09/02/2025
Este es un relato oscuro que nos lleva al corazón de un culto secreto, donde la fe, el sacrificio y el engaño se entrelazan en una noche de terror. Acompaña a la condesa de Blazers en su peligrosa búsqueda de poder, rodeada de misterios y fuerzas que desafían todo lo que conoce.
¿Hasta dónde llegarías para obtener lo que deseas? Os leo.
**Ceguera infernal**
“Aunque el cuerpo aún vive, mi alma está lamiendo el borde del ataúd”. *Crónicas mórbidas*, de Antón Levi.
La condesa de Blazers llevaba una doble vida. Durante el día, atendía los asuntos palaciegos propios de su linaje; por la noche, se convertía en la sacerdotisa del Maligno, invocando a su amo y señor en medio de sangrientos aquelarres, pero sin mucho éxito. El conde, al parecer ajeno a tales actividades, consideraba a su bella esposa un dechado de virtudes. La veía acudir a misa todos los domingos sin falta y, entre sus muchas obras piadosas, contribuía generosamente al mantenimiento del orfanato y el hospital de caridad.
Cada luna llena, al sonar las doce en el campanario, la condesa abandonaba el aposento conyugal, no sin antes administrar un potente somnífero a su esposo. Ataviada únicamente con una túnica negra sobre su desnuda piel, descendía a las lúgubres mazmorras del castillo donde la aguardaban sus compañeros de conciliábulo.
Los gruesos muros del recinto, donde realizaban sus macabros actos, amortiguaban los gritos de las víctimas. Sobre la piedra del húmedo suelo se hallaba grabado un pentagrama invertido dentro de un círculo, símbolo de la Cabeza del Chivo; una serie de antorchas iluminaban la tétrica estancia. Asistían al cruento acto el obispo, varios nobles con sus esposas y Maldicia, una extraña vieja procedente de las profundidades del bosque. Aquella noche, la víctima del sacrificio era Elizabeth, la propia hija de la condesa… La bruja del bosque había sugerido tal elección:
—Solo alguien ligado a vos de un modo tan íntimo atraerá al Diablo. Debe hacerse —sentenció la horrible anciana.
Elizabeth temblaba de pavor. Permanecía atada y amordazada en el poste central del pentagrama, sin comprender muy bien lo que sucedía. Aquellos rostros sudados y libidinosos, las risas, el olor nauseabundo de la celda y las ratas que correteaban sin control desataban un torbellino en su mente. También se preguntaba qué hacía su propia madre allí, sosteniendo un afilado cuchillo. Mientras los adeptos permanecían arrodillados de espaldas al círculo mágico, Maldicia alzó los brazos en un gesto teatral antes de iniciar la letanía. Sus palabras, aunque solemnes, tenían una entonación extraña, como si las repitiera de memoria sin comprenderlas del todo. Hubo un ligero murmullo entre los asistentes, pues más de uno había notado que sus conjuros anteriores jamás habían obtenido resultado alguno. Sin embargo, nadie osó cuestionarla. La bruja inició una arcaica letanía en un idioma desconocido:
—¡Belcebú aks razaj, tuamen igh roulet…
«Por fin obtendré mi ansiada inmortalidad, aunque Elizabeth deba pagar con su vida», pensó la condesa, aguardando la señal de la bruja para asesinar a la víctima.
Por un lateral de la mazmorra comenzó a formarse una densa nube de humo negro, y en medio de ella se materializó la tan esperada presencia.
El demonio que emergió no era exactamente como el que describía el grueso tomo de la *Biblia Negra*, pero era Él sin duda. Alto, de brazos fornidos, y erguido sobre dos patas, lucía, en lugar de una cabeza de chivo, una de reno con una majestuosa cornamenta, como las que se exhibían en el pabellón de caza del conde. El pentagrama, en lugar de estar tatuado en la frente, colgaba de su pecho peludo como un medallón sujeto por una larga cadena. Sus piernas estaban cubiertas por un espeso pelaje, que impedía ver sus pezuñas.
Maldicia, profundamente impactada, palideció; en realidad solo era una farsante que pretendía comer a costa del castillo y sus crédulos gobernantes. También envidiaba a Elizabeth. No obstante, se recompuso y acercándose renqueando hasta la condesa, dijo con maldad:
—Hacedlo ahora, es el momento preciso.
La aristócrata, emocionada por el logro, se aproximó a su hija y levantó el cuchillo dispuesta a atravesar su corazón.
—¡Detente, p**a! —exclamó el Diablo.
La voz resonó como un trueno en la mazmorra, silenciando el murmullo expectante de los asistentes. Las antorchas chisporrotearon, como si un viento invisible recorriera la estancia. La condesa, con el cuchillo en alto, sintió que su cuerpo se paralizaba antes de completar el descenso de la hoja. Elizabeth, intuyendo su final a manos de su progenitora, colgaba del poste desmayada.
—No sois más que un atajo de principiantes. ¿Acaso creéis que podéis contentarme con vuestros burdos sacrificios?
Los asistentes contuvieron el aliento. Nadie se atrevió a moverse. La condesa sintió que el filo del cuchillo ardía en su mano, como si el mismo acero la repudiara. Intentó hablar, pero su garganta se cerró, su boca se secó y su mente, por primera vez en su