20/11/2025
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Me llamo Dolores, tengo 52 años, y en esta foto aparezco seria… no porque sea una mujer fría, sino porque la vida me enseñó que a veces una sonrisa no alcanza para tapar tantas batallas que una carga por dentro. Mi historia no es de amor de pareja, mi historia es un dolor más silencioso: el que viene de los hijos y de la familia.
Desde joven trabajé sin descanso. Tenía dos trabajos, levantándome antes del amanecer y regresando cuando ya todos dormían. No lo hacía por ambición, lo hacía porque no había otra forma de sacar a mis hijos adelante. Pero entre tanta responsabilidad, entre tantas carreras y urgencias, hubo momentos en los que ellos crecieron sin que yo pudiera verlos realmente. Siempre pensé que algún día lo entenderían… hasta que me tocó enfrentar la realidad.
El mayor, Javier, ahora de 28 años, comenzó a alejarse hace unos años. Al principio pensé que era normal en un joven, pero poco a poco dejó de llamarme, de visitarme, de preguntarme siquiera cómo estaba. Un día lo invité a comer, con la mesa puesta y su platillo favorito, y él me dijo: “Luego te aviso, mamá, estoy ocupado”. No fue grosero… pero esas palabras me partieron el alma. Me quedé sentada frente al plato frío, sintiendo que algo entre nosotros se había roto sin que yo supiera cuándo.
Con mi hija, Mariana, de 24 años, fue distinto. Siempre fue una muchacha sensible, reservada, fuerte por fuera pero muy frágil por dentro. Un día se sentó frente a mí y comenzó a llorar sin poder hablar. Me dijo que llevaba meses lidiando con ansiedad, que sentía un peso en el pecho todo el tiempo y que no sabía cómo decírmelo antes porque “yo siempre estaba ocupada”. Esa frase me destruyó. Sentí como si me arrancaran el aire. ¿Cómo no vi su dolor? ¿Cómo no detecté que mi niña se estaba desmoronando sola?
Ese día me encerré en el baño y lloré como no lloraba desde hace años. No por ego, no por culpa solamente… sino por la tristeza de entender que hice todo lo que pude, pero aun así fallé en cosas que eran importantes. La gente siempre me ve fuerte, entera, tranquila, pero no saben que hay noches en las que me pregunto si hubiera trabajado menos, si hubiera escuchado más, si hubiera abrazado más veces a mis hijos antes de que se me escaparan de las manos.
Hoy, a mis 52 años, sigo intentando reconstruir esos lazos. Javier me escribe de vez en cuando y trato de no reclamarle nada, solo estar. Mariana está en terapia y yo aprendí a sentarme con ella, a escuchar, a no minimizar, a no correr del dolor de mis hijos aunque me duela más a mí. Estoy aprendiendo tarde, sí… pero aprendiendo.
Por eso en esta foto no sonrío. Porque esta soy yo, con todo lo que cargo, con las culpas que no digo, con el amor inmenso que tengo y con las ganas de seguir mejorando como madre, aunque mis hijos ya estén grandes. A veces el dolor familiar no se grita… se calla. Y se lleva en el pecho. Pero también se trabaja, se enfrenta y se sana aunque duela.
Y si tú, que lees esto, también eres madre o padre y sientes que fallaste… solo quiero decirte algo:
💛 a veces no nos equivocamos por falta de amor, sino por falta de tiempo. Y todavía estamos a tiempo de volver a acercarnos, de pedir perdón, de escuchar, de acompañar.