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                                            Catatumbo: el territorio donde Colombia siempre llega tarde
En el Catatumbo, la frontera no la marca la geografía, la marcan las balas.
El paisaje es un mural contradictorio: montañas verdes que huelen a café, ríos que funcionan como autopistas clandestinas, pueblos con casas de madera que sobreviven entre la pobreza y el miedo. Allí, donde termina Colombia y empieza Venezuela, el Estado suele aparecer con helicópteros y titulares, pero nunca con hospitales, colegios ni carreteras.
La historia es tan repetitiva que parece condena: cada gobierno promete “recuperar el Catatumbo”, cada ministro de Defensa anuncia planes de choque, y cada comandante del Ejército jura que “esta vez será diferente”. Sin embargo, cuando el humo de los operativos se disipa, los campesinos siguen sembrando lo mismo, los grupos armados vuelven a reacomodarse y la vida continúa bajo un régimen que no es legal, pero sí efectivo: el de los fusiles.
El pasado que nunca se cerró
La guerra en el Catatumbo no empezó ayer. En los años noventa, mientras el país hablaba del proceso en el Caguán, aquí los frentes del ELN y las FARC convertían la coca en su tesoro de guerra. Cuando los paramilitares llegaron en 1999, lo hicieron con lista en mano: seleccionaban a los hombres en las cantinas y los ejecutaban frente a todos. Lo llamaron “limpieza”, pero en realidad fue la apertura de un nuevo mercado de terror.
El Estado miraba desde la distancia: Catatumbo se convirtió en un laboratorio de lo que significa la ausencia de poder legítimo. El abandono social carreteras destrozadas, escuelas sin maestros, hospitales vacíos fue la semilla de una economía ilegal que se volvió normal. Para un campesino, sembrar coca no era criminalidad: era supervivencia.
El presente que arde
Hoy la ecuación es la misma, pero más caótica. En lugar de dos ejércitos insurgentes, hay una constelación de actores: ELN, disidencias de las FARC, bandas criminales y carteles extranjeros. Cada quien se reparte el botín según la zona, el corredor y la temporada. La disputa no es ideológica, es contable: quién domina más hectáreas de coca, quién controla la trocha hacia Venezuela, quién cobra más “impuestos” a la población.
En 2025, el saldo es sangriento: masacres selectivas, desplazamientos de familias enteras hacia Cúcuta y pueblos fantasmas donde solo quedan perros famélicos. Los niños siguen aprendiendo a contar no con lápices, sino con estampidos de fusiles.
El Gobierno responde con la receta de siempre: “más soldados”. Y sí, los helicópteros sobrevuelan, los comandos desembarcan, los titulares anuncian operaciones “exitosas”. Pero una vez los militares se repliegan, el terreno vuelve a manos de los que realmente conocen la geografía: los ilegales. En Catatumbo, el uniforme verde oliva es visitante; el brazalete rojo o negro es residente.
Las razones del fracaso
El Estado no controla el Catatumbo porque nunca lo ha habitado de verdad.
 • En lo político, Bogotá trata la región como una molestia periférica: se habla de Catatumbo cuando hay una masacre o cuando el mapa del narcotráfico se actualiza, pero jamás como una prioridad de Estado. Los planes sociales llegan tarde, mal financiados o se pierden en la maraña de la corrupción.
 • En lo militar, la estrategia es reactiva: bombardear, ocupar temporalmente, evacuar y dejar un vacío que otro actor llena al día siguiente. La selva y las montañas son aliadas del que sabe esconderse, no del que viene a “imponer orden” con cronograma de oficina.
 • En lo económico, las alternativas a la coca nunca fueron reales: programas de sustitución sin mercados, proyectos agrícolas que no compiten con el dinero fácil de la ilegalidad. El campesino entiende de cifras: con la coca sobrevive; con el cacao o el café se arruina.
 • En lo internacional, la frontera con Venezuela es un colador: allí se cruzan armas, dr**as y hombres como si nada. Mientras Bogotá y Caracas se lanzan discursos, los grupos armados cruzan de lado a lado sin necesidad de pasaporte.
Una tierra en manos de otros
El Catatumbo funciona como un país dentro del país. Aquí, la autoridad no es el alcalde ni el gobernador, sino quien tenga más hombres armados. La justicia no la dicta un juez, la dicta el comandante del grupo de turno. Y la seguridad no la garantiza el Estado, sino la extorsión que cada familia paga para seguir respirando.
La paradoja es brutal: Colombia gasta millones en operativos militares, pero no invierte lo mínimo en hospitales o en escuelas rurales. Los campesinos lo saben, lo dicen con resignación: “Aquí el Gobierno solo llega cuando hay muertos”.
El futuro que se repite
Catatumbo seguirá en la penumbra mientras se insista en la fórmula del “operativo relámpago” sin proyecto civil, mientras se siga combatiendo la coca con erradicación a la fuerza y no con alternativas reales de economía legal. Y, sobre todo, mientras Bogotá siga mirando a esta región como un territorio lejano, cuando en realidad es el espejo que refleja lo que ocurre cuando un país abandona a su propia gente.
La frontera del Catatumbo no divide dos países. Divide dos Colombias: la que vive de discursos en la capital y la que sobrevive entre coca, fusiles y promesas rotas. Y hasta ahora, la segunda siempre le ha ganado a la primera.
(Imágenes creadas con IA)
                                                 
 
                                                                                                     
                                                                                                     
                                         
   
   
   
   
     
   
   
  