dieron testimonio de Cristo hasta la muerte.

En los siglos siguientes, mujeres como Mónica, la madre de Agustín, apoyaron con la oración a los niños que se convertirían en gigantes de la fe. Durante la Reforma Protestante, Catalina von Bora, esposa de Lutero, no solo administró la casa y el monasterio que había transformado en hogar, sino que también brindó estabilidad y apoyo práctico al movimiento.

En los movimientos misioneros de los siglos XVIII y XIX, fueron las sociedades de oración y donaciones de mujeres las que permitieron el envío de cientos de misioneros al campo. Basta con observar las filas misioneras de cualquier misión para ver muchas más mujeres que hombres.

Así, a lo largo de los siglos, aunque no ocuparon el púlpito ni el liderazgo pastoral, las mujeres fueron, y siguen siendo, el pilar de la vida comunitaria, misionera y espiritual de la Iglesia. Nos recuerdan que la grandeza del Reino de Dios reside no solo en el ejercicio de la autoridad visible, sino sobre todo en la fidelidad silenciosa, el servicio desinteresado, la oración incesante y el amor que sustenta la obra de Cristo en el mundo.

En cada generación, Dios ha usado a mujeres piadosas para traer la fe cristiana a nuestros días. La iglesia que ignora, disminuye o devalúa este papel fundamental siempre será débil e incompleta.

Como dice el libro de Proverbios: «La mujer sabia edifica su casa» (Proverbios 14:1), y esto también aplica a la casa de Dios, donde continúan edificando, sosteniendo y multiplicando la obra del Señor hasta que Él venga.

También hablo como hombre, hijo de una mujer que siempre me ha guiado hacia Dios y que fue crucial para mi conversión. Soy esposo de una mujer que es el fundamento de mi ministerio y la voz dulce detrás de cada sermón que predico. Y padre de una pequeña mujer de Dios que me inspira cada día a esforzarme por ser un mejor modelo de hombría. Sin estas tres mujeres, nunca habría llegado a la fe, al ministerio pastoral, a un púlpito, y nunca habría terminado mi carrera cristiana fielmente.

10/09/2025

Israel y Palestina

Como cristiano, no puedo en absoluto apoyar la causa palestina. La razón principal es que, históricamente y hasta la fecha, la causa palestina, representada políticamente por grupos como Hamás, implica no solo resistirse a Israel, sino también, en gran medida, abogar explícitamente por el exterminio total de los judíos.

Además, este grupo recurre sistemáticamente a prácticas terroristas: lanzamiento de cohetes contra objetivos civiles, secuestros, violaciones, ejecuciones sumarias y otras formas de violencia indiscriminada.

Estos hechos están ampliamente documentados, especialmente tras los atentados del 7 de octubre de 2023, cuando miles de civiles israelíes fueron asesinados y secuestrados (ONU, 2023; HRW, 2023). Dichas prácticas contradicen completamente los principios de las Escrituras, que prohíben el as*****to y la violencia contra inocentes (Romanos 12:17-21).

Sin embargo, como cristiano, tampoco puedo apoyar las exageradas reacciones israelíes contra los palestinos. Si bien es legítimo que Israel se defienda de ataques terroristas, la forma en que se ha llevado a cabo esta defensa plantea graves implicaciones éticas y humanitarias.
Informes de organizaciones internacionales indican que, en respuesta a Hamás, Israel ha cometido graves violaciones del derecho internacional humanitario, incluyendo bombardeos indiscriminados en zonas densamente pobladas, la destrucción de hospitales, escuelas, universidades y prácticamente toda la infraestructura civil necesaria para la vida (sanidad básica, electricidad, etc.), así como bloqueos que llevan a miles de personas al hambre, la pobreza y el desplazamiento forzado (Amnistía Internacional, 2024; Corte Internacional de Justicia, 2024).

Es cierto que Hamás utiliza con frecuencia a su propia población como escudos humanos, instalando arsenales en escuelas, hospitales y mezquitas.

También es cierto que Israel proporciona constantemente ayuda humanitaria, pero Hamás la confisca con frecuencia para mantener su estructura de poder (B'Tselem, 2023).

Aun así, no podemos confundir al agresor con la víctima: el pueblo palestino es, al mismo tiempo, víctima de Hamás y de los excesos de Israel. Tratar a los civiles palestinos como enemigos debido a Hamás es moral y espiritualmente incorrecto.

En este punto, el texto bíblico se vuelve esclarecedor: a lo largo de la Escritura, Dios distingue entre el pecador individual y la colectividad inocente.

Por lo tanto, los cristianos deben denunciar tanto el terrorismo como los crímenes de guerra, y al mismo tiempo proclamar que todo ser humano, judío o palestino, lleva la imagen de Dios (Génesis 1:27), merecedor de dignidad, vida y justicia. Deben orar y actuar para que las personas de ambos bandos conozcan a Jesucristo como su salvador.

Por lo tanto, la postura cristiana no debe ser de adhesión ideológica a uno u otro bando, sino de discernimiento profético: denunciar el pecado, la idolatría y la violencia de ambos, sin caer en la tentación de justificar los crímenes por razones políticas. Nuestro llamado es a la paz, la reconciliación y la justicia (Mateo 5:9; 2 Corintios 5:18-20).

Debemos trabajar para asegurar que los palestinos dejen de ser palestinos y que los judíos dejen de ser judíos, pues en Cristo no hay judíos ni palestinos, y ambos son cristianos, hijos del mismo Padre Celestial, hermanos y hermanas de la misma familia, miembros de la misma iglesia y que compartirán el mismo territorio eternamente: el Cielo.

El cristianismo siempre ha negado las identidades etnonacionales como fundamento último de la existencia. En Cristo, la barrera entre judíos y gentiles se elimina, pues ambos están llamados a formar un solo cuerpo espiritual. El apóstol Pablo insiste: «En Cristo ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gálatas 3:28). La Iglesia no es una suma de pueblos, sino un pueblo nuevo, nacido de lo alto (Jn 3,3-7), cuya ciudadanía está en el cielo (Fil 3,20).

Esta nueva identidad no es geográfica ni política, sino espiritual. Judíos y palestinos, cuando se mantienen únicamente en sus identidades nacionales, quedan atrapados en conflictos históricos. Pero al convertirse en cristianos, ambos encuentran su verdadera identidad en el Reino de Dios, una cultura que no es de este mundo, sino que se manifiesta en él (Jn 17,14-16).

Por lo tanto, el llamado misionero de la Iglesia no es simplemente apoyar a una nación contra otra, sino proclamar que existe una nueva patria, un nuevo propósito existencial y una nueva familia en Cristo.

Esta es la gran reconciliación: pueblos históricamente hostiles, como judíos y palestinos, se convierten en hermanos en la misma fe, hijos del mismo Padre Celestial, miembros de la misma Iglesia, destinados a compartir el mismo territorio eterno, la nueva Jerusalén celestial (Apocalipsis 21,1-4).

Por lo tanto, el mensaje cristiano ante el conflicto israelí-palestino no es nacionalista, ideológico ni político, sino escatológico y eclesiológico: estamos llamados a vivir ahora como ciudadanos del Reino, sabiendo que estamos en el mundo, pero no somos del mundo (Jn 17,16). La Iglesia, como comunidad reconciliada, es el signo vivo de que solo en Cristo hay paz verdadera y duradera (Ef 2,14-19).

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