12/09/2025
La muerte violenta de Charlie Kirk no es solo un hecho policial: es la radiografía de una democracia enferma. No estamos ante un crimen aislado, sino frente a la consumación simbólica de un proceso de podredumbre. La libertad de expresión ha sido secuestrada por la pasión tribal, por el odio convertido en dogma contra el adversario. El disparo que atravesó a Kirk atravesó también la posibilidad misma del diálogo democrático.
El gesto de asesinarlo revela algo aún más oscuro: una sociedad que ha renunciado al poder del argumento para abrazar la lógica del plomo. Cuando la tensión social se desborda, las comunidades buscan un chivo expiatorio. Kirk fue elevado a esa condición: un hombre convertido en símbolo, odiado no solo por lo que dijo, sino por el reflejo de un país fracturado que exigía un sacrificio. Pero esa sangre no reconcilia: solo multiplica el rencor.
Este crimen no nació de la nada. Es hijo de años de intoxicación digital, de algoritmos que premian la furia y castigan la razón. Vivimos en una época en la que el grito pesa más que el argumento y la indignación se confunde con verdad. Su muerte no puede entenderse sin reconocer la bancarrota moral de un ecosistema mediático que alimenta el resentimiento como mercancía.
Estamos normalizando lo intolerable. Y aunque su muerte duele, como debería doler cualquier muerte, no debe verse ni como martirio ni como victoria. Debe asumirse como advertencia. Una advertencia urgente de que hemos permitido que la democracia sea devorada por el tribalismo y la violencia sustituya al pensamiento.
Queridos, esto nos muestra lo que somos cuando dejamos de pensar y empezamos a adorar la violencia. La pregunta ya no es por qué murió él, sino qué es lo que ya está mu**to en nosotros como sociedad.
Dios le de paz a los suyos.