23/08/2025
El Hombre Frío
En un barrio antiguo de Santa Fe todos conocían a un hombre extraño, al que nadie se le acercaba. Siempre solo, siempre de noche, con bufanda, gorra y unos anteojos antiguos que brillaban a la luz tenue. Tenía un aire elegante, sofisticado… pero jamás habló con nadie. Los chicos lo temían, y en voz baja los vecinos le pusieron un nombre que lo acompañó para siempre: El Hombre Frío.
En invierno aparecía con frecuencia, pero en verano casi nunca se lo veía. Una sola vez alguien juró cruzárselo en pleno calor, pero después desaparecía sin dejar rastro. Era como si en esa época del año simplemente no existiera.
Su casa, hermética y cerrada, parecía abandonada, salvo por la presencia ocasional del hombre entrando con bolsas llenas de latas. Nunca más que eso.
Hasta que un verano ocurrió lo inesperado. Un perro callejero logró entrar a la vivienda. Durante días se lo escuchó llorar, gimotear, lanzar alaridos de terror que helaban la sangre. Nadie se atrevía a entrar, y con el paso de las noches, el lamento fue apagándose hasta quedar en silencio. El hedor que salió después fue insoportable, y los vecinos creyeron que el Hombre Frío había mu**to.
La policía irrumpió. Adentro encontraron un aire húmedo y pesado, con la cocina repleta de latas abiertas. Al fondo, una habitación trabada desde adentro. Cuando la derribaron, esperaban encontrar un cadáver.
En un pequeño patio interno, dos agentes se toparon primero con el origen del hedor: el cuerpo del perro callejero. Estaba en avanzado estado de putrefacción, hinchado, con la piel abierta y los huesos empezando a asomar. El hallazgo estremeció a los policías, que sabían que todavía les quedaba encontrar al dueño de la casa.
Pero lo que vieron no lo pudieron contar sin estremecerse.
En una cama angosta, de una plaza, yacía el Hombre Frío. Estaba envuelto en lo que parecía una sábana pegajosa, pero que al acercarse se notaba como un capullo tejido alrededor de su cuerpo. Su rostro estaba chupado, casi como un esqueleto, con la piel mimetizada con aquella tela viscosa. Sus ojos, negros y consumidos, permanecían cerrados, como si durmiera profundamente. Su piel se desprendía a pedazos, como si estuviera mudándola lentamente.
Según los testimonios de los policías, uno de ellos se atrevió a tocar el capullo. En ese instante, el Hombre Frío reaccionó apenas: una sola respiración. Durante todo el tiempo que los policías estuvieron dentro, apenas respiró dos o tres veces, como si estuviera atrapado en un sueño letárgico, profundo y extraño.
Nadie sabía qué hacer. La forma del cuerpo, la transformación de la piel, los movimientos mínimos, los ojos hundidos… todo parecía apuntar a algo que no era del todo humano. Algunos testigos dijeron después que les recordó a un insecto que hiberna, un híbrido imposible entre hombre y otra criatura.
No dejaron constancia oficial de lo que pasó. Nadie supo qué hicieron después: si lo trasladaron, si lo taparon, si lo dejaron allí. Lo cierto es que, tras aquella noche, el Hombre Frío desapareció para siempre.
El caso quedó envuelto en rumores. Los vecinos dicen que los policías jamás se animaron a describir lo que realmente vieron. Solo se repite una frase entre murmullos:
—El Hombre Frío no estaba mu**to… estaba invernando.
Y desde entonces, en las noches de invierno, de vez en cuando se escucha el aleteo de unas alas, como algo chocando en la oscuridad. Nadie se atreve siquiera a salir a juntar la ropa en la cuadra… porque cualquiera podría sentir, en ese instante, que algo acecha justo fuera de la puerta, rozando la oscuridad con su presencia.