16/07/2025
Te gastas 80, 100 o 120 euros por una entrada.
Pasas por un control donde te revisan la mochila, te tiran el desodorante, te hacen quitarte hasta el cinturón.
Pero dentro, una mafia organizada entra sin problema, rocía gas pimienta en mitad de la pista y te roba el móvil mientras no puedes ni respirar.
Esto ha pasado en Brunch Electronik.
En Afterlife.
En Sónar.
Y nadie lo está frenando.
Cinco detenidos actuando en grupo.
Mismo patrón en cada ataque:
Gas, confusión, gritos, pánico.
Y mientras tú te ahogas o intentas salir, ellos te vacían los bolsillos.
¿Dónde está la seguridad?
¿Quién controla los accesos?
¿Quién responde cuando fallan los protocolos?
Estamos hablando de cientos de personas afectadas.
De agresiones físicas.
De vulneraciones a la seguridad más básica.
De que algo así pueda pasar tres veces en una misma noche sin que nadie lo impida.
Los festivales están creciendo.
La industria factura millones.
Pero si no puedes garantizar la seguridad de tu público, no estás organizando un festival.
Estás vendiendo entradas para una emboscada.
Y lo peor: nadie habla claro.
Se tapa. Se ignora. Se silencia.
Porque daña la imagen. Porque “no conviene”. Porque es más fácil mirar hacia otro lado.
Pues no.
Esto tiene que saberse.
Esto tiene que cambiar.
Y solo lo hará si lo cuentas, si lo compartes, si no lo normalizas.
La cultura club no se construye con miedo.
No se puede bailar si tienes que mirar por encima del hombro.
No se puede disfrutar si sabes que en cualquier momento te gasean y te roban.
Esto no es techno.
Esto no es cultura.
Esto es un fallo sistémico.
O se planta cara, o nos quedamos sin pista.