
24/06/2025
Había una anciana llamada Doña Rosa que vivía en un rincón olvidado del campo. Su cabello blanco era como la escarcha que cubría los campos al amanecer, y sus manos, surcadas por arrugas profundas, eran testigos de una vida dedicada a la tierra. No había día en que no estuviera haciendo algo: sembrando, regando, o recogiendo los frutos de lo que había plantado meses antes.
Desde que tenía memoria, su vida había girado en torno al campo. Mientras el mundo parecía moverse más rápido con teléfonos y máquinas que lo hacían todo, Doña Rosa seguía confiando en la fuerza de sus manos, en el ritmo de las estaciones y en la sabiduría que le había enseñado su madre, quien también había labrado la tierra antes que ella.
No tenía familia cercana. Sus hijos, como muchos otros, se habían ido a la ciudad buscando mejores oportunidades, dejando atrás los campos que alguna vez les dieron de comer. Aun así, Doña Rosa no los culpaba. Comprendía que el mundo había cambiado, pero en su corazón sabía que lo que ella hacía todavía tenía un valor inmenso, aunque pocos lo reconocieran.
Un día, un joven periodista llegó al pueblo, enviado por una revista para escribir sobre “historias de vida en el campo”. Alguien le habló de Doña Rosa y de cómo, a pesar de su edad, seguía cultivando la tierra con un amor y una dedicación que pocos entendían.
Cuando el periodista llegó a su pequeña casa, la encontró limpiando zanahorias frescas, aún manchadas de tierra. Ella lo recibió con una sonrisa amable, y él no tardó en notar algo especial en su mirada: una mezcla de cansancio y sabiduría que solo tienen quienes han vivido con los pies firmes sobre la tierra.
—¿Por qué sigue trabajando en el campo, Doña Rosa? —le preguntó el joven mientras encendía su grabadora—. A su edad, podría descansar.
Ella se quedó en silencio unos segundos, como si buscara las palabras correctas. Luego señaló un plato de sopa que estaba en la mesa.
—¿Ves esa sopa? —dijo con voz tranquila—. Ahí hay días enteros de trabajo. El maíz, las zanahorias, las papas… todo eso salió de aquí, de mi tierra. Cada plato que uno pone en la mesa tiene una historia, y yo quiero ser parte de esa historia.
El joven la miró con curiosidad.
—¿No le duele que pocas personas valoren lo que hace?
Doña Rosa sonrió, mostrando las pocas piezas de su dentadura que aún quedaban.
—¿Y tú crees que la tierra necesita que le aplaudan para dar frutos? No, hijo. Uno no siembra para que lo vean. Siembra porque es lo correcto. Porque alimentar a alguien, aunque no te lo agradezca, es un acto de amor.
El periodista se quedó sin palabras. Nunca había pensado en la comida de esa manera. La conversación continuó, y mientras hablaban, Doña Rosa le mostró su pequeño huerto, explicándole cómo cada planta necesitaba algo diferente: agua, sombra, tiempo.
Cuando el joven se fue, llevaba no solo una historia para su artículo, sino una lección que nunca olvidaría. En las manos callosas de Doña Rosa había encontrado algo que el mundo moderno a menudo olvidaba: la humildad de alimentar a otros sin esperar nada a cambio.
Días después, su artículo se publicó y llegó a miles de personas. Aunque Doña Rosa nunca lo leyó, muchos comenzaron a valorar más la comida en sus mesas, preguntándose cuántas “Doñas Rosas” había detrás de cada bocado.
Y mientras tanto, en su pequeño rincón del mundo, Doña Rosa seguía sembrando. Porque sabía que la vida, como la tierra, siempre devuelve lo que uno siembra con amor.
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