La construcción de un espacio es una tarea colectiva en la que venimos trabajando sin
pretenderlo. No se trata de fundar una nueva institución, sino de reconocer los lazos en los que
hemos ido sembrando y recogiendo los frutos de nuestro trabajo. Esos lazos son la atmósfera en la
que respiran las almas de las diversas prácticas que nos entrecruzan en el espacio social. Porque
en primer lugar, tamb
ién reconocemos que el psicoanálisis es una práctica social. Declaramos por eso mismo que no estamos fundando nada, sino reconociendo y formalizando ese
reconocimiento en la nominación de este espacio como psicoanalítico y contemporáneo, porque
las condiciones de la producción de subjetividad de la época nos condiciona en la construcción de
ese espacio en el que hemos venido produciendo. Reconocemos entonces que en el psicoanálisis
hay un diálogo necesario con la época, porque nos obliga, esta nuestra práctica, a desentrañar,
pensar, reflexionar cuáles son las maneras en que se actualizan esas prácticas como algo vivo,
palpitante, transformador. Nuestra materia es la vida. Hablamos y nos dirigimos a hablar de la
vida. Eso es lo que también hace un psicoanalista. Soporta la muerte para dirigirse a la vida, a la
vida del individuo en sociedad. No hay razón para pensar un individuo si no es reconociendo las
condiciones de su existencia en cada época. Tampoco estamos fundando una institución para proponernos arriar adeptos, sino más bien aunar
los espacios en los que, como ciudadanos, ya venimos pensando la vida. No es un espacio que
solamente habiten los psicoanalistas. Nos despojamos así de toda pretensión tecnicista, o de la
construcción de un cubículo de “especialistas”. Nos interesa la producción reflexiva que el
psicoanálisis pueda aprovechar para hacer “progresar” su discurso en los términos en los que este
progreso puede ser planteado en psicoanálisis, es decir, el progreso y la actualización de una
práctica que debe mantenerse “viva” para dirigirse a la “vida” y a la conciencia de vivir que es la
propiedad de los individuos conscientes. La colectividad protege y crea las condiciones para
proteger entre todos esa conciencia de vivir de los individuos. A esto le podemos llamar
“Ciudadanos del psicoanálisis”, todos aquellos analistas y no analistas que, interesados en el
psicoanálisis desde el punto de vista teórico y práctico (analizantes o psicoanalizantes) intervienen
desde ya en ese progreso. Solo falta reconocerlos y por obra de ese reconocimiento compartir el
espacio de hecho. La “institución-espacio” tiene una formalidad legal, pero en realidad se reduce a una casilla de
correo, electrónico o no, en donde se depositan y comparten las producciones de ese intercambio
que se da en el espacio y en la atmósfera común. La producción de libros, de conferencias, de
ideas, de charlas, de conversaciones, de cualquier tipo de intercambio que surja de esa necesidad
de expresar y testimoniar la experiencia fundamental de haber adquirido una conciencia, aliviando
el malestar y trabajando sobre la raíz del malestar en la cultura – como lo nombró Freud – para
despejar las soluciones en cada quien. Soluciones para el deseo. Los ciudadanos serán nombrados “ciudhaddadnos”, en un guiño-homenaje a la obra de Gerard
Haddad, en la que se deja en claro, por su propia obra más que por alguna de sus
conceptualizaciones en especial, que de lo que se trata en psicoanálisis, como en cualquier otra
práctica, es de no temer, no retroceder, ser capaz de tomar la posta de su deseo y llevarla
adelante en una dialéctica irreprimible que conduce a la producción de una solución particular,
expresada en el testimonio de análisis llamada por Lacan “pase”, un dispositivo todavía en debate,
en discusión. Nosotros nos hemos dado cuenta de que el Pase es un testimonio del que, en primer
lugar, hay que darse cuenta que se lo está dando. Solo hay que formalizarlo en un cuando, un
dónde y un porqué. No se trata de hacer la historia de un análisis, sino de construir una historia
de la producción de conciencia, que aquí entendemos de manera freudiana: entendemos que por
conciencia Freud puntualizó, en su raíz, y más allá de cualquier lectura técnica, una “conciencia de
vida”, lo cual implica un enfrentamiento con la muerte. Esto es un análisis: el enfrentamiento con
la finitud y, en esa raíz, la creación de las condiciones de una vida “vivible”, o sea, existir. La vida, así, es también una producción estética singular, articulada al deseo, al goce y al amor. Es
una “pintura” dinámica que va cambiando el paisaje pero que cuando instala un marco, ya no se
pierde más. Y también es la voz creadora del espacio, la profundidad, el más allá del espejo, la
materia oscura de la existencia, el tiempo. En el anudamiento entre lo visto y lo oído, la voz y la
mirada, los objetos parciales en los que se recorre un cuerpo vivo, existente en la existencia, que
no es lo “puro vivo”, sino en dialéctica con el no-ser. La cuestión estética es fundamental para no
confundirla con ningún canon, para desarraigarnos de una idea de lo bello como obstáculo, como
un bien que tapona el deseo, lo inhibe. Lo estético lo visualizamos en relación al poema, a ese
borde ente palabra y escritura en el que se produce una chance, una posibilidad: lo inmortal, lo
que no muere. Si el destino del individuo está “escrito” en la muerte, un sentido real para la
existencia de cada quien tendrá que ver con la inmortalidad que logre marcar, la transmisión, la
huella de un vivir. Del mismo modo en que el arte nació dejando huella del paso de los hombres
por el mundo, del mismo modo la existencia individual deja su huella, y a esa huella le llamamos
“huella estética”, son nuestras pinturas en las cuevas de Altamira. Por otro lado, ubicamos cuestiones materiales bien concretas: las condiciones de producción de la
subjetividad y su achatamiento en el plano bidimensional de los programas de producción de la
renta. El sujeto contemporáneo se efectúa cada vez menos y queda aplastado en los programas de
rentabilidad que hoy están determinados de forma fundamental por la especulación financiera. Los llamados “ataques de pánico” se producen en esa alienación y son un límite de reaparición del
cuerpo, borrado e inexistente en sus dimensiones múltiples y en el relieve en el que respira. Es
achatado una y otra vez en el plano de los directorios corporativos, en las contabilidades, en los
diseños publicitarios o en las oficinas de desarrollo de recursos humanos. Esa bidimensionalidad
niega al cuerpo que Freud se encargó de escuchar, dándole nuevamente relieve en la invención
del concepto de pulsión. Los cuatro elementos de la pulsión dan cuenta de las cuatro dimensiones
en los que ese concepto hace su lengua de expresión. El cuerpo se recorre a sí mismo en cuatro
dimensiones, y se “aplasta” en dos, según el capitalismo contemporáneo. Esa es su alienación, en
los términos de la acumulación de capital, y de garantizar las tasas de rentabilidad de las
corporaciones mundiales. La vida humana, en esas condiciones, es objeto de desprecio, y
adquiere, ese desprecio, distintas formas, más o menos sutiles, o directamente manifiestas. A eso
denominamos el poder concentracionario que, cuando estalla, desata la angustia, que no procura
ninguna solución, sino la búsqueda desesperada de regreso al “redil” del poder concentrador,
haciéndose objeto, el individuo, de la “utilidad” tranquilizadora. El estallido produce un
vaciamiento que, si es controlado y no daña, luego permite reiniciar el proceso de “llenado” para
finalmente recomenzar la alienación. Los individuos se “desesperan” por reincorporarse a ese
circuito sin darse cuenta que es de ese modo en que se inmolan en una suerte de “fanatismo”
velado, de fundamentalismo capitalista, que los convierte en fusibles posmodernos. Freud descubre la corporeidad enterrada, arqueologizada en los diseños de la rentabilidad
capitalista. Recupera el discurso de un amor Real, que es el amor de transferencia, y recupera para
el individuo la potencia de la finitud, lo cual lo enfrenta con aquello que más teme: la vida en serio,
la conciencia de vivir, el “hacer consciente lo inconsciente”, es decir, las huellas de una infancia
indestructible que “sobrevive” en las voces y en los visto plasmado en la carne, en la corporeidad
pulsional. La infancia es el poema del hombre, un poema que hay que volver a recitar, y ese es el
entretejido de un psicoanálisis. El analista es quien está capacitado para “leer” el poema de la
infancia del sujeto que se escribe en cada ocasión de manera distinta. Solo basta leer para que se
relance lo humano y se desacople de la bidimensionalidad pura de los programas de diseño
corporativo. El fundamento freudiano es que inicia el proceso por el que se descubre el verdadero
idioma de la existencia humana. Esa lengua no se despliega en los planos, sino en los cuerpos, y en
el recorrido de sus torsiones, transformaciones, giros, reposicionamientos, cortes y montajes. La
lengua actúa en la carne dándole espacialidad-temporal, y en esas cuatro dimensiones se proyecta
las formas en que Lacan va formalizando los descubrimientos Freudianos, sus intuiciones potentes,
sus anticipaciones científicas. Una lengua de lo humano. Lacan, para entender esa lengua y para
hacer legible el modo en que funciona utiliza la topología. La topología es el lenguaje del poema y
el lenguaje de los cuerpos. El analista habla y entiende en esa lengua. El analista “descubre” que esa alienación no se hace separación, en la lógica del estallido
capitalista deshumanizante. Esa alienación se hace estallido catastrófico, luego de una
acumulación portentosa. La salida es el estallido. Y el pánico. Es la lógica mediática llevada al
paroxismo.