17/11/2025
La historia de Keysi: desde niña, sufrí debido a la ausencia emocional de mi padre. A pesar de vivir bajo el mismo techo, él construyó una barrera que jamás logré superar. Hoy, como adulta, con pareja y a punto de ser madre, reconozco que aún no he podido sanar esa herida emocional. ¿Quieres conocer mi historia? Quédate… Mi padre vivía con mi madre y conmigo; en ese entonces, yo era hija única. Mi madre era una mujer sumisa, abnegada y profundamente entregada a él. Sin embargo, mi padre la maltrataba tanto verbal como físicamente y tuvo una hija fuera del hogar. Desde pequeña, lloraba y sufría al ver que mis padres no eran felices, que se hacían daño mutuamente. Me tocó crecer y madurar siendo apenas una niña. Me convertí en el apoyo emocional de mi madre: lloré con ella, la abracé y sentía que era mi deber protegerla de ese hombre que, aunque era mi padre, no entendía cómo podía hacernos tanto daño. Lo que más me dolió fue que también me lastimó a mí. Me dañó emocionalmente durante toda mi infancia. Nunca he podido aceptar el dolor psicológico, físico y verbal que le causó a mi mamá. Con el paso del tiempo, mi madre continuó en esa relación tóxica y destructiva con mi padre. Nuestro hogar estaba lleno de gritos, engaños, maltratos, miedo y dolor. Luego nació mi hermana Annie y, con los años, se repitió el mismo patrón. Ella también sufrió al ver la relación rota entre mi papá y yo. No entendía por qué mi mamá lloraba ni por qué mi padre me miraba con tanto desprecio. Pasaron los años y mi hermana fue creando la misma coraza de rabia, enojo y frustración hacia él. Era evidente que mi mamá tenía una dependencia emocional muy fuerte, una autoestima destruida y un cuadro de ansiedad y depresión que no le permitían alejarse de esa relación. Después nació mi hermana menor, Angeliz. Llegó de manera inesperada y sentí que el mundo se me venía abajo. No comprendía por qué mi madre no reaccionaba, por qué seguía permitiendo tanto dolor. Mi padre, por su parte, se dedicó a comprar el afecto de mi hermana menor, dándole atención y cariño para ponerla en nuestra contra. Ella, inocente, lo veía como un héroe, como el mejor papá del mundo. Pasaron los años y mi padre convenció a mi madre de que se casaran. Le prometió que así todo mejoraría. Mis hermanas y yo le suplicamos que no lo hiciera, que no repitiera el error, pero ella aceptó. Antes del matrimonio, él fingió ser un hombre cambiado, un cristiano entregado a Dios, y predicaba la palabra. Lo único bueno de todo eso fue que, gracias a él, mi madre conoció de Dios y empezó a caminar en la fe. Por un tiempo todo pareció marchar bien, pero solo era una fachada. Mi padre mantenía otro hogar en su lugar de trabajo. Otra familia. Fue entonces cuando mi madre, mis hermanas y yo decidimos soltar, hacer el duelo y liberarnos de todos esos sentimientos reprimidos que nos quitaban el oxígeno. Recuerdo que él nunca estuvo presente en mis momentos importantes: no fue a mis cumpleaños, a mis grados ni a ninguna celebración.