05/09/2025
Gracias, Beba Schtivelband por hacernos conocer esta historia tan hermosa!
En las calles húmedas de Lviv, Ucrania, donde el frío parece colarse hasta en los huesos más firmes, vivía Andriy Kovalenko, un anciano violinista. Había tocado en orquestas de teatros importantes en su juventud, cuando las luces y los aplausos eran su pan de cada día. Pero los años, la guerra y la vida misma lo habían dejado con lo esencial: un violín desgastado, una banca en la plaza y una memoria cargada de melodías que no querían morir.
Cada mañana, Andriy salía con su gorro gris y su bufanda raída, se acomodaba frente a la iglesia de San Jorge y comenzaba a tocar. Su música no era perfecta, pero tenía un temblor en las notas que hacía llorar a los más distraídos. No pedía monedas con insistencia; solo dejaba el estuche abierto, como una invitación silenciosa a quien quisiera agradecerle por traer un poco de belleza a la rutina.
Una tarde de noviembre, una niña de unos diez años se detuvo frente a él. Se llamaba Sofiya, llevaba una mochila más grande que su espalda y el cabello recogido en dos trenzas desiguales. Se quedó escuchando, inmóvil, con los ojos fijos en el arco que rozaba las cuerdas. Cuando Andriy terminó la pieza, la niña aplaudió tímidamente y dejó caer una galleta envuelta en papel.
—No tengo dinero —dijo, bajando la cabeza—, pero mamá me puso dos galletas en el almuerzo. Quiero que usted tenga una.
Andriy sonrió, sorprendido por el gesto. Tomó la galleta como si fuera un tesoro.
—Gracias, pequeña. Este regalo vale más que cualquier moneda.
Desde ese día, Sofiya comenzó a visitarlo después de la escuela. A veces llevaba pan, otras un cuaderno donde anotaba preguntas. “¿Cómo se hace para que el violín suene triste?”, “¿Cuál fue la primera canción que tocó en su vida?”. Andriy respondía con paciencia, como si cada pregunta le devolviera años de juventud.
—La música no es solo sonido —le explicaba—. Es memoria, es emoción. Un violín puede llorar, pero también puede reír.
Con el tiempo, Sofiya se atrevió a pedirle que le enseñara. Al principio, Andriy dudó. El violín era viejo, las cuerdas estaban gastadas y apenas lograban resistir el frío. Pero la insistencia de la niña lo conmovió. Así que, sentado en la banca de la plaza, comenzó a enseñarle las primeras notas. La gente que pasaba se detenía a mirar: un anciano de manos arrugadas y una niña de ojos brillantes compartiendo un violín cansado.
Los meses pasaron, y Sofiya aprendió rápido. No era perfecta, pero tenía una pasión que desbordaba. A veces, cuando Andriy estaba cansado, ella tomaba el arco y tocaba por él, devolviéndole las melodías como si fueran un espejo.
Un día, Sofiya llegó con una caja en las manos. Dentro había un violín nuevo, sencillo, pero brillante.
—Lo compramos con mi mamá. No es caro, pero pensé que usted debería tener uno mejor.
Andriy no pudo hablar. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Tomó el violín, lo acarició como quien recibe un hijo y luego le devolvió el arco a la niña.
—Entonces tocaremos juntos —dijo con voz entrecortada.
La plaza se llenó de música ese día. La gente se reunió alrededor, algunos grabaron con sus teléfonos, otros simplemente escucharon en silencio. No era una orquesta, pero sonaba como si todo el frío de la ciudad se derritiera en esas cuerdas.
Con el tiempo, Sofiya siguió estudiando música. Andriy se convirtió en su mentor y, aunque los años le pesaban, sentía que había encontrado un legado: alguien que llevaría sus notas más allá de las plazas, más allá del invierno.
“Mientras alguien toque, nunca estaré del todo muerto”, pensaba.
Y así fue: el violín de Andriy, en las manos de Sofiya, siguió resonando, como un puente invisible entre el ayer y el mañana.