
30/07/2025
En Adán y Eva (1507), Alberto Durero no pinta un momento: invoca un hechizo. Ante nuestros ojos se abre el Edén en su último suspiro de pureza, justo antes del estallido del pecado. Dos cuerpos perfectos se alzan, desnudos y serenos, bañados por una luz que parece surgir de su propia carne. Adán, fuerte y contenido, sostiene la rama del fresno, símbolo de la vida eterna. Eva, etérea, se inclina con gracia divina para tomar el fruto prohibido, mientras la serpiente —casi un susurro reptante— le ofrece el destino del mundo.
Durero, alquimista del Renacimiento, funde la perfección matemática del cuerpo humano con una emoción contenida que estremece. Cada músculo, cada rizo de cabello, cada sombra sobre la piel es un poema. Y alrededor, como testigos silenciosos, los animales del bosque encarnan los humores de la humanidad: el gato acecha, el ratón tiembla, el ciervo observa, la liebre se encoge.
Todo es belleza... y presagio. Un segundo antes del abismo.
Con esta obra, Durero no solo recrea el Génesis: lo hace latir. Nos sumerge en la magia de lo eterno, en el temblor de lo inevitable, y en la dolorosa maravilla de haber sido humanos desde ese primer instante.
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