10/12/2025
Por segundo año consecutivo, la llamada ley de financiamiento, el mecanismo del Gobierno para cuadrar las cuentas del Presupuesto 2026, fue hundida en las comisiones económicas del Congreso. El proyecto pretendía cerrar un hueco de 16,3 billones de pesos, con medidas que, según la propia ponencia oficial, se concentraban en los “segmentos de mayores ingresos” y en la reducción de privilegios tributarios. Pero la mayoría parlamentaria decidió archivar la iniciativa sin siquiera permitirle avanzar a plenaria.
Desde la Casa de Nariño, el presidente Gustavo Petro habló de “odio político” y advirtió que el costo de esta decisión lo pagarán las y los más pobres. El ministro del Interior, Armando Benedetti, fue todavía más explícito: hundir la ley significa más riesgo, más costo de la deuda y, en consecuencia, menos recursos para política social. Del otro lado, la oposición celebró el archivo como una “victoria contra más impuestos”, omitiendo convenientemente que se trata de impuestos que el propio Gobierno presentaba como dirigidos a quienes más ganan y más concentran riqueza.
El debate, sin embargo, va mucho más allá de Petro y de esta administración. La foto de este martes en el Salón Elíptico es la misma que vimos cuando se intentó una tributaria regresiva en 2021: un Congreso rodeado de lobbies empresariales, dispuesto a pelear por cada peso cuando se habla de gravar patrimonios, dividendos, utilidades financieras y rentas del capital, pero mudo cuando se trata del IVA que paga la madre cabeza de hogar en la tienda de barrio.
La ponencia de la ley de financiamiento hablaba de reducir el “gasto tributario” y revisar exenciones que hoy benefician a sectores de altos ingresos. Eso fue suficiente para que se alinearan los miedos: gremios económicos, partidos tradicionales y caciques regionales repitieron el mantra de siempre, “el país no aguanta más impuestos”, sin mencionar que los que no aguantan son los territorios empobrecidos, los jóvenes sin empleo, las comunidades que hoy dependen de programas sociales que podrían recortarse por falta de recursos.
Porque esa es la otra cara del hundimiento: si no se recauda de quienes más tienen, el ajuste vendrá por la vía que ya conocemos. Recorte de inversión social, aplazamiento de proyectos en regiones como el Pacífico y el Caribe, más deuda externa con intereses altos y, en último término, más presión para subir impuestos indirectos que golpean a la mayoría. El “no” a la ley de financiamiento no es un “sí” al bolsillo de la gente; es un “sí” al modelo que convierte al Estado en cobrador de bancos y garante de rentistas.
Las y los jóvenes que salieron a las calles en el estallido social de 2021 exigieron algo elemental: que la crisis la repararan los que históricamente se han beneficiado del Estado y del trabajo ajeno. Ese fue el grito de los bloqueos, de los puntos de resistencia, de los barrios populares de Cali, Popayán o Soacha. Hoy, el Congreso responde con la misma lógica de siempre: se protegen los privilegios de arriba, se pone en riesgo el gasto social abajo, y se criminaliza cualquier protesta que se atreva a decirlo en voz alta.
Mientras los titulares hablan de “derrota del Gobierno”, en los territorios la derrota es otra: se derrota la posibilidad de una verdadera justicia fiscal, se derrota la idea de que el Congreso pueda representar al pueblo y no a los dueños del capital. Cuando los números no cuadran, el sistema elige entre dos caminos: tocar los bolsillos de los superricos o recortar derechos. El hundimiento de la ley de financiamiento confirma, una vez más, de qué lado está el Legislativo.