05/05/2025
En el altiplano boliviano, donde el viento frío silba entre las casas de adobe, vivía Mateo, un niño de ojos grandes y manos pequeñas. Su madre, con el rostro marcado por la tristeza, lo había llevado hasta la humilde morada de su abuelo, Don Anselmo. Las despedidas son silencios que duelen, y la de Mateo y su madre fue un n**o en la garganta, una promesa susurrada al oído que el niño no terminaba de comprender.
Don Anselmo, de espaldas encorvadas y mirada profunda, era un hombre de silencios largos y palabras certeras. En el pueblo lo conocían por su don, una videncia que le mostraba fragmentos del futuro, susurros del destino que a veces eran una bendición y otras, una carga pesada. Sus propios hijos, los tíos de Mateo, vivían dispersos en las tierras bajas, ocupados en sus labores de campo. Las visitas eran escasas, casi olvidadas, dejando a Don Anselmo con la compañía fantasmal de sus visiones y ahora, la presencia silenciosa de su nieto.
La vida en la casa del abuelo era austera. El frío calaba los huesos, la comida era sencilla y el trabajo en la pequeña parcela, arduo para ambos. Mateo aprendió pronto el lenguaje de la tierra, el cuidado de los animales, la paciencia que exige la siembra. Pero lo que más le intrigaba eran los silencios de su abuelo, sus ojos cerrados como si miraran más allá de las paredes de barro, sus murmullos ininteligibles.
Una tarde, mientras el sol se escondía tras las montañas, tiñendo el cielo de tonos rojizos y violetas, Mateo se atrevió a preguntar: "¿Qué ves, abuelo?".
Don Anselmo lo miró con sus ojos sabios, en los que danzaba una sombra de melancolía. "Veo caminos, Matico. Caminos que se bifurcan, decisiones que se toman, ausencias que dejan un vacío."
Mateo no entendía del todo, pero sentía la tristeza en las palabras de su abuelo, la misma tristeza que había visto en los ojos de su madre al marcharse. Él también sentía ese vacío, la falta de un abrazo cálido, de una voz familiar que lo arropara por las noches.
Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses. Mateo y Don Anselmo se sostenían mutuamente en su soledad. El niño encontraba consuelo en las historias que el anciano le contaba sobre los espíritus de la montaña, sobre las estrellas que guiaban a los viajeros perdidos. El abuelo, a su vez, hallaba en la vitalidad de Mateo un eco de la juventud perdida, una razón para seguir adelante a pesar del olvido de sus hijos.
A veces, Don Anselmo tenía visiones que lo turbaban. Veía sombras alargadas sobre los campos, enfermedades que acechaban, cosechas perdidas. Nunca hablaba de ellas directamente con Mateo, pero el niño percibía su inquietud, el peso invisible que cargaba sobre sus hombros.
Una noche de luna llena, Don Anselmo tuvo una visión particularmente vívida. Vio a uno de sus hijos, el mayor, enfermo, postrado en una cama. Un escalofrío recorrió su cuerpo anciano. Esta vez, el silencio se rompió.
Con voz débil pero firme, le dijo a Mateo: "Tenemos que ir, Matico. Tu tío me necesita."
El viaje fue largo y penoso. Atravesaron senderos empinados, soportaron el frío implacable de la noche. Mateo, a pesar de su corta edad, caminaba con determinación, aferrado a la mano rugosa de su abuelo.
Cuando finalmente llegaron a la humilde choza en medio del campo, encontraron al tío de Mateo tal como Don Anselmo lo había visto: pálido y debilitado por la fiebre. La sorpresa y la culpa se dibujaron en el rostro de los otros hijos al ver a su padre, a quien habían dejado solo en las alturas.
Don Anselmo, a pesar de su edad y el cansancio del viaje, se quedó al lado de su hijo enfermo, cuidándolo con la paciencia y el amor de un padre. Mateo observaba en silencio, aprendiendo de la fragilidad de la vida, de los lazos familiares que a veces se tensan pero nunca se rompen del todo.
En esos días difíciles, algo cambió en la familia. La presencia de Don Anselmo y Mateo removió la indiferencia, despertó la conciencia dormida de los hijos. Vieron la soledad en los ojos de su padre, la fortaleza inesperada de su nieto.
El tío sanó, lentamente, al calor del hogar recuperado. Y aunque la vida en el campo seguía siendo dura, una nueva luz brilló en aquella familia. Los hijos volvieron a mirar a su padre, Mateo encontró un nuevo afecto en sus tíos, y Don Anselmo, aunque seguía viendo los caminos inciertos del futuro, sintió que uno de ellos, al menos, se había iluminado con la presencia de su nieto y el reencuentro con sus hijos. La tristeza aún persistía, como una sombra tenue, pero ahora compartida, aliviada por la esperanza de un mañana un poco menos solitario.