F.M. Alternativa

F.M. Alternativa Exégesis y Teología Bíblica Evangélica

08/12/2025

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Diciembre 8, 2025

Plan de lectura bíblica diaria:
Día 342 — Efesios 1-3

💎 RIQUEZAS INAGOTABLES PARA EL CREYENTE EN CRISTO

«Toda la alabanza sea para Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales en los lugares celestiales, porque estamos unidos a Cristo» (Efesios 1:3 NTV).

Cuando un pecador se arrepiente genuinamente de sus pecados y deposita su fe en Jesús como su Salvador personal, recibe una bendición indescriptible. La gracia providencial de Dios —esa gracia que busca, llama, convence, salva y transforma— se derrama de manera abundante sobre él. No se trata solo de un cambio externo o de una decisión emocional, sino de una obra sobrenatural del Espíritu Santo que regenera, vivifica y coloca a la persona en una nueva relación con Dios. John MacArthur afirma acertadamente que estas bendiciones incluyen «su justicia, sus recursos, su privilegio, su posición y su poder». En otras palabras, todo lo que Cristo posee por derecho eterno, el creyente lo recibe por pura gracia. Por ello, todas las sobreabundantes bendiciones de Dios pertenecen ahora a quienes han sido hechos hijos suyos por medio de la fe en Jesucristo, para que lo que pertenece al Hijo sea también compartido con los que están unidos a Él.

La expresión paulina «en Cristo» —o sus equivalentes— aparece alrededor de treinta y cinco veces en la epístola, subrayando la posición privilegiada, segura y gloriosa que los creyentes poseen desde el instante mismo en que creyeron. Esta frase no es una figura literaria ni un simple símbolo espiritual; es una realidad legal, espiritual y eterna. Ocurrió en un punto específico de nuestra historia personal: el día de nuestra conversión. Desde entonces, ya fuimos escogidos antes de la fundación del mundo, predestinados para ser conformados a la imagen de su Hijo, santificados por el Espíritu, adoptados como miembros de la familia celestial, redimidos de la esclavitud del pecado, sellados con el Espíritu Santo de la promesa, resucitados con Cristo a una vida nueva y, sorprendentemente, sentados con Él en los lugares celestiales. Nada de esto está en proceso; todo ha sido efectuado. Cada una de estas bendiciones representa una etapa gloriosa de la obra salvadora de Dios, otorgada por su soberana misericordia y asegurada por la obra redentora de Cristo.

Dios no ha retenido ninguna bendición para sí mismo. La herencia celestial que preparó para su amado Hijo la ha extendido también hacia nosotros. Somos coherederos con Cristo y participantes de su gloria futura. ¡Qué verdad tan sublime! ¡Qué regalo tan inmerecido! ¡Aleluya! Esta realidad debería llenar nuestra alma de gozo, gratitud, reverencia y obediencia. El creyente no es un mendigo espiritual, sino un heredero del Rey; no es un esclavo del pecado, sino un ciudadano del cielo; no vive para la condenación, sino para la gloria eterna.

Por ello, te exhorto hoy, con todo el amor y la urgencia que demanda el evangelio, a tomar una decisión firme, consciente y definitiva frente a Jesucristo. Cree en Él con todo tu corazón como tu Salvador, y confiésalo públicamente como tu Señor. No sigas desgastando tu vida persiguiendo las migajas vacías y pasajeras que el mundo ofrece. Levanta tu mirada y extiende tu mano hacia las riquezas eternas e incomparables que Dios ha preparado para quienes le buscan. Arrepiéntete ahora mismo, cree sinceramente en Jesús, y experimentarás la salvación que transformará tu vida y alcanzará a tu casa. ¡Hoy puede comenzar tu eternidad con Dios!

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

07/12/2025

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Diciembre 7, 2025

Plan de lectura bíblica diaria:
Día 341 — Gálatas 4-6

🐺 ¿QUÉ LOBO ALIMENTAS? LA BATALLA ESPIRITUAL POR EL CORAZÓN

«En cambio, la clase de fruto que el Espíritu Santo produce en nuestra vida es: amor, alegría, paz, paciencia, gentileza, bondad, fidelidad, humildad y control propio. ¡No existen leyes contra esas cosas!» (Gálatas 5:22-23 NTV).

La conocida leyenda cherokee de «los dos lobos» enseña que dentro de cada ser humano se libra una batalla diaria entre dos fuerzas diametralmente opuestas. Por un lado, está el lobo negro: símbolo de nuestros impulsos más oscuros, como la ira, los celos, el egoísmo, la amargura, la violencia y el orgullo desmedido. Por el otro, está el lobo blanco: imagen de nuestras virtudes más nobles, como la compasión, la mansedumbre, la gratitud, el perdón, la pureza y la humildad. Ambos luchan por dominar el corazón, los pensamientos y la voluntad. La historia termina con una pregunta reveladora: «¿Cuál de los dos lobos ganará?». La respuesta es profunda y sencilla a la vez: «Aquel que tú decidas alimentar».

De manera muy similar, en la vida del cristiano se libra un conflicto interno constante y real entre dos naturalezas: la carne y el Espíritu. La carne —esa inclinación interna hacia el pecado heredada de nuestra condición humana caída— se manifiesta en deseos que producen inmoralidad sexual, idolatría, rivalidades, celos, envidia, ambiciones egoístas, pleitos, borracheras y una interminable lista de comportamientos que destruyen al ser humano desde dentro. En contraste, el Espíritu Santo produce un fruto totalmente diferente: amor genuino, gozo inquebrantable, paz profunda, paciencia, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio. Estas no son simples cualidades morales: son evidencias visibles de la presencia de Dios obrando en nosotros. ¿Quién vencerá dentro de ti? Exactamente el que tú decidas nutrir.

Proverbios 4:23 nos advierte con sabiduría eterna: «Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón (tu mente), porque de él brotan los manantiales de la vida». La batalla espiritual no se libra únicamente en las acciones externas, sino primero en el campo de la mente, donde se forman los pensamientos, se fortalecen los hábitos y se construyen los deseos. Si llenas tu mente de música que promueve valores contrarios al evangelio, de lecturas sensuales, de entretenimiento que normaliza el pecado, de conversaciones que alimentan la crítica, el orgullo o la ira, y de prácticas que anestesian la conciencia —como las adicciones y la búsqueda desmedida de placer— entonces inevitablemente la carne tomará control y te arrastrará hacia la derrota espiritual.

Pero si cada día nutres tu interior con la Palabra de Dios, si la lees, la memorizas, la meditas y decides aplicarla con obediencia; si te rodeas de literatura edificante, de amistades piadosas, de música que exalta a Cristo; si te reunes con la iglesia para orar, servir y adorar; si buscas la guía del Espíritu en cada decisión, entonces el Espíritu fortalecerá tu vida interior y te conducirá por el camino de la victoria, la claridad espiritual y la paz profunda.

Así que pregúntate con honestidad: ¿a qué «lobo» estás alimentando diariamente? ¿Quién dirige tu vida: el Espíritu de Dios o tus propios impulsos? La Biblia es clara: «Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz». No es un juego; es cuestión de destino. Si el pecado que habita en ti te ha llevado una y otra vez al fracaso, si te sientes atrapado, cansado o avergonzado por tus caídas, hoy es el día para volverte a Cristo. Cree en Jesús como tu Salvador, confiésalo como tu Señor, ríndele tu voluntad, y Él te levantará con poder, te limpiará, te transformará y te llenará de una paz que el mundo no puede ofrecer.

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

06/12/2025

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Diciembre 6, 2025

Plan de lectura bíblica diaria:
Día 340 — Gálatas 1-3

✝️ VIVIR DESDE LA CRUZ

«Mi antiguo yo ha sido crucificado con Cristo. Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Así que vivo en este cuerpo terrenal confiando en el Hijo de Dios, quien me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gálatas 2:20 NTV).

En el momento de mi conversión —mi verdadero y glorioso nuevo nacimiento espiritual—, el Espíritu Santo me unió de manera misteriosa, profunda y real a la pasión de Cristo. Esto significa que fui bautizado (o «sumergido») en su muerte, en su sepultura y en su resurrección victoriosa. Desde ese instante, quedé identificado con Cristo en todo lo que Él hizo por mí. Por lo tanto, soy justificado —declaredo justo, perdonado y reconciliado con Dios— únicamente por la gracia divina, al haber puesto mi fe en la obra vicaria y perfecta del Señor Jesucristo, y no por intentar ganar méritos cumpliendo las obras de la ley o esforzándome por agradar a Dios en mis propias fuerzas.

Ahora bien, si realmente he sido crucificado con Cristo, entonces la sentencia de muerte que pesaba sobre mi vida antigua ya fue ejecutada. Estoy mu**to al mundo, mu**to al pecado, mu**to a la esclavitud de mi carne y a las pasiones que antes me dominaban. La Biblia enseña que ya no debo responder a los estímulos pecaminosos que batallan contra mi alma; debo considerarme mu**to a ellos, del mismo modo en que un cadáver no siente apetitos, no reacciona ni responde. Esa es la postura que debo adoptar frente a las tentaciones que una vez me sedujeron.

Pero la vida cristiana no es solo una muerte al «yo» antiguo; es también el surgimiento de una vida nueva. La vida resucitada de Cristo —la que recibí por la fe en su victoria sobre la tumba— debe aflorar, crecer, madurar y dar mucho fruto en mí. ¿Cómo ocurre esto? A través de una rendición diaria al señorío de Cristo y una disciplina constante en la meditación de la Palabra. La Biblia renueva mi mente, limpia mis pensamientos, orienta mis emociones y moldea mis decisiones, hasta que Cristo sea formado plenamente en mí. Cuanto más permito que la Palabra inunde mi corazón, más evidente será la plenitud de la vida de Cristo manifestándose en mis palabras, actitudes y acciones.

Una vida llena del Espíritu Santo no es un concepto místico o complicado: es simplemente un creyente que piensa como Cristo, habla como Cristo y actúa como Cristo. De hecho, el término «cristiano» significa exactamente eso: un pequeño Cristo, alguien que refleja el carácter del Hijo de Dios. La santificación es ese proceso continuo mediante el cual el Espíritu Santo replica en mí las virtudes de Jesús: su mansedumbre, su compasión, su paciencia, su valentía, su pureza, su amor sacrificial y su obediencia al Padre. Cuando esto sucede, quienes conviven conmigo no ven solo mis esfuerzos, sino a Cristo mismo viviendo a través de mí.

Esta unión espiritual con Cristo comienza con un único paso decisivo: creer en Jesús como mi Salvador personal. No se trata simplemente de asistir a una iglesia, poseer una Biblia o contribuir con mis ofrendas. Todas estas cosas son buenas y tienen su lugar, pero ninguna de ellas puede producir vida eterna. Puedo hacerlas todas, y aun así estar mu**to en mis delitos y pecados si no he nacido de nuevo por la fe en Cristo.

Por eso, una vez más, te animo de todo corazón: cree en Jesús y confiesa su nombre como tu Salvador. Solo así experimentarás la salvación verdadera, recibirás el don precioso del Espíritu Santo y disfrutarás del regalo incomparable de la vida eterna. Nada en este mundo puede igualar ese milagro. Cristo lo hizo todo, ahora solo falta que tú creas.

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

05/12/2025

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Diciembre 5, 2025

Plan de lectura bíblica diaria:
Día 339 — 2 Corintios 11-13

AGUIJONES QUE TRANSFORMAN EL ALMA

«Y me ha dicho: "Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en la debilidad". Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo» (2 Corintios 12:9 RV95).

Al inicio de su ministerio, Pablo tuvo una experiencia celestial indescriptible: fue llevado al tercer cielo, al paraíso mismo, donde contempló y escuchó realidades tan sublimes que la lengua humana resulta insuficiente para expresarlas. Aquella revelación gloriosa no solo confirmó su llamado, sino que marcó profundamente su vida espiritual. Sin embargo, semejante privilegio también implicaba un riesgo: la tentación de la soberbia. La visión, tan extraordinaria como edificante, se convirtió en una debilidad latente, capaz de inflar su ego y desviarlo de la humildad que caracteriza a los verdaderos siervos de Dios.

Por esta razón, el Señor permitió que el enemigo lo hiriera con una «espina en la carne»: un aguijón vergonzoso, incómodo, persistente y profundamente doloroso. Pablo oró tres veces pidiendo ser librado, creyendo que sin ese estorbo podría servir mejor. Pero Dios, en vez de quitarle el problema, le dio una respuesta eterna: «Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en la debilidad». A veces, la respuesta divina no elimina aquello que nos aflige, pero revela la grandeza de Su propósito.

Conviene recordar que fue Satanás, y no Cristo, quien ofreció los reinos del mundo y su gloria. Jesús rechazó ese camino de poder y fama, y lo mismo deben hacer Sus siervos. Un ministro orgulloso es como una lámpara sin aceite: puede tener forma, pero no ilumina. Sin embargo, muchos creyentes modernos no se conforman con la gracia suficiente del Señor; anhelan también el aplauso, el prestigio y los «reinos» temporales que el mundo ofrece.

Pero así como un fondo oscuro hace que el oro resplandezca más intensamente, la fragilidad humana es el lienzo perfecto donde se revela el poder transformador de Dios. La vanidad, la soberbia y la autosuficiencia son enemigos silenciosos del crecimiento espiritual; secan el alma y contaminan el ministerio. En contraste, las debilidades, cuando son sometidas a Cristo, se convierten en instrumentos para reflejar Su gloria. Por eso, mientras los llamados «súper apóstoles» del primer siglo presumían de sus capacidades, el apóstol Pablo se gloriaba únicamente en aquello que mostraba que él no era suficiente… pero Dios sí. Insultos, privaciones, persecuciones y dificultades eran para él oportunidades para experimentar, una y otra vez, la fuerza del Señor sosteniéndolo.

Porque cuando el siervo de Dios es débil, entonces verdaderamente es fuerte, no por virtud propia, sino porque el poder divino encuentra espacio para manifestarse sin estorbos.

Por lo tanto, querido hermano, te animo a servir al Señor con espíritu humilde, sin quejas ni vanaglorias. No pienses que el evangelio brillará más por tu elocuencia, tus recursos, tus talentos, tu carisma o tu salud. La obra de Dios no depende de tus capacidades, sino de tu dependencia. Agradece, incluso, por esos «aguijones» oportunos que el Señor permite que piquen tu orgullo. Aunque incómodos, son herramientas divinas para mantenerte sobrio, humano, dócil y profundamente dependiente de Su gracia.

Esos aguijones te hacen más humilde, más sensible, más real… y, sobre todo, más parecido a Jesús de Nazaret, quien siendo Rey se hizo siervo, y siendo fuerte se hizo débil para salvarnos.

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

04/12/2025

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Diciembre 4, 2025

Plan de lectura bíblica diaria:
Día 338 — 2 Corintios 6-10

🛐 ¡HOY ES EL DÍA!

«Como colaboradores de Dios, les suplicamos que no reciban ese maravilloso regalo de la bondad de Dios y luego no le den importancia. Pues Dios dice: "En el momento preciso, te oí. En el día de salvación te ayudé". Efectivamente, el "momento preciso" es ahora. Hoy es el día de salvación» (2 Corintios 6:1-2 NTV).

Pablo defiende con firmeza y convicción la autenticidad de su ministerio, afirmando que ni él ni su equipo han dado jamás motivo de tropiezo a nadie. Su conducta, su integridad y su entrega constante constituyen la mejor evidencia de que son verdaderos ministros de Dios. No se trata solo de palabras, sino de una vida que respalda el mensaje que predican. Ellos han soportado, con entereza y paciencia, toda clase de dificultades, aflicciones, incomodidades y privaciones. En medio de azotes, persecuciones, peligros, noches sin dormir y días sin comer, nunca abandonaron su llamado, pues sabían que la causa de Cristo vale cualquier sacrificio.

Además, Pablo resalta que su ministerio no se fundamenta en estrategias humanas ni en discursos elocuentes, sino en la verdad del evangelio. Su predicación ha sido fiel, transparente y centrada en las Escrituras. Su comportamiento siempre ha reflejado la bondad, la pureza y el amor que solo pueden fluir de una vida gobernada por el Espíritu Santo. La presencia del Espíritu no solo se percibe en los milagros, sino también en el carácter, la mansedumbre y la perseverancia de quienes sirven a Dios con un corazón íntegro.

En cuanto al llamado del evangelio, la Biblia nunca utiliza la palabra «mañana» para referirse a la oportunidad de salvación. Siempre presenta la invitación divina con la urgencia del término «hoy». ¿Por qué? Porque nadie tiene asegurado un mañana. La vida humana es frágil, pasajera e impredecible. La Escritura dice que nuestra existencia es como neblina que aparece por un poco de tiempo y luego se desvanece. Por eso, resulta no solo imprudente, sino arrogante decir: «Lo haré mañana». El mañana pertenece a Dios, no a nosotros.

La gracia del Señor, sin embargo, se extiende una vez más sobre la humanidad, y ese día de gracia se llama hoy. Hoy es el día para reconciliarse con Dios. Hoy es el día para dejar atrás la indiferencia espiritual. Hoy es el día para tomar decisiones que trascienden la eternidad. Mañana puede ser demasiado tarde. Por eso, debemos vivir con diligencia, haciendo lo correcto, sirviendo a Dios y obedeciendo su voz como si no existiera un día más por delante. El Espíritu Santo está hablando hoy a tu corazón; escucha su voz, recibe su consejo, humíllate ante Él y cree en el Señor Jesucristo.

Querido amigo, si has llegado hasta este punto de la reflexión, entiende que el evangelio no es un mensaje más: es la mejor noticia que oirás en toda tu vida. Es el anuncio del amor insondable de Dios y del regalo incomparable que Él ofrece a la humanidad: la salvación por medio de su amado Hijo, Jesucristo. No rechaces su invitación. No endurezcas tu corazón. No permitas que tu oportunidad pase de largo.

Si hoy escuchas su voz, cree en el Señor Jesucristo, arrepiéntete de tus pecados y entrégale tu vida. Su promesa es firme y eterna: «Serás salvo tú y tu casa». Hoy es el día de salvación; mañana, nadie lo tiene asegurado.

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

03/12/2025

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Diciembre 3, 2025

Plan de lectura bíblica diaria:
Día 337 — 2 Corintios 1-5

🚼 EL MILAGRO DEL NUEVO COMIENZO EN CRISTO

«Por lo tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo!» (2 Corintios 5:17 NVI).

Nunca olvidaré el momento sublime en que tuve a mis hijos por primera vez en mis brazos: criaturas nuevas, únicas, benditas y cargadas de propósitos extraordinarios para sus vidas. Aquel instante quedó grabado en mi memoria como uno de los más sagrados. De manera similar —y aún más gloriosa—, cuando una persona cree en Jesucristo ocurre un nuevo nacimiento espiritual. El Espíritu Santo opera milagrosamente una regeneración interior que ningún ojo humano puede observar, pero cuyos efectos se hacen evidentes con el tiempo. Aunque por fuera seguimos luciendo igual, por dentro ha ocurrido una metamorfosis irreversible, una transformación profunda que nos cambia desde la raíz. Pasamos de ser simples criaturas de Dios a ser hijos adoptados en Cristo, conformados a la imagen de su Hijo amado. Y con esa nueva identidad, recibimos no solo el amor del Padre, sino también las riquezas, privilegios y bendiciones que pertenecen a Cristo: su justicia, su posición y hasta su misma naturaleza espiritual.

¡Wow! ¡Eso es grandioso! En el instante en que creemos en Jesús, las superabundantes bendiciones de Dios son acreditadas a nuestra cuenta. Aquel que un instante antes era un pecador perdido, condenado por su propia maldad, ahora se convierte en un heredero de Dios y coheredero con Cristo. Todo lo que pertenece al Salvador —su paz, su libertad, su gloria futura— es otorgado al creyente de manera gratuita y eterna. Este milagro es tan profundo y misterioso que ni la eternidad bastará para explicarlo completamente. Jesús lo comparó con el viento: podemos percibir su efecto, pero no comprender del todo su origen ni su destino. Así ocurre con todo aquel que nace del Espíritu: su cambio es real, visible e indiscutible, aunque la obra interna permanezca envuelta en el misterio de Dios.

Las cosas viejas quedan atrás: la blasfemia, la inmoralidad, la ira, la violencia, el egoísmo, el robo y todo estilo de vida contrario a Dios. Ahora, en Cristo, todas las cosas son hechas nuevas. El que antes maldecía, ahora bendice; el que vivía para sí mismo, ahora sirve con amor; el que caminaba en tinieblas, ahora anda en la luz; el que destruía su vida y la de otros, ahora edifica, restaura, perdona y ama. ¿Qué ocurrió en esa persona para que una oración sencilla produzca un cambio moral y espiritual tan profundo? ¡Ocurrió el nuevo nacimiento! Solo el Espíritu Santo puede transformar un corazón de piedra en un corazón sensible y obediente. Pablo mismo experimentó esta realidad: de ser un feroz perseguidor de la iglesia, pasó a ser un incansable predicador del evangelio. Un encuentro personal con Jesucristo redefinió por completo su historia, sus valores, sus metas y, sobre todo, su destino eterno.

Y tú, mi amigo, ¿ya naciste de nuevo? ¿Has puesto tu fe en Jesús como tu único y suficiente Salvador? ¿Has experimentado esa transformación radical en tu interior que solo Dios puede producir? Recuerda esta gran verdad: el que nace solo una vez, muere dos veces (la muerte física y la muerte segunda, la separación eterna de Dios). Pero el que nace dos veces —físicamente y espiritualmente— solo muere una vez, porque tiene la vida eterna asegurada.

Si deseas creer en Jesús y nacer de nuevo hoy mismo, puedes hacer esta oración con sinceridad: «Jesús, creo en ti. Perdona mis pecados. Dame tu Espíritu y obra en mí un nuevo nacimiento. Amén».

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

02/12/2025

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Diciembre 2, 2025

Plan de lectura bíblica diaria:
Día 336 — 1 Corintios 15-16

💰 INVIRTIENDO EN LO QUE CUENTA PARA LA ETERNIDAD

«Así que, hermanos míos amados, estad firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor siempre, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano» (1 Corintios 15:58 RV95).

Pablo concluye su epístola exhortando a los creyentes de Corinto a permanecer firmes, constantes e inamovibles en la fe de Jesucristo, avanzando siempre en la obra del Señor con dedicación creciente. Corinto era una ciudad vibrante y próspera, un importante centro comercial del mundo antiguo; pero su esplendor material contrastaba con su profunda decadencia moral. En ese contexto, el trabajo evangelístico era inmenso, urgente e indispensable. No había tiempo para distracciones, sectarismos ni debates inútiles. El campo espiritual estaba «blanco para la siega»; la cosecha estaba lista y debía recogerse con diligencia antes de que se perdiera.

Agustín de Hipona expresó una oración desafiante y contracultural: «Señor, si mis planes no son tus planes, destrúyelos». Con ello declaraba que no quería invertir ni un solo segundo de su existencia en proyectos que no estuvieran alineados con la voluntad de Dios. Comprendía que la vida es demasiado breve y preciosa para malgastarla en metas sin trascendencia eterna. Predicar el evangelio a toda criatura es la Gran Comisión, el corazón del propósito de Cristo para su Iglesia. Dios anhela que todos sepan que Él los ama, que envió a su Hijo a morir por sus pecados y que hoy extiende gracia, perdón y vida nueva a quienes creen.

Por eso, todo esfuerzo, toda inversión y todo sacrificio dedicado a la evangelización jamás será en vano. Cada palabra de ánimo, cada gesto de amor, cada oración pronunciada en favor de un alma perdida repercute en la eternidad. Servir en la obra misionera —sea predicando, discipulando, orando o sosteniendo la obra con generosidad— siempre es agradable a Dios y encaja perfectamente en sus planes soberanos.

Ahora bien, es necesario detenerse y reflexionar: ¿en qué estás invirtiendo tu vida, tu tiempo, tus talentos y tus recursos? ¿En tus propios planes o en los planes del Señor? La Escritura nos recuerda que «el mundo y sus deseos pasan, pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre». Vale la pena vivir para lo que no se desvanece.

Por ello, esfuérzate en tu servicio a Dios. No temas ni desmayes. El Señor está contigo: Él te fortalece, te sostiene con su mano poderosa y hace prosperar tu labor en su obra. Nunca olvides que aquello que haces para Cristo —aun cuando parezca pequeño o invisible— dará fruto abundante en su tiempo.

Corrie ten Boom lo expresó con profunda sensibilidad: «Cuando llegue al cielo, lo que más anhelo después de ver el rostro de mi Señor será ver el rostro de aquellos a quienes les hablé de Cristo». Y tú, ¿a quiénes anhelarás ver en la gloria? Que tu vida hoy siembre para que mañana haya gozo eterno.

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

01/12/2025

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Diciembre 1, 2025

Plan de lectura bíblica diaria:
Día 335 — 1 Corintios 12-14

💟 EL CAMINO MÁS EXCELENTE

«El amor es paciente y bondadoso. El amor no es celoso ni fanfarrón ni orgulloso ni ofensivo. No exige que las cosas se hagan a su manera. No se irrita ni lleva un registro de las ofensas recibidas. No se alegra de la injusticia sino que se alegra cuando la verdad triunfa» (1 Corintios 13:4-7 NTV).

Los creyentes de Corinto estaban profundamente fascinados por los dones espirituales, en especial por el don de lenguas. Consideraban que la diversidad de dones manifestados en los servicios públicos de la iglesia era evidencia de que ya habían alcanzado la plenitud del Espíritu y que, de algún modo, estaban reinando en gloria anticipada. Sin embargo, el apóstol Pablo los confronta con firmeza y ternura pastoral. Él corrige su percepción equivocada, enseñándoles que, aunque los dones espirituales son valiosos y necesarios para el crecimiento integral de la iglesia, existe un camino infinitamente superior: el amor.

Pablo aclara que el amor no es un don extraordinario reservado para algunos creyentes, sino un fruto indispensable que debe caracterizar la vida de todos los hijos de Dios. Mientras los hermanos de Corinto ponían un énfasis excesivo en el carisma, Pablo los lleva a mirar hacia el carácter. El ejercicio de un don espiritual desconectado del amor se convierte en un acto vacío, sin peso espiritual, sin propósito y sin valor eterno. La conclusión del apóstol es contundente: una persona puede poseer todos los dones, incluso aquellos más admirados y espectaculares, pero si no tiene amor, no es nada y nada aprovecha. Así de radical es el evangelio.

El culto al Señor no es una pasarela donde se exhiben habilidades ministeriales ni una competencia para medir quién posee los dones más llamativos. La iglesia no es un escenario para demostrar talento, sino una familia espiritual construida sobre el carácter de Cristo. Jesús de Nazaret, nuestro supremo ejemplo, no se destacó por realizar señales impresionantes —aunque ciertamente las hizo—, sino por amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo. Su vida reflejaba perfectamente el fruto del Espíritu: paciencia, mansedumbre, benignidad, dominio propio, gozo y, en la cúspide de todos ellos, amor.

La iglesia primitiva comprendió esta verdad. «¡Mirad cómo se aman!», decían los incrédulos con asombro, admiración e incluso santa envidia al observar la profunda unidad y solidaridad de los cristianos. No era la elocuencia, ni la capacidad de hacer milagros, ni la diversidad de dones lo que impactaba al mundo, sino la autenticidad del amor que fluía entre ellos. Por eso cabe preguntarse: ¿por qué obsesionarse con los dones cuando existe un camino más excelente, más transformador y más poderoso?

Recordemos que nosotros amamos porque Dios nos amó primero. El apóstol Juan afirma con claridad: quien no ama, no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. Si deseas amar genuinamente a tu prójimo, el primer paso no es esforzarte más, sino acudir a la fuente del amor. Debes creer en Jesucristo, experimentar su perdón y permitir que su presencia transforme tu vida desde adentro hacia afuera.

Jesús está tocando hoy a la puerta de tu corazón. Si le abres, Él entrará, cenará contigo y te dará la capacidad de amar de verdad —no con un amor humano limitado, sino con un amor divino, profundo, sacrificial y eterno. Solo entonces podrás vivir el «camino más excelente» que Pablo presentó a aquellos creyentes fascinados por los dones, pero necesitados del amor que lo llena todo y le da sentido a todo.

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

30/11/2025

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Noviembre 30, 2025

Plan de lectura bíblica diaria:
Día 334 — 1 Corintios 9-11

⚓TRES ANCLAS EN LA TORMENTA: VERDADES QUE SOSTIENEN AL CREYENTE EN LA PRUEBA

«Ustedes no han pasado por ninguna prueba que no sea humanamente soportable. Y pueden ustedes confiar en Dios, que no los dejará sufrir pruebas más duras de lo que pueden soportar. Por el contrario, cuando llegue la prueba, Dios les dará también la manera de salir de ella, para que puedan soportarla» (1 Corintios 10:13 DHH).

En este versículo aprendemos tres verdades fundamentales acerca de las pruebas que todos enfrentamos en la vida. El apóstol Pablo, con una sensibilidad pastoral admirable, nos recuerda que las dificultades no son accidentes fortuitos, sino herramientas que Dios utiliza con precisión y amor para moldear nuestro carácter.

En primer lugar, las pruebas son inherentes a la experiencia humana. No deben sorprendernos ni atemorizarnos, porque forman parte del tejido mismo de la vida. La Biblia nunca promete ausencia de dolor, pero sí presencia divina en medio del dolor. Tanto creyentes como incrédulos tenemos que enfrentarlas, pero la diferencia es que los hijos de Dios no las enfrentamos solos. El Señor permite las pruebas como una estrategia eficaz para desarrollar nuestros talentos naturales, revelar nuestras áreas débiles y motivarnos a crecer integralmente: como personas, como creyentes, como vecinos, como profesionales y en cada una de las dimensiones de nuestra existencia. Muchas veces, aquello que parece un obstáculo se convierte en el escenario donde Dios despliega Su gracia de manera más evidente.

En segundo lugar, las pruebas son hechas a la medida. El mismo Dios que nos creó conoce cada fibra de nuestro ser, y jamás permitirá que una prueba sea un milímetro más grande ni un gramo más pesada de lo que podemos soportar con Su ayuda. Él no improvisa ni experimenta con nosotros; actúa con precisión absoluta. Las pruebas son específicas para nuestras fuerzas, recursos, personalidad, historia y propósito. Confiemos en Él: Dios no se equivoca. No asignará mis pruebas a otro, ni me entregará las pruebas de alguien más. Cada dificultad lleva el sello de Su sabiduría y el diseño de Su amor. Él sabe lo que hace; Él sabe por qué lo hace.

En tercer lugar, las pruebas siempre tienen salida. Ninguna tormenta del creyente es eterna, porque Dios, en Su inmenso amor, abre caminos donde nosotros solo vemos muros. La prueba no es un callejón sin salida, sino un puente hacia una versión más madura de nosotros mismos. Él nos ofrece soluciones, escapes, fuerzas renovadas y victorias inesperadas para salir adelante. Por eso debemos confiar y descansar en Él: las pruebas no vienen para destruirnos, sino para fortalecernos, profundizar nuestra fe y capacitarnos para consolar a otros que pasarán por lo mismo.

Este versículo es, sin duda, uno de los más consoladores que los creyentes encontramos en las Sagradas Escrituras. En realidad, no somos los súper atletas de las olimpiadas de la vida; nos parecemos más a los atletas paralímpicos: avanzamos con limitaciones, complejos, debilidades y temores. Pero, tomados de la mano del Dios Todopoderoso, avanzamos con firmeza hacia la vida eterna. Él no nos mide por nuestra fuerza, sino por nuestra dependencia de Su gracia.

Confiemos en Su promesa: sin importar cómo salgamos de la prueba—tal vez cansados, golpeados o tambaleando—Dios no dejará de amarnos ni un ápice, ni nos abandonará en el camino. Su fidelidad no depende de nuestro desempeño, sino de Su carácter. Y eso basta.

¡Aleluya!

—Carlos Humberto Suárez Filtrín

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