22/12/2024
Hace 117 años, en este desierto que parece el patio trasero de Dios, se gestaba una de las huelgas más significativas de nuestra historia. Bajo un cielo implacable y un sol que rajaba la tierra, miles de obreros pampinos descendían desde las oficinas salitreras al puerto de Iquique. Iban con hambre y dolores, pero también con sus familias, como si la justicia necesitara testigos de carne y hueso.
En esos días, participar en una huelga era desafiar a la muerte. Bastaba con alzar la voz para acabar en un calabozo, un cepo o bajo las balas. Pero la pampa, seca y brutal, les daba a los pampinos un coraje que ni el Ejército podía arrancarles. Había algo en ese polvo blanco del salitre que endurecía el alma y templaba el espíritu.
No estaban solos. En Iquique, carpinteros, panaderos, pintores y otros trabajadores humildes dejaron sus herramientas para unirse. Sabían que perderían más de lo que podían ganar, pero entendían que la dignidad vale más que el miedo. También llegaron los extranjeros: argentinos, peruanos, bolivianos. Ellos, a pesar de las heridas de guerras y fronteras inventadas, sabían que la sangre del obrero no tiene bandera. Cuando el cónsul boliviano intentó persuadirlos de abandonar la huelga, ellos, con palabras que aún resuenan en la pampa, respondieron:
“Con los chilenos venimos, con los chilenos morimos.”
A las tres y media de la tarde, el tiempo se detuvo. En la Escuela Santa María, las balas cayeron como una tormenta de plomo. 3.600 obreros y sus familias fueron masacrados. Los cuerpos se apilaron como sacos de salitre, pero sus almas se alzaron como banderas invisibles, ondeando sobre el puerto y el desierto. Las madres cubrieron a sus hijos con el cuerpo, los hombres apretaron los dientes, y el viento, eterno testigo de la pampa, se encargó de llevar sus gritos más allá del olvido.