18/10/2025
La vida se asoma, sin aviso.
Se esfuma, sin permiso.
No concede ensayos, solo actos finales.
Un día despiertas con planes, certezas, personas…
y al siguiente, algo cambia, algo se quiebra,
algo, o alguien, ya no está.
A veces vivimos con la ilusión de la inmortalidad.
De que el tiempo nos debe algo,
cuando lo que creemos eterno es apenas un soplo que se nos presta.
El tiempo no espera.
Hay orgullos que congelan abrazos que el alma aún reclama,
y la vida se lleva a quienes creímos para siempre.
Somos una línea delgada entre el pulso y el silencio.
Entre el “todo está bien” y el “ya nada volvió a ser igual”.
Y sin embargo, seguimos.
Seguimos por instinto, por amor,
por el absurdo y hermoso deseo de seguir sintiendo algo, porque incluso en lo incierto hay vida.
Porque la fragilidad no es debilidad:
es la prueba más pura de que vivir nos atraviesa.
Cada emoción, cada pérdida, cada respiro,
es un recordatorio de que no somos dueños del tiempo,
solo huéspedes de un ahora que se disuelve mientras lo nombramos.
Quizás el secreto no está en resistirse a la impermanencia,
sino en abrazarla con dignidad.
Saber que lo que hoy nos sostiene
mañana puede ser solo un eco,
pero que mientras late, mientras arde, vale la pena seguir.
Dando lo mejor posible de nosotros.
La vida es frágil, sí.
Pero dentro de esa fragilidad hay una belleza brutal:
la de sabernos finitos y, aun así, elegir amar, crear, cuidar, sentir.
Y tal vez ahí, en ese temblor que nos hace humanos,
resida el único sentido posible:
honrar cada segundo como si supiéramos
que todo puede desaparecer en un instante.