19/10/2025
Honrarás a tu padre y a tu madre
“Mamá, algún día voy a jugar en el extranjero y haré muchos goles. Te dedicaré uno, mamá.”
Esas fueron las palabras de Iván Morales a su madre, Audilia.
Lo llamaron joven promesa, y no estaban equivocados. Desde niño demostró condiciones diferentes al resto: potencia, explosividad y un instinto goleador que lo llevó al primer equipo de Colo-Colo siendo ap***s un adolescente. Pero esa camiseta, la más pesada de Chile, no perdona. Le costó años consolidarse, y cuando por fin lo estaba logrando, la vida decidió ponerle la prueba más dura de todas.
Su madre —su compañera, su motor, su razón para levantarse cada día— partió al cielo.
Y él siguió jugando. Con la mente en blanco, con el corazón hecho trizas, con la mirada perdida. Minimizar el dolor fue su forma de sobrevivir. No había tiempo para llorar: el campeonato seguía. Pero, tarde o temprano, el duelo llega.
Cuando apareció una oferta desde México, muchos se preguntaron por qué dejar Colo-Colo justo cuando estaba alcanzando su nivel más alto. La respuesta era simple: necesitaba huir.
Huir del vacío que lo esperaba en casa, de las noches sin ella, de la pena que el fútbol no podía tapar.
En Cruz Azul el mundo se le vino encima.
Solo, en un país ajeno, sin padre desde los quince y ahora sin madre, la cabeza se le llenó de sombras. Los resultados no llegaban, las críticas se multiplicaban. Lo llamaron “la eterna promesa”, “el joven piscolero”. Pero ¿cómo no entenderlo? Cuando el alma duele, copete a las venas y se olvidan las p***s.
Lo más fácil habría sido volver.
Pero volver a Chile era enfrentarse otra vez a los fantasmas.
Y entonces llegó una nueva oportunidad: Sarmiento de Junín, Argentina. La tranquilidad de Junín fue el refugio que necesitaba. Allí encontró algo que el fútbol rara vez da: tiempo. Tiempo para sanar, para reconstruirse desde la cabeza.
Con ayuda profesional, trabajo psicológico, una preparación física que iba más allá, y amigos que se transformaron en su nueva familia, Iván comenzó a renacer.
Volvió a sentirse querido, respaldado, parte de un equipo. Ya no era el chico que huía. Iván ya no estaba solo.
El fin de semana pasado, en el estadio más monumental de Núñez, Iván Morales volvió a ser ese niño que alguna vez le prometió a su madre que jugaría en el extranjero y le dedicaría un gol.
Le marcó a River, silenció el estadio lo suficiente para que su grito se escuchara hasta el cielo, y levantó los brazos.
Porque ese gol no fue solo suyo. Fue de ellos.
De su padre.
De su madre.
De todos los que alguna vez lo vieron caer y lo ayudaron a levantarse.
Hoy Iván vuelve a tener una segunda oportunidad,
de esas que da el fútbol a los que no se rinden,
a los que cumplen su promesa aunque la otra persona ya no esté para verlo.