
17/08/2025
En la cocina de mi abuela no había refrigerador, ni garrafones azules, ni botellas de agua alineadas como soldados en una repisa.
Había un cántaro de barro, grande, silencioso, con la boca cubierta por un simple paño limpio.
Yo, de niño, me quedaba mirándolo. Me fascinaba ese misterio: ¿cómo podía el agua estar tan fría, tan suave, sin hielos y sin electricidad?
Un día, mientras ella llenaba mi vaso, le pregunté:
—Abuela, ¿por qué el agua de aquí sabe diferente?
Sonrió, y con la calma de quien ha vivido mucho, me mostró el secreto.
Metió la mano en el jarro y sacó una piedra redonda, del tamaño de su palma.
—Esta piedra ha viajado más que tú y que yo juntos. Vino del río, la lavé, la herví y la puse aquí. El agua la reconoce… y se calma.
Me explicó que el barro respiraba, que dejaba pasar el aire y mantenía el agua viva, como si aún estuviera en la corriente.
Que las piedras no solo daban minerales, sino memoria.
—El agua que pasa por piedra y barro no se pudre, no se amarga. Se vuelve medicina —dijo.
En ese momento no entendí del todo.
Pero con los años, cuando cambiamos el cántaro por el plástico y la piedra por nada, lo supe.
El agua perdió su alma.
Hoy, cada vez que bebo agua con sabor a cloro, cierro los ojos y recuerdo el golpe suave del vaso de barro en mis labios, la frescura que parecía venir de un manantial secreto.
Y entiendo que mi abuela no solo me dio de beber… me enseñó que la tierra y la piedra guardan vida.
Quizás sea hora de volver.
No por nostalgia.
Sino porque hay cosas que la modernidad no sabe imitar.
Tomado de la red***