11/05/2025
La vida nos salvó.
No fue culpa de la intensidad,
ni de la distancia que creó ausencias,
tampoco les faltó algo.
Solo eran dos piezas de rompecabezas
que encajaban perfectamente,
pero juntas… no formaban nada.
Hubo alguien que dudó,
y alguien que esperó demasiado.
Alguien corrió detrás de sombras que parecían luz,
y alguien aprendió a esconderse demasiado bien.
Uno sentía hasta lo invisible,
el otro era experto en minimizar incluso lo más profundo.
Uno entregaba tiempo y alma,
el otro regalaba palabras al viento por montones.
Existió un rayo en la tormenta.
Parecía distinto,
parecía abrigo
y se sentía como hogar.
¿El error?
Dejarse envolver por dulzuras sin raíz.
Un año creyendo que lo vivido era único,
que aún podía tener una segunda parte.
Ahora esa historia habita la piel,
no con orgullo,
ni con vergüenza,
y mucho menos con rencor.
Es solo una señal
de lo que uno puede llegar a sentir.
Todo fue un reflejo
de lo que se quiso ver.
Lágrimas,
conversaciones con mamá,
intentos de explicarle a la vida lo inexplicable.
Vivir con ese “tal vez, en otro momento,
todo habría sido distinto”.
Pero en realidad,
todo llegó como debía.
Y lo que se dijo,
se fue con quien lo dijo.
Jamás existió más allá de su tono de voz.
O quizá sí,
pero no del mismo modo para ambos.
Y así, uno volvió.
El otro ya no estaba ahí.
O estaba, pero distinto,
con el alma más firme,
menos dispuesta a alimentar
lo que no nutre.
Quedaron cartas sin enviar,
frases publicadas,
otras atrapadas en la garganta.
Idealizar no fue un error de uno solo.
Para que nazca una ilusión,
alguien debe sostener el espejo,
y otro dejarse ver.
No importa quién fue quién.
“El lector lo sabrá.”
Porque al final, todo terminó:
con mil mentiras,
mil cartas,
una cicatriz persistente
y un sentimiento que, ¿si existió?
no supo quedarse.