
07/10/2025
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Escribo desde Quito, Ecuador, a horas de terminar una deliciosa cangrejada, como parte de las actividades del proyecto La Mesa de Atacama, una avanzada chilena que une gastronomía nacional y arte, por iniciativa del Festival Cocinas del Pacífico. O sea, desde Bahía Inglesa al centro del mundo. Pese a estar bien lejos de la costa y de los 2.800 metros de altura, que saben templar muy bien el fragor del trópico, muchas familias se aperan de productos marinos cada domingo en la capital de ese país. Es tradición guayaquileña, costeña más bien, pero como los chilenísimos asados, las discadas, los cocimientos o comer completos a la hora de once con tecito el fin de semana, habiendo cómo hacerlos, se transforman en convites deliciosamente transversales.
Por supuesto existe un ritual detrás, que aconseja como primera regla partir a primerísima hora a un mercado como el América; céntrico, claro, limpio, ordenado, que despuntando el amanecer surge repleto de una gama de pescados y mariscos que invita, sobre todo, a imaginar un universo de preparaciones frente a tanto insumo disponible. Desde allí se consiguen docenas de cangrejos tan vivos como coloridos, que arribando a los hogares les espera un destino hecho con caldo de hierbas locales, maní y plátano verde rallado. Aquel producto es el que sabe espesar dignamente un preparado que resume gran parte del sabor marino en el país de la mitad del mundo.
Ese perfil es el de un suave y a la vez persistente dulzor ante nuestro sureño paladar. La cremosidad de la cangrejada se emparenta con el mucho más conocido camarón -que vaya sí se disfruta en su tierra de origen-, con la delicadeza de pescados como el pargo, aparte de las versiones locales de congrio, atún y bonito, adheridos alegremente al gusto agridulce que se apodera de buena parte del recetario quiteño.
Se trata de una suma de sabores distintivos, que saben ser tan elegantes como un bolero cantado por el legendario Julio Jaramillo. Y a la vez del otro lado del espejo respecto de la despensa costera chilena.