22/09/2025
Hoy domingo no cociné. Les dejé plata sobre la mesa y me fui. Que aprendan que yo también existo.
Me desperté como todos los domingos de los últimos quince años: con el sonido de los niños peleando por el control remoto y mi esposo tosiendo en la ducha. Automáticamente mis pies tocaron el piso frío y mi mente empezó a hacer la lista: desayuno, almuerzo, tender la ropa, revisar las tareas de matemáticas de Sofía, comprar lo que falta para la semana...
Pero hoy algo fue diferente.
Cuando bajé a la cocina y vi los platos sucios de anoche todavía en el fregadero —los mismos que dejé ahí esperando que alguien más los lavara por una vez—, algo hizo clic en mi interior.
—¿Mami, qué hay para desayunar? —gritó Tomás desde el sofá, sin despegar los ojos de la televisión.
—¿Dónde está mi camisa azul? —preguntó Carlos desde arriba, con ese tono que ya conozco de memoria, el que dice "obviamente tú sabes dónde está todo porque eres la administradora de esta casa".
—Mamá, no encuentro mi cuaderno de ciencias —se quejó Sofía, apareciendo en la cocina con el pelo despeinado y cara de fastidio.
Y yo me quedé ahí parada, en medio de todo, invisible como siempre.
Tomé mi cartera, saqué tres billetes de veinte y los puse sobre la mesa de la cocina. El sonido del papel tocando la madera sonó más fuerte de lo que esperaba.
—Ahí hay dinero para el almuerzo —dije, dirigiéndome hacia la puerta—. Pidan algo.
—¿Qué? ¿Adónde vas? —Carlos apareció en las escaleras, la camisa azul colgando de su brazo, con expresión confundida.
—Salgo —respondí, agarrando las llaves del auto.
—¿Pero qué vamos a comer? —preguntó Tomás, finalmente volteando a verme—. Es domingo, siempre haces milanesas los domingos.
Me detuve en el umbral de la puerta. Los miré a todos: mi esposo de cuarenta y dos años que no sabe dónde guardamos los platos; mi hijo de catorce que cree que la comida aparece mágicamente en la mesa; mi hija de once que puede resolver ecuaciones pero no puede encontrar su propio cuaderno.
—Las milanesas las pueden hacer ustedes. Los ingredientes están en la heladera, la receta está en mi cabeza hace quince años, supongo que alguna vez me prestaron atención.
—¿Estás bien? —preguntó Carlos, bajando las escaleras con esa expresión que pone cuando no entiende qué está pasando.
—Estoy perfecta —le dije—. Por primera vez en mucho tiempo, estoy perfecta. Voy a tomarme un café sola, voy a caminar por el parque, voy a recordar cómo es existir sin ser la empleada doméstica de mi propia familia.
—Pero... —empezó Sofía.
—Pero nada, amor. Ustedes son inteligentes, capaces, tienen brazos y piernas que funcionan perfecto. Hoy van a descubrir que pueden sobrevivir un domingo sin que yo sea su asistente personal.
Salí y cerré la puerta. Desde el auto pude escucharlos hablando todos al mismo tiempo, con esa mezcla de pánico e indignación que surge cuando el orden conocido se altera.
Manejé hasta el café del centro, ese que siempre miro de reojo cuando paso corriendo a hacer las compras. Me senté en una mesa junto a la ventana, pedí un cortado y una medialuna, y saqué ese libro que tengo en la mesa de luz hace seis meses sin leer.
A las dos horas sonó mi teléfono.
—¿Mami? —era la voz de Sofía—. Encontré mi cuaderno, estaba en mi mochila. Y papá encontró su camisa, estaba en el placard. Y... hicimos sándwiches para almorzar.
—Qué inteligentes son cuando se lo proponen —le dije, sonriendo por primera vez en la mañana.
—¿Cuándo volvés?
—Cuando termine mi café y mi capítulo.
—¿Estás enojada con nosotros?
Me quedé pensando. ¿Estaba enojada? No, no era exactamente eso.
—No estoy enojada, mi amor. Solo necesitaba recordarles —y recordarme— que yo también existo. Que no soy solo una máquina de hacer tareas domésticas. Que soy una persona con necesidades, con ganas de leer, de tomar un café tranquila, de existir más allá de ser su mamá y la esposa de su papá.
—¿Podemos hacerte algo rico para cuando vuelvas? —preguntó, con esa vocecita que usa cuando se siente culpable.
—Pueden ordenar un poco la casa, que sería un lindo gesto. Pero lo más importante que pueden hacer es entender que esto no fue un castigo. Fue un recordatorio.
Cuando volví a casa tres horas después, encontré la cocina ordenada, la ropa tendida y a Carlos aspirando la alfombra de la sala. Los chicos estaban haciendo sus tareas sin que nadie se los recordara.
—¿Cómo estuvo tu tarde? —me preguntó Carlos cuando entré.
—Maravillosa —le dije—. Deberíamos repetirla más seguido.
Esa noche, mientras cenábamos las empanadas que habían pedido, Tomás me dijo:
—Mami, ¿por qué nunca nos habías dicho que querías salir sola los domingos?
—Porque no debería tener que pedirles permiso para existir —le respondí—. Y porque creía que era egoísta pensar en mis necesidades. Hoy me di cuenta de que no es egoísta, es necesario.
Carlos me tomó la mano por encima de la mesa.
—Tenés razón. No nos dimos cuenta de que... bueno, de que te dábamos todo por sentado.
—A partir de ahora —dijo Sofía—, los domingos hacemos las tareas entre todos, y vos podés salir si querés.
Sonreí. No porque hubiera ganado una batalla, sino porque finalmente había encontrado mi voz. Y ellos, mi familia, habían aprendido a escucharla.
Hoy domingo no cociné. Les dejé plata sobre la mesa y me fui. Y fue el mejor domingo que tuve en años.