12/10/2025
Mosul, Irak, 2017.
Durante una operación de rescate en medio de un edificio bombardeado, el sargento estadounidense Jacob Thomlinson escuchó un sonido entre los escombros. Pensó que era una bomba, o tal vez un niño.
Pero no.
Era un cachorro, cubierto de polvo, con una pata herida y los ojos más grandes que había visto nunca. Temblaba. No ladraba. Solo lo miraba.
—Te llamaré Rambo —le dijo Jacob—. Porque estás en medio del infierno… y sigues vivo.
Contra todas las normas, Jacob lo escondió. Le dio de comer, lo curó como pudo… y Rambo se convirtió en su sombra. Dormía junto a él en la trinchera. Caminaba con él en las patrullas. Lo alertaba cuando algo no olía bien.
Era un perro de la guerra… sin saberlo.
Pero cuando la misión terminó, Jacob recibió la orden de volver a casa.
Y Rambo… debía quedarse.
—No puedo dejarlo —dijo Jacob a sus superiores—. Él me salvó más veces de las que saben.
Las reglas eran claras: ningún animal puede ser transportado fuera de zona de combate.
Pero Jacob no aceptó un no.
Contactó con organizaciones, activistas, veterinarios… y finalmente, con la ayuda de la ONG SPCA International, consiguió un plan.
Durante semanas, Rambo fue trasladado de forma clandestina a través de zonas seguras, acompañado por voluntarios, entre controles militares y francotiradores.
Fue vacunado, chipado, y por fin, voló rumbo a Nueva York.
Cuando aterrizó, Jacob estaba esperándolo con una pancarta que decía:
“Bienvenido a casa, hermano.”
Se abrazaron. Literalmente. Rambo saltó sobre él, lloró, movió la cola durante minutos sin parar.
La historia fue cubierta por CNN, BBC y decenas de medios. Se volvió símbolo de esperanza, lealtad… y adopción sin fronteras.
Hoy, Rambo vive con Jacob en Texas. Tiene su cama, su jardín, su pelota favorita.
Y Jacob dice:
—Yo rescaté a Rambo una vez.
Pero él me rescató cada maldita noche… cuando las bombas aún me explotaban en la cabeza.
En el collar de Rambo hay una placa que dice:
“No nací para la guerra.
Pero la atravesé…
para quedarme contigo.”