23/05/2025
Corrie ten Boom fue una mujer cristiana reformada holandesa que, junto con su familia, escondió a judíos durante la ocupación n**i en la Segunda Guerra Mundial. Por su valentía, fue arrestada y enviada al campo de concentración de Ravensbrück, donde vivió el horror del mal, el dolor y la muerte. Allí, vio morir a su hermana Betsie, su compañera más amada.
Años después de la guerra, Corrie recorría el mundo predicando sobre el perdón. En una de esas conferencias en Alemania, tras compartir su testimonio, un hombre del público se acercó a ella. Le tendió la mano con una sonrisa y dijo:
“Qué maravilloso saber que nuestros pecados son perdonados, ¿no es así, señorita ten Boom?”
Corrie lo miró… y lo reconoció.
Era uno de los guardias del campo. Uno de los más crueles. Uno que había humillado a mujeres desnudas, entre ellas, a su hermana. El corazón de Corrie se congeló. El hombre seguía con la mano extendida… pero ella no podía mover la suya.
En ese instante, recordó las palabras que ella misma había repetido tantas veces:
“El perdón no es un sentimiento, es un acto de obediencia.”
Y oró en silencio:
“Jesús, no puedo perdonarlo. Dame Tú Tu perdón.”
Y así, con la fuerza que no venía de ella, extendió su mano y lo tomó entre las suyas.
Luego escribiría:
“Nunca antes sentí el amor de Dios tan intensamente como en ese momento.”
Esta historia no trata solo sobre la Segunda Guerra. Trata sobre lo que el Evangelio puede hacer en el corazón más herido.
Perdonar no es olvidar, ni justificar el mal. Perdonar es liberar el alma del veneno del rencor, confiando en que Dios es el justo juez.
Corrie nos recuerda que el amor de Cristo no es teórico.
Es tan real, que puede atravesar incluso los muros del trauma, la muerte… y darnos libertad en el acto más difícil: el perdón.
“Soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros… Así como Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros.”
— Colosenses 3:13