29/06/2025
La cafetería olía a madera recién pulida y espresso fuerte. Afuera, el calor de Monterrey derretía los bordes de la tarde, pero adentro el aire era fresco y el ambiente, íntimo. Una playlist de jazz suave flotaba en el aire. Ella estaba parada frente a la barra, revisando su celular mientras esperaba su latte con leche de almendra.
Él llegó sin buscar a nadie, sólo por costumbre. Pero la vio de espaldas, el cabello recogido con descuido, la blusa suelta que dejaba al descubierto un hombro bronceado. Supo quién era incluso antes de verla de frente.
—¿Eres prima de Mariana? —preguntó, sin filtro, con una mezcla de duda y certeza.
Ella lo miró, con ese gesto que uno hace cuando tarda en recordar pero le suena familiar. Lo reconoció segundos después.
—¿Tú eres Eduardo, no? El que fue con ella al cumpleaños en Fundidora…
—Ese mismo.
Sonrieron. Era una coincidencia improbable, pero cómoda. Como si alguien les hubiera puesto en pausa desde entonces y de pronto los hubiera soltado en el mismo sitio, al mismo tiempo.
Se quedaron parados junto a la barra, charlando de la nada. Primero del calor, luego de libros. Él soltó una observación sarcástica sobre las parejas que se gritaban en la mesa del fondo y ella soltó una risa suave, como si le hubiera gustado más de lo que quiso admitir.
—¿Te vas a sentar aquí? —preguntó él, señalando las mesas del fondo.
—En realidad solo venía por el café. Pero... —Lo miró directo a los ojos—. No tengo prisa.
Se sentaron en una mesa junto a la ventana. Las sombras se alargaban en las calles, y ellos se perdían en detalles. De pronto hablaban de los cuerpos, del deseo, sin decirlo directamente. Él le dijo que siempre le había parecido distinta, que se acordaba de cómo había jugado con su collar toda la noche aquella vez. Ella desvió la mirada, pero no por timidez. Estaba decidiendo.
—¿Quieres ir a otro lugar? —dijo ella, después de un silencio prolongado—. Aquí siento que nos estamos quedando sin aire.
—¿Dónde piensas?
—Donde no haya tanta luz. Donde no se escuche jazz. Donde podamos hablar sin tener que pensar tanto lo que decimos.
Eligieron caminar. El calor era ya menos intenso, y él caminaba a su lado sin rozarla, pero cerca. El silencio no pesaba. Subieron al coche de ella y fueron a un bar discreto en Barrio Antiguo. Pidieron vino tinto. La charla siguió, más suelta, más densa.
— ¿Cuándo fue la última vez que te mordieron el labio?
Ella sonrió...
Las piernas y las manos se iban tocando, sin accidente. Las miradas duraban más. Él le preguntó por su tatuaje en la clavícula, y ella le mostró un poco más del escote para que lo leyera. Lo dijo en voz baja, casi en su oído: “te doy permiso de olerlo”.
La frase se le quedó grabada. También el aroma de su cuello, la tibia sensación de su piel tan cercana. Decidieron salir de ahír, no se dijeron a dónde iban. Solo supieron que no querían que la noche terminara ahí.
Y terminó aquí...