25/07/2025
Les pasamos el editorial de nuestra última edición
ANESTESIADOS POR LA CRUELDAD Y LA INDIFERENCIA
Si hay algo que me gustaría dejarles como legado a mis hijos es la conciencia social. En otras palabras, el antídoto más efectivo contra la indiferencia y el padecimiento ajeno. Esencialmente que el dolor, las carencias o las necesidades de otros, no les pasen desapercibidas. Al fin y al cabo, el elemento mínimo e indispensable que funciona como hilo de nylon del tejido social que enmarca y contiene a nuestra sociedad. Sin embargo, esto que podría resultar una obviedad puesto en la boca de cualquier padre que se interese por el futuro de sus hijos, hoy no parece dar la talla de un legado valioso. O al menos eso es lo que se desprende de las palabras que una y otra vez pronuncia el presidente Javier Milei, y replican como loros muchos de sus seguidores.
Vale recordar que, apenas ganó las primarias, el futuro primer mandatario dio un discurso en el que dijo, sin medias tintas, que “la justicia social es una inmundicia”. Tal vez lo que más llamó la atención por entonces no fue tanto la aspereza de sus palabras, sino la ovación que las coronaron, en boca de las miles de personas que lo aplaudían enfervorizadas.
Hasta entonces se creía que la mínima obligación de un jefe de estado -tal como lo indica la Constitución en un Estado de derecho- era bregar por la justicia y la igualdad de oportunidades, para que todos los ciudadanos, independientemente de su condición social, sexual, económica o étnica, tuvieran las mismas posibilidades a la hora de expresarse y desarrollarse en la sociedad. Sin embargo, los dichos del presidente no hacen más que echar por tierra esa condición y, lo que es peor, hasta se atreve a demonizarla.
Sabido es que el sistema democrático -el mismo que tanto nos costó recuperar- se basa en el disenso y en la pluralidad de voces para, a partir del debate, construir iniciativas conjuntas tendientes a respetar las minorías y avanzar en ese anhelado sueño del bien común. Allí, alguien que piense distinto -y que por ende contribuya a enriquecer ese debate democrático- es un rival político, pero para el presidente es lisa y llanamente un enemigo al que hay que exterminar. Así lo recuerda a diario, cuando tilda de mandriles, imbéciles, eunucos, soretes, inútiles, pelotudos, ratas y parásitos mentales, entre otros epítetos denigratorios, a quienes osan no coincidir con su singular mirada política. Y si quienes se atreven a criticar alguna de sus medidas son periodistas, a la lista se suman otros agravios, tales como pauteros, basuras o ensobrados.
Lo que es más grave aún es que toda esa terminología, que luego se replica y se reproduce en las redes, se naturaliza al punto tal de ser utilizadas por las nuevas generaciones, que validan el insulto y el agravio para todo aquel que tenga una opinión distinta, abriéndole la puerta a la violencia, que se transforma en la única opción para dirimir cualquier debate.
Mientras tanto, amparado en el inexpugnable equilibrio fiscal, el presidente insiste en vetar leyes votadas por el Congreso, que intentaban hacer menos indignos los haberes jubilatorios y evitar el sufrimiento de personas con discapacidad. Lo mismo ocurre con el reclamo de los médicos del Garrahan, gracias a quienes miles de niños logran tener una vida mejor.
La grandilocuencia con la que el presidente define a su gestión, catalogándola como “el mejor gobierno de la historia”, y que utiliza para alabar a su ministro de Economía -el endeudador serial Luis Toto Caputo- enalteciéndolo como el “mejor ministro de la historia”, contrastan con una gestión a la que ni siquiera le sobra un vuelto para compensar las carencias de ancianos y discapacitados, o permitir el normal funcionamiento de la salud y la educación pública.
Tal es ese temor al disenso, que muchos de los integrantes de “las fuerzas del cielo” que apoyan a Milei, piden a gritos sacar los tanques a la calle, repartir armas y bombardear el Congreso. Tal vez la frase que define con mayor precisión la gestión del primer mandatario es aquella que pronunció a mediados del año pasado cuando, sin ponerse colorado, se enorgulleció de ser “el topo que vino a destruir el Estado desde adentro”. Y vaya si lo está logrando.
Lic. Ricardo Daniel Nicolini
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