01/11/2024
MAMÁ NO ME VEAS
Después de su divorcio, Eduardo se prometió a sí mismo que no dejaría rastro alguno de su exesposa en su vida. Cada rincón de la casa que compartieron estaba lleno de recuerdos, de fantasmas que no lo dejaban respirar. El sillón donde se sentaban a ver películas, el jarrón azul que ella adoraba, incluso el aroma del café que ella solía preparar por las mañanas. Todo lo envolvía en una densa niebla de amargura, y eso no podía soportarlo más.
Decidió vender la casa y mudarse a las afueras, a una pequeña cabaña cerca de un bosque donde nadie lo molestaría. Era su forma de cerrar el capítulo. Empezó a deshacerse de todo: ropa, muebles, fotografías. Si algo le recordaba a ella, se iba.
Pero había una cosa de la que no podía deshacerse: su hija, Valeria.
Valeria, con apenas ocho años, era una copia exacta de su madre. Tenía su mismo cabello castaño, su risa melódica, y esos ojos... esos ojos verdes que lo veían fijamente con la misma intensidad que lo hacía su exesposa cuando discutían. Cada vez que Eduardo la miraba, sentía una punzada en el estómago, una mezcla de amor y rencor que no lograba disolver.
Una noche, mientras cenaban juntos en silencio, Valeria lo miró con esos ojos brillantes y le preguntó:
—¿Por qué ya no me quieres, papá?
Eduardo se atragantó con la comida y soltó una risa amarga. Una risa nerviosa y casi maníaca.
—¡Qué cosas dices, Valeria! —intentó sonreír, pero su rostro mostraba lo contrario—. Claro que te quiero... tienes los ojos de tu madre, ¿cómo no iba a quererte?
La risa se volvió más intensa. Primero, fueron unas carcajadas suaves, pero luego se descontroló. Eduardo no podía parar. Valeria lo miraba sin entender nada, confundida y asustada, viendo cómo su padre se desmoronaba delante de ella.
—Tienes los ojos de tu madre... —seguía repitiendo, entre risas, mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas.
Después de eso, algo en Eduardo cambió. Se volvió más distante, más frío, más silencioso. Valeria intentaba acercarse a él, pero cada vez que lo hacía, Eduardo encontraba una excusa para alejarse. Siempre miraba hacia otro lado cuando ella lo miraba directamente a los ojos. Parecía temerle.
—Papá, ¿hicimos algo mal? —preguntó una noche, con voz temblorosa.
—No, hija, nada —respondió él, sin siquiera mirarla.
Un día, la pequeña desapareció. Eduardo regresó de una caminata por el bosque y no la encontró en casa. Al principio, pensó que estaba jugando, escondida entre los árboles como solía hacer. Pero las horas pasaron y la preocupación se convirtió en terror. La buscó por todo el lugar, gritó su nombre hasta quedar sin voz, pero Valeria no aparecía.
La policía llegó horas después. Organizaron una búsqueda por el bosque, pero no hubo rastro alguno de la niña. Parecía como si se la hubiera tragado la tierra. Los vecinos murmuraban que el bosque era extraño, que algunos niños habían desaparecido allí antes, pero nunca se los había vuelto a ver. Eduardo no escuchaba nada. Estaba devastado.
Las semanas se convirtieron en meses, y la esperanza se desvaneció. Eduardo se encerró en la cabaña, con las cortinas cerradas y las luces apagadas, consumido por la culpa y el dolor. La única compañía que tenía era su propia desesperación y los recuerdos de Valeria.
Una noche, mientras intentaba dormir, escuchó algo. Al principio pensó que era el viento, pero luego fue más claro: una risa. La risa de una niña.
Se levantó de golpe, el corazón latiéndole en la garganta. La risa venía del pasillo. Eduardo caminó despacio hacia el origen del sonido, con los pies descalzos haciendo crujir el suelo de madera.
Al final del pasillo, en la oscuridad, vio una pequeña figura.
—¿Valeria? —preguntó, su voz apenas un susurro.
La figura no respondió, pero la risa continuaba. Eduardo encendió la luz, pero el pasillo estaba vacío.
Durante las siguientes noches, la risa volvió. Primero era lejana, luego más cercana, hasta que una noche la escuchó justo afuera de su habitación. Desesperado, abrió la puerta de golpe y ahí estaba. Valeria, de pie frente a él, con una sonrisa fría y sus ojos verdes brillando en la oscuridad.
—Papá, ¿por qué me abandonaste? —preguntó con voz tenue, pero acusatoria.
Eduardo retrocedió, sintiendo que las piernas le fallaban. Intentó decir algo, pero las palabras no salían. Valeria dio un paso hacia él, y entonces, con un movimiento lento, se llevó una mano a los ojos. Eduardo observó con horror cómo su hija comenzaba a arrancarse los ojos, uno por uno, con una calma que le helaba la sangre.
—Ya no tengo los ojos de mamá —dijo con una voz escalofriantemente tranquila, sosteniendo los ojos ensangrentados en sus manos.
Eduardo gritó, pero nadie lo escuchó. Cayó de rodillas, llorando, suplicando que todo terminara, que aquello fuera solo una pesadilla. Pero no lo era.
A la mañana siguiente, encontraron a Eduardo en la cabaña, balbuceando incoherencias, con las manos cubiertas de sangre y sosteniendo dos pequeños ojos verdes.
Valeria nunca volvió a ser vista.
Dicen que el bosque la reclamó, y que cada noche, si caminas entre los árboles, puedes escuchar la risa de una niña perdida, una risa que trae consigo el eco de los errores del pasado... Fin.