F.M. Alternativa

F.M. Alternativa Exégesis y Teología Bíblica Evangélica

02/08/2025

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Agosto 2, 2025

Plan de lectura bíblica diaria:
Día 214 — Leer Isaías 17-22

🤔 ¡INIMAGINABLE… PERO POSIBLE!

«Pues el Señor de los Ejércitos Celestiales dirá: "Bendito sea Egipto, mi pueblo; bendita sea Asiria, la tierra que yo hice; bendito sea Israel, mi posesión más preciada"» (Is 19:25 NTV).

La profecía proclamada por Isaías en el siglo VIII a.C. es verdaderamente asombrosa. No solo revela el futuro glorioso del plan redentor de Dios, sino que también pone en evidencia su carácter amoroso, paciente y perdonador. En ella se describe una alianza internacional sin precedentes, formada por tres antiguas potencias que un día estuvieron separadas por el odio, la guerra y la idolatría: Egipto al sur, Asiria al norte, e Israel justo al centro. Juntas, estas naciones no solo coexistirán en paz, sino que cooperarán activamente en la promoción del conocimiento y la adoración al único Dios verdadero.

En ese «gran día del Señor», cuando Jesús de Nazaret —el glorioso Retoño del linaje de David— reine sobre la tierra, se abrirá una súper carretera que conectará estos tres territorios, facilitando una libre y multitudinaria movilidad de peregrinos, adoradores y pueblos enteros que fluirán hacia Jerusalén como un río de naciones sedientas de verdad y justicia. ¡Qué escena tan grandiosa y conmovedora!

Ahora bien, para los oyentes del profeta Isaías, esa visión debió haber parecido un sueño remoto, incluso absurdo. Asiria y Egipto eran entonces imperios brutales, enemigos acérrimos de Israel, responsables de saqueos, deportaciones, esclavitud y devastación. Y aún hoy, las naciones modernas que ocupan esos antiguos territorios —Irak, Siria, Turquía, Irán y Egipto— se mantienen, en su mayoría, como regiones adversas al evangelio, endurecidas por ideologías religiosas, conflictos y persecuciones. Pero, ¡no hay imposibles para el Espíritu Santo!

Jesús mismo nos enseñó que el Espíritu de Dios es como el viento: no sabemos de dónde viene ni a dónde va, pero lo cierto es que sopla con poder, llevando vida, luz y salvación a los rincones más oscuros del mundo. ¡Y lo seguirá haciendo! Según Isaías, llegará el día en que cinco ciudades egipcias se volverán al Señor, hablarán hebreo —la lengua del pueblo escogido— y levantarán un altar en medio de Egipto en honor al Dios de Israel. Una transformación cultural y espiritual completa.

Esto no solo implica conversión personal, sino también reconciliación entre naciones, redención de la historia y sanación de viejas heridas. Es un anticipo de ese Reino de paz universal que será plenamente establecido con el regreso glorioso de Cristo. Por ello, no debemos perder la esperanza ni dejar de orar por los pueblos que aún viven en tinieblas. Como dice el Salmo 96:2-3: «Canten al Señor, alaben su nombre, anuncien día tras día su victoria. Proclamen su gloria entre las naciones, sus maravillas entre todos los pueblos».

Dios aborrece el pecado, la incredulidad y la idolatría, pero ama intensamente al pecador, sin importar su nacionalidad, historia o religión. Ama al asirio, al egipcio, al israelita, al europeo, al latinoamericano y al africano. Su corazón late por las naciones y su deseo es que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.

Así que, ¡cantemos al Señor! Bendigamos su nombre y compartamos su Palabra. Oremos fervientemente por aquellos que viven en tierras hostiles al evangelio, para que los hijos de la luz —nuestros hermanos en Cristo que viven allí— brillen con más fuerza que nunca y, con su testimonio, aceleren el cumplimiento glorioso de esta antigua, poderosa y esperanzadora profecía.

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

01/08/2025

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Agosto 1, 2025

Plan de lectura bíblica diaria:
Día 213 — Leer Isaías 12-16

🪃¡SE LES DEVOLVIÓ LA JUGADA!

«Isaías, hijo de Amoz, recibió el siguiente mensaje acerca de la destrucción de Babilonia» (Is 13:1 NTV).

A Nabucodonosor, rey de Babilonia, Dios lo llamó sorprendentemente «mi siervo» (Jr 27:6), no porque fuese un hombre piadoso, sino porque cumplió —aunque sin saberlo— un propósito divino: ejecutar los juicios de Dios contra el pueblo de Judá, que se había desviado tras la idolatría y persistía en su rebelión. Bajo su mandato, el ejército babilonio invadió repetidamente el territorio de Judá y sitió Jerusalén en tres ocasiones (605, 597 y 586 a. C.). En cada campaña, saqueó los tesoros del templo, derribó murallas, destruyó hogares, y deportó a miles de judíos, incluyendo nobles, artesanos y jóvenes prometedores como Daniel y sus amigos.

Pero aunque Nabucodonosor fue instrumento de Dios, esto no lo eximía de responsabilidad moral. Los babilonios actuaron con brutalidad desmedida. Se dejaron llevar por la arrogancia, la violencia y la codicia, tratando al pueblo conquistado con crueldad despiadada. En lugar de reconocer que su victoria venía del Altísimo, se envanecieron, adjudicándose todo el mérito. Se jactaban de sus conquistas, sin dar gloria al Dios verdadero, como si fueran invencibles e intocables.

Sin embargo, Dios aborrece la soberbia. Y el mismo Dios que usó a Babilonia como vara de corrección, también prometió castigar su altivez. El profeta Isaías y otros anunciaron que «el Día del Señor», un día terrible de juicio, se acercaba para los caldeos. Los medos, un pueblo valiente, fuerte y justo en su determinación, serían levantados como el nuevo instrumento de justicia. Marcharían con ímpetu sobre la tierra de Sinar (nombre antiguo de Babilonia), y la devastarían sin compasión. Ni los ancianos, ni las mujeres, ni los niños serían perdonados, porque Dios juzgaría con fuego su soberbia, su idolatría y su crueldad.

Babilonia, la perla del oriente, la joya del orgullo caldeo, la gran capital de jardines colgantes y zigurats imponentes, sería convertida en un desierto. Así como Sodoma y Gomorra fueron borradas del mapa por el juicio divino, así también Babilonia caería... y no volvería a ser habitada jamás. De ser el centro de la civilización, pasó a ser un símbolo eterno de la caída del orgulloso.

Jesús de Nazaret, siglos después, reafirmó este principio de justicia divina con palabras claras y contundentes: «Pues serán tratados de la misma forma en que traten a los demás. El criterio que usen para juzgar a otros es el criterio con el que se les juzgará a ustedes» (Mt 7:2, NTV).

Los babilonios cosecharon lo que sembraron. Juzgaron sin misericordia... y así fueron juzgados. Fueron crueles... y la crueldad los alcanzó. Es una ley espiritual que atraviesa generaciones: quien siembra con lágrimas de compasión, cosecha con gozo; pero quien siembra injusticia, cosecha ruina.

Jesús nos llamó a un camino distinto. Nos enseñó a ser misericordiosos, tal como nuestro Padre celestial es misericordioso (Lc 6:36). Porque el Reino de Dios no se edifica con opresión, sino con justicia, compasión y verdad. Cada vez que elegimos perdonar, ayudar o ser humildes, estamos sembrando semillas de bendición que darán fruto... ¡en esta vida y en la eternidad!

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

31/07/2025

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Julio 31, 2025

Plan de lectura bíblica diaria:
Día 212 — Leer Isaías 8-11

🌿 ¡VIENE UN RENUEVO DE ESPERANZA!

«Del tocón de la familia de David saldrá un brote, sí, un Retoño nuevo que dará fruto de la raíz vieja» (Is 11:1 NTV).

El profeta Isaías, con voz firme y autoridad divina, proclamó la inminente destrucción de la ciudad de Samaria y de todo el reino del norte: Israel. El juicio venía directamente de Dios. El Señor, en su justa ira, levantó al rey Salmanasar de Asiria —un monarca pagano pero poderoso— como su herramienta para ejecutar el castigo sobre una nación rebelde y endurecida. A pesar de no conocer al Dios de Israel, Salmanasar fue llamado por el mismo Yahweh: «mi instrumento» (Is 10:5). Así, el poderoso ejército asirio descendió como una impetuosa y destructiva inundación del río Éufrates, arrasando ciudades, pueblos y aldeas. Nada quedó en pie. El terror asirio fue absoluto y no hubo rincón de Israel que escapara al desastre.

Pero en medio de esa oscura y amarga realidad, Isaías también proclamó una palabra de consuelo, una promesa radiante que atravesaba las sombras del juicio. El mensaje de Dios no se detuvo en la destrucción. Anunció un tiempo de restauración gloriosa. Después de la ruina, vendría la esperanza; tras la desolación, brotaría vida.

Dios levantaría un Retoño del tronco de Isaí, es decir, un descendiente de David. No sería un rey común, sino un Siervo fiel, lleno de sabiduría, con discernimiento justo y corazón humilde. Sobre él reposaría el Espíritu del Señor: espíritu de sabiduría, de inteligencia, de consejo, de poder, de conocimiento y de temor de Dios. Con él llegaría una nueva era de justicia y equidad. Defendería al oprimido, juzgaría con verdad al necesitado, y con el aliento de su boca acabaría con la maldad. Su Palabra tendría poder para estremecer a las naciones.

Pero las promesas no terminan ahí. Isaías describe un escenario casi paradisíaco, donde se restablecerá la armonía original entre el ser humano y la naturaleza. El lobo y el cordero convivirán sin violencia, el leopardo dormirá junto al cabrito, el becerro y el león compartirán el pasto, y un niño pequeño los guiará. Incluso el bebé jugará seguro junto a la cueva de la cobra y meterá la mano en el nido de víboras sin ser dañado. Es la imagen de un mundo redimido, donde la creación entera será restaurada bajo el gobierno de este Retoño mesiánico.

En ese glorioso día —dice el profeta—, la tierra estará llena del conocimiento del Señor como las aguas cubren el mar. Las naciones buscarán la guía del heredero del trono de David y hallarán en él reposo. Dios extenderá su mano poderosa por segunda vez para reunir a su pueblo disperso por el mundo. Atraerá de vuelta al remanente fiel desde los rincones más remotos de la tierra: Asiria, Egipto, Cus, Elam, Babilonia, Hamat y hasta las islas lejanas del mar.

Los antiguos enemigos, Israel y Judá, dejarán atrás sus celos y rivalidades. Se reconciliarán como hermanas y marcharán unidas hacia la victoria, sometiendo a sus enemigos, no por violencia sino por el poder del Señor. Así como el pueblo de Israel fue liberado de Egipto siglos atrás, ahora también regresarán los desterrados, redimidos por la gracia divina.

Esa figura prometida, ese Retoño del linaje de David, no es otro que Jesús de Nazaret, el Mesías esperado. Su primera venida fue humilde, pero su regreso será majestuoso. Ese «Día del Señor» se avecina. Será un día de gozo indescriptible para quienes le esperan con fe, pero de juicio severo para los impíos que endurecen su corazón.

En ese día, el león y el niño jugarán en la pradera, el rico y el pobre compartirán la mesa sin distinción, las naciones del norte y del sur vivirán en armonía, y la gracia y la justicia se besarán, como dice el salmista. La verdad y la paz reinarán para siempre. La historia terminará como comenzó: con Dios habitando con su pueblo en perfecta comunión.

¡Ojalá ese día fuera hoy! Pero mientras tanto, vivamos esperándolo con fe ardiente, con los ojos puestos en el Retoño prometido: su majestad real, Jesús de Nazaret.

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

30/07/2025

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Julio 30, 2025

Plan de lectura bíblica diaria:
Día 211 — Leer Isaías 4-7

¿CÓMO ES DIOS?

«Entonces dije: “¡Todo se ha acabado para mí! Estoy condenado, porque soy un pecador. Tengo labios impuros, y vivo en medio de un pueblo de labios impuros; sin embargo, he visto al Rey, el Señor de los Ejércitos Celestiales”» (Is 6:5 NTV).

La gloriosa visión que tuvo el profeta Isaías de Yahweh, sentado en su majestuoso trono celestial, marcó un antes y un después en su vida y ministerio. Aquel suceso extraordinario tuvo lugar «el año en que murió el rey Uzías» (740 a. C.), un punto de referencia histórico que coincidió con un momento crítico en la vida espiritual de Judá.

Isaías contempló el borde del manto del Señor llenando el templo con su majestad, mientras serafines poderosos lo asistían, proclamando a viva voz: «¡Santo, Santo, Santo es el Señor de los Ejércitos Celestiales! ¡Toda la tierra está llena de su gloria!». Era una escena tan sobrecogedora que Isaías creyó que había llegado su fin. Consciente de su pecado y de su indignidad para estar en la presencia del Dios tres veces santo, temió ser fulminado en el acto. Sin embargo, ocurrió algo inesperado: uno de los serafines voló hacia él, llevando un carbón encendido del altar, lo tocó en los labios y declaró: «Mira, esto ha tocado tus labios; tu culpa ha sido quitada y tu pecado ha sido perdonado».

Aquel acto simbolizaba la purificación divina, una acción que venía del cielo y no del mérito humano. Solo cuando el pecado es tratado por Dios, uno puede estar en condiciones de oír su voz y responder a su llamado.

Fue entonces cuando Isaías escuchó al Señor preguntar: «¿A quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros?». Sin dudarlo, Isaías respondió: «Aquí estoy yo. ¡Envíame a mí!».

Esa disposición obediente marcó el inicio de un ministerio desafiante, lleno de oposición, incomprensión y dolor. Isaías fue enviado a predicar a un pueblo de corazón endurecido, que se negaba a escuchar la voz de Dios y prefería seguir caminos de idolatría, injusticia y autosuficiencia. A pesar de los múltiples cuidados y bendiciones de parte de Dios, Judá no correspondió con amor ni produjo frutos dignos de arrepentimiento. El corazón del pueblo estaba cautivo por el pecado y resistía el amor divino.

Y aquí surge una pregunta crucial: ¿Podemos ver a Dios en la actualidad? La respuesta bíblica es un sí rotundo, aunque con una claridad mayor: ya no a través de visiones pasajeras o símbolos celestiales, sino en la persona misma de Jesucristo. El apóstol Juan escribió: «A Dios nadie lo ha visto jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer» (Jn 1:18).

Esto significa que todas las manifestaciones divinas previas —por sublimes que hayan sido— palidecen ante la revelación plena y definitiva que Dios nos ha dado en su Hijo. Jesús no solo nos habló de Dios: es Dios hecho carne. Él es el rostro visible del Dios invisible. Quien ha visto a Jesús, ha visto al Padre.

La carta a los Hebreos confirma esta verdad: «Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en el pasado… en estos últimos días nos ha hablado por el Hijo» (Heb 1:1-2). ¡Y qué forma de hablar! No solo con parábolas o sermones, sino con gestos, acciones y entrega total: bendijo a los niños, abrazó a los leprosos, confrontó a los hipócritas, alimentó multitudes, perdonó pecados y sanó enfermos. Cada paso de Jesús sobre la tierra es una página viva del carácter de Dios.

Por eso, si deseas conocer a Dios de forma auténtica y personal, no necesitas buscar visiones espectaculares ni señales místicas. Solo necesitas mirar a Jesús, seguir sus pasos, escuchar sus palabras, y abrir tu corazón a su amor. Él es el camino al Padre, la verdad encarnada y la vida que transforma.

¿Lo has visto ya? No con los ojos físicos, sino con los ojos del alma. Porque quien lo ve con fe, nunca vuelve a ser el mismo.

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

29/07/2025

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Julio 29, 2025

Plan de lectura bíblica diaria:
Día 210 — Leer Isaías 1-3

🏛️ ¡DE PR******TA A CIUDAD FIEL!

«Vengan ahora. Vamos a resolver este asunto —dice el Señor—. Aunque sus pecados sean como la escarlata, yo los haré tan blancos como la nieve. Aunque sean rojos como el carmesí, yo los haré tan blancos como la lana» (Is 1:18 NTV).

El profeta Isaías ejerció su ministerio en Jerusalén, capital del reino de Judá, durante los reinados de Uzías, Jotam, Acaz y Ezequías, aproximadamente entre los años 792 y 686 a.C. Fue un tiempo crítico y sombrío, en el que el pueblo de Judá tocó fondo en términos espirituales, morales y sociales. La nación, otrora bendecida y distinguida por su fidelidad a Dios, había caído en un estado deplorable de corrupción, injusticia y rebelión generalizada.

Desde el palacio real hasta el templo, desde los gobernantes hasta el pueblo común, todos habían abandonado el camino del Señor. Los líderes políticos abusaban del poder, los religiosos habían desviado el culto genuino, y la sociedad entera se revolcaba en la maldad. Jerusalén, que alguna vez fue reconocida como símbolo de justicia entre las naciones, ahora se comportaba como una ra**ra infiel. Sus calles estaban llenas de violencia y crimen. No había nada sano en la ciudad: era como un cuerpo enfermo de pies a cabeza, lleno de heridas, llagas y podredumbre espiritual.

Judá había ignorado al Dios que la formó, despreciando su cuidado y sus muchas advertencias amorosas. Se había hecho adicta al pecado, sedienta de injusticia, rebelde contra su Redentor. El país yacía en ruinas; sus ciudades habían sido incendiadas; sus campos, saqueados por enemigos que actuaban impunemente. Dios permitió esta situación no por crueldad, sino como un llamado urgente al arrepentimiento.

La descomposición espiritual era tan alarmante, que el profeta comparó a Jerusalén con Sodoma y Gomorra, dos ciudades destruidas por su maldad. Lo más escandaloso es que, mientras tanto, el pueblo continuaba presentando sacrificios, ofrendas y celebrando festividades religiosas, creyendo erróneamente que eso bastaba para agradar a Dios. Pero el Señor no se deja impresionar por apariencias: aquellos rituales le resultaban repulsivos. Eran un insulto, no una adoración. La religiosidad vacía, sin arrepentimiento ni obediencia, no tiene ningún valor ante el Creador.

Y, sin embargo, Dios no se dio por vencido con su pueblo. Por medio de Isaías, ofreció una posibilidad de restauración: quería devolverle a Jerusalén su antiguo esplendor, haciendo de ella una vez más una «Ciudad Fiel», llena de justicia y dirigida por jueces íntegros y consejeros sabios. Pero había una condición ineludible: el pueblo debía arrepentirse sinceramente de sus pecados. Isaías describió esos pecados con colores intensos —escarlata y carmesí—, símbolos de culpa notoria y profunda. Sin embargo, también proclamó una promesa deslumbrante: «Si se arrepienten, sus pecados serán tan blancos como la nieve; si se vuelven a mí, serán como lana pura» (Is 1:18).

Esta es una noticia prominente y vigente: ¡hay esperanza para el pecador!
Dios no desea la muerte del impío, sino que se convierta y viva. A través de Jesucristo, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, tenemos acceso a un perdón total y definitivo. Su sangre derramada en la cruz es más poderosa que cualquier mancha de pecado. Si confiesas tus faltas con humildad y fe, Dios te perdona al instante, te limpia completamente y te concede una nueva vida.

Tal como Jerusalén pudo pasar de la deshonra a la restauración, tú también puedes ser transformado de una historia de fracaso a una historia de gracia. Lo viejo pasará, y todo será hecho nuevo. Él no solo te limpia: te renueva, te adopta como hijo o hija, y te regala una vida abundante que no termina, sino que apenas comienza.

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

28/07/2025

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Julio 28, 2025

Plan de lectura bíblica diaria:
Día 209 — Leer Cantares 5-8

💕 ¡CANTAR CON EL ALMA Y AMAR CON EL CUERPO!

«Mi amado es trigueño y deslumbrante, ¡el mejor entre diez mil!» (Cnt 5:10 NTV). «¿Quién es esa, que se levanta como la aurora, tan hermosa como la luna, tan resplandeciente como el sol, tan majestuosa como un ejército con sus estandartes desplegados al viento?» (Cnt 6:10 NTV).

El Cantar de los Cantares —también conocido como Cántico de los Cánticos— es un extraordinario poema hebreo que celebra con exquisita belleza el amor romántico y físico entre un hombre y una mujer. Lejos de ser vulgar o mundano, este libro sagrado exalta la intimidad conyugal como una maravillosa creación divina, un regalo precioso que Dios ha concedido para ser disfrutado sin culpa y con gozo dentro del marco del matrimonio.

A lo largo de sus líricos versos, se despliegan al menos tres aspectos fundamentales de la intimidad amorosa:

1. La intrepidez del amante y la hermosura de la amada: Ambos protagonistas expresan sin temor lo que sienten y desean, sin máscaras ni reservas. Se buscan y se encuentran con pasión y ternura.

2. El aroma del ambiente amoroso: Las fragancias de perfumes, flores y mirra evocan la atmósfera íntima donde el amor florece, no solo como acto físico, sino como experiencia estética y espiritual.

3. La poesía del afecto: Piropos sinceros, caricias apasionadas y palabras encantadoras nutren la relación, avivando la alegría mutua y el deleite conyugal como si se tratara de una danza sinfónica del alma y el cuerpo.

El s**o no es una invención humana ni un tabú impuro, sino una idea sublime nacida en la mente del Creador. Dios diseñó el placer íntimo con propósito, belleza y profundidad. En el lecho matrimonial —ese jardín sagrado— esposo y esposa están llamados a abrir de par en par las compuertas de su alma, para que el caudal de sentimientos y emociones riegue generosamente la pradera del amor compartido.

El lecho conyugal, lejos de ser un rincón oscuro o clandestino, es un lugar fecundo, digno y elevado, donde:

Se despiertan las emociones más profundas del ser humano.

Se inspira el arte de amar con belleza, ternura y respeto.

Se fertiliza la relación con risas, suspiros, gozo y complicidad.

Se promueve la confianza, el respeto mutuo y el compromiso para construir juntos el porvenir. Y sí, también se da inicio a la milagrosa travesía de crear nueva vida.

Los protagonistas de esta saga amorosa —un joven apasionado y una joven encantadora— se prodigan palabras tan poéticas y bellas que pareciera que desgastaron el diccionario del amor. Él la galantea con ramos de metáforas, y ella le responde con una cascada de elogios. Él describe con delicadeza y asombro cada parte del cuerpo de su amada: sus ojos brillantes, su piel radiante, sus labios dulces, su cabello fragante, sus pechos, manos, caderas y piernas. Ella, por su parte, exalta a su amado como un hombre apuesto, noble, valiente, apacible y digno de admiración.

Lejos de cualquier visión reduccionista o superficial, el Cantar de los Cantares nos recuerda que el amor erótico, cuando es vivido con respeto, fidelidad y ternura dentro del santo matrimonio, es motivo de honra para Dios. La noticia prominente para hoy es esta: ¡Dios se goza y se glorifica cuando una pareja casada se ama sin reservas, se desea con intensidad y se deleita mutuamente en la cama y en la vida!

El s**o no es sucio. Lo que lo ensucia es el egoísmo, la mentira y la lujuria. Pero cuando está fundamentado en el amor genuino, en el pacto matrimonial y en la voluntad divina, el acto sexual es puro, santo, profundamente humano... y divinamente bendecido.

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

27/07/2025

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Julio 27, 2025

Plan de lectura bíblica diaria:
Día 208 — Leer Cantares 1-4

😍 EL PODER DE UN BUEN PIROPO

«Toda tú eres hermosa, amada mía, bella en todo sentido» (Cnt 4:7).

En el periódico de una comunidad rural, alguna vez se publicó este insólito anuncio: «Se busca esposa con tractor. Por favor, enviar una fotografía del tractor». ¡Vaya manera tan torpe y desafortunada de buscar el amor! Aquel hombre parecía más interesado en la maquinaria agrícola que en el corazón de una mujer. Afortunadamente, el amor verdadero no funciona así. En contraste con este triste aviso, el libro «Cantar de los Cantares» —también conocido como el «Cantar de Salomón»— es una exquisita colección de poemas líricos que celebran con pasión y ternura la belleza femenina, la unión matrimonial y el placer del amor conyugal, puro, exclusivo y sublime, tal como fue ideado por Dios desde los tiempos del Edén.

¿Puedes imaginarte el rostro de Adán cuando vio por primera vez a Eva? ¡Qué lástima que no había un fotógrafo cerca para capturar ese instante y subirlo a las redes sociales! Pero sin duda, fue un momento lleno de asombro y gratitud. Hasta entonces, Adán había visto animales de todo tipo, pero ninguno era «semejante a él». De repente, ve a la mujer —hermosa, delicada, tierna, perfectamente diseñada para él— y se vuelve poeta sin haber tomado un solo curso de literatura: «¡Ahora sí! Esto es lo que estaba esperando. ¡Eres hueso de mis huesos y carne de mi carne!». En otras palabras: «¡Tú eres la que me faltaba!».

El Cantar de los Cantares es un canto apasionado que nos recuerda que el amor conyugal debe cultivarse, celebrarse y expresarse continuamente. No basta con saber que la esposa es un regalo precioso de Dios; es necesario demostrárselo a diario con palabras amorosas, gestos atentos y piropos sinceros. Los halagos no deben ser automáticos ni vacíos, sino creativos y significativos, elogiando no solo su belleza exterior, sino también su dulzura, su esfuerzo, su fe, su carácter. ¡Una mujer que se siente valorada florece con alegría!

Toda esposa merece —y espera— escuchar de labios de su esposo que es amada con ternura, admirada con respeto y deseada con pasión. El esposo sabio sabe que el corazón femenino se riega con palabras dulces y gestos de afecto. Pablo Picasso solía decir: «Me enamoré de mi mujer y nunca más me volví a enamorar». Esa es la clase de fidelidad emocional que el Cantar de los Cantares impulsa: amor exclusivo, comprometido, deleitante y constante.

El libro también deja una enseñanza poderosa: el amor conyugal es una celebración santa, y el placer sexual en el contexto del matrimonio no es sucio ni prohibido, sino un regalo divino. Este canto vindica ese amor placentero en oposición a los dos extremos que lo distorsionan: El ascetismo, que desprecia el gozo físico y presenta el s**o como algo vergonzoso. Y la lujuria desenfrenada, que banaliza el s**o y lo desvincula del compromiso.

Dios diseñó la intimidad matrimonial como un acto sagrado, exclusivo del pacto matrimonial, y no como un entretenimiento sin consecuencias. Por eso, como si se tratara de una joya valiosa, el placer sexual debe guardarse en un cofre sellado: el lecho conyugal, libre de extraños y lleno de amor. Como escribió León Tolstoi: «El que ha conocido solo a su mujer y la ha amado, sabe más de mujeres que el que ha conocido a mil».

Así que, querido esposo: no escatimes piropos, caricias ni detalles. ¡Los piropos genuinos nunca empachan… siempre alimentan el alma!

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

26/07/2025

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Julio 26, 2025

Plan de lectura bíblica diaria:
Día 207 — Leer Eclesiastés 9-12

🌬️ ¡CORRER TRAS EL VIENTO O VIVIR CON PROPÓSITO!

«Aquí culmina el relato. Mi conclusión final es la siguiente: teme a Dios y obedece sus mandatos, porque ese es el deber que tenemos todos» (Ec 12:13 NTV).

El libro de Eclesiastés es una joya literaria y filosófica del Antiguo Testamento. Su título proviene del término hebreo Qohelet, que significa «el que convoca una asamblea» o, más comúnmente, «el Predicador». Este personaje, identificado tradicionalmente con el rey Salomón, emprende una profunda y sincera exploración sobre el sentido de la vida. En su búsqueda incansable por comprender el propósito de la existencia humana, reflexiona sobre todos los aspectos cruciales que conforman nuestra experiencia terrenal: la familia, el trabajo, las riquezas, el poder, el conocimiento, la justicia, la muerte y los placeres.

A pesar de su enorme sabiduría, Salomón llega a una conclusión desconcertante y amarga: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad». Es decir, todo parece efímero, vacío, fugaz… como tratar de atrapar el viento entre los dedos. Esta expresión resume el sentimiento de frustración que embarga al ser humano cuando busca sentido en las cosas terrenales sin tomar en cuenta a Dios. Ninguna de ellas —ni siquiera las más sublimes— tiene valor duradero si no están conectadas con lo eterno.

Pero Eclesiastés no se limita a una visión pesimista o nihilista. Salomón también aborda temas mucho más profundos y existenciales: el propósito de la vida, el misterio de la muerte, la justicia divina, el sufrimiento de los justos y la aparente prosperidad de los malvados, el valor del alma humana y su destino eterno, la sabiduría frente a la necedad y la desconcertante falta de sentido en un mundo que parece girar sin rumbo. Cada página es una invitación a pensar, a hacer pausa, a mirar más allá de lo inmediato y superficial.

En medio de sus cavilaciones, el Predicador reconoce que la vida, a pesar de sus enigmas, es un regalo divino. Existir es un privilegio. Respirar, amar, trabajar, reír y llorar son bendiciones, aunque muchas veces no comprendamos completamente su propósito. Como bien dijo el filósofo cristiano Søren Kierkegaard: «La vida no es un problema que debe resolverse, sino una realidad que debe ser experimentada». No todo será claro en este lado de la eternidad, pero podemos estar seguros de que Dios está al mando, incluso cuando todo parezca derrumbarse.

Al final del libro, Salomón da un giro crucial: se reafirma en su fe en Yahweh y concluye que lo único realmente valioso en la vida es temer a Dios y obedecer sus mandamientos. Esta es la verdadera sabiduría. Cuando todo lo demás se desvanece como humo, solo permanece lo eterno. Su mensaje final es como una brújula que orienta al alma desorientada: sin Dios, todo carece de sentido; con Dios, todo cobra verdadero valor.

En momentos de debilidad, incluso los más sabios pueden perder el rumbo. La mente humana es vulnerable a las dudas, a las filosofías huecas, a las ideologías engañosas. Pero si somos hijos de Dios, Él mismo nos guiará de regreso al camino correcto. Como advirtió el escritor británico G. K. Chesterton: «Lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en cualquier cosa».

La noticia prominente de hoy es que Dios sigue sentado en su trono. Nada escapa a su control: ni el caos político, ni las amenazas de guerra, ni la incertidumbre económica, ni tus conflictos personales. Si el miedo a una guerra nuclear, al futuro incierto o al sufrimiento presente sacude tu fe, no temas al maligno, teme al Dios Todopoderoso. Mira a Jesús, no apartes la mirada de su cruz. Porque allí, en el madero, está la respuesta definitiva a nuestras preguntas más profundas.

Mantente firme y sé valiente. Camina con la frente en alto y la mirada puesta en el cielo, porque la redención está cerca. Y lo que hoy parece vacío, mañana será plenitud, si tu esperanza está anclada en Cristo. Amén

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

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