29/10/2025
TÍTULO : My COMPADRE hizo lo que mi esposo no quiso (capitulo #2) 🔥🤦🏼♀️
El sonido de los tacones de mi cuñada se detuvo justo en la entrada de la cocina. Ella nos examinó a ambos con esa mirada suya que parecía una lupa, capaz de agrandar la más mínima sospecha.
—Vaya, qué diligencia —dijo con un tono dulzón que no me engañó—. No te preocupes, cuñada, que el compadre ya se va. Anda, compadre, deja eso, que mi hermanito ya te está esperando para seguir con el tema de sus negocios.
El compadre se enderezó. El roce de nuestras manos se había convertido en un eco punzante en la yema de mis dedos. Me miró de nuevo, y esta vez no era la mirada que se detenía en mis manos, sino una que me sostenía por completo, sin prisa, como si quisiera dejar un mensaje cifrado en el breve instante.
—Con su permiso —dijo él, dirigiéndose a mi cuñada, pero sin dejar de mirarme a mí—. Buenas noches, comadre. Y de nuevo, gracias por la cena.
Se fue sin esperar respuesta, y el eco de sus pasos se fundió con los de mi cuñada, que lo seguía muy de cerca. Yo me quedé inmóvil junto a la pila, con el corazón latiéndome como un pájaro atrapado. El agua seguía goteando, y el silencio de la cocina se sentía tan pesado como la culpa.
Terminé de recoger los platos en una especie de trance. El aire que había en la cocina, denso por el v***r del guiso y el aroma de las especias, me asfixiaba. No era solo la humedad; era la electricidad de la cercanía, la imprudencia de sus palabras. ¿Cómo se atrevía a decirme algo así, justo después de la humillación de mi marido? ¿Y qué era lo que me había recorrido, si no un escalofrío de complicidad?
Cuando regresé al salón, el ambiente era radicalmente distinto. Mi marido y el compadre estaban sumergidos en el mapa de un proyecto, la formalidad de los negocios había sepultado la incomodidad de la cena. El brillo de los números y las cifras había reemplazado el fulgor de mis mejillas encendidas.
—Aquí está —dijo mi marido, levantando un plano—. Si logramos esto, compadre, tendremos la vida resuelta. Dígame, ¿le parece un buen trato?
El compadre, inclinado sobre el papel, asintió con un gesto serio, el rostro ajeno a toda galantería. Yo me senté en el sofá, fingiendo interés en una revista que no veía. Mi cuñada estaba en un rincón, con el teléfono, lanzándome miradas intermitentes que me recordaban que ella era la vigilante en esa casa.
La conversación de negocios se alargó, y el compadre consultó su reloj de pulsera varias veces. Finalmente, se puso de pie.
—Bueno, amigos, es hora de irme. Ha sido un placer.
Mi marido lo acompañó a la puerta, dándole unas palmadas en la espalda que parecían sellar el pacto y la propiedad. Yo no me moví. Solo escuché el murmullo de la despedida, el giro de la llave, y el silencio final.
Mi marido regresó al salón, y el aire se condensó a mi alrededor. Se sentó en el sillón frente a mí, y sus ojos se detuvieron en los míos. Ya no había risa ni advertencia; solo la fría autoridad de un hombre que cree haber puesto las cosas en su lugar.
—¿Te pasa algo? —preguntó, con esa voz plana que nunca me permitía saber si me preguntaba o me acusaba.
—Nada —respondí, bajando la revista—. Solo estoy cansada.
—Pues no es para menos —dijo, sonriendo con suficiencia—. La cena estuvo excelente. Muy bien aprovechado el curso que te pagué.
Sus palabras eran una cadena con dos eslabones: el halago y el recordatorio de su dominio. Pero ahora, esas palabras ya no caían frías; el fuego del compadre se había colado entre ellas.
Me levanté y, sin mirarlo, empecé a caminar hacia la habitación.
—Voy a subir. Mañana hay mucho que hacer.
—Espera —me detuvo—. El compadre me dijo algo antes de irse. Me dijo que necesitaba verte mañana para ultimar los detalles del trato. Dijo que te llamaría para que le prepares un café y discutan el primer borrador.
Me detuve en seco. Sentí que el piso giraba. ¿Discutir un borrador? ¿A mí? Yo nunca participaba en sus negocios, ni me involucraba en sus proyectos.
—¿A mí? —pregunté, girándome lentamente.
—Sí, a ti —respondió, su sonrisa convirtiéndose en un gesto extraño—. Dijo que la elegancia con la que preparas un guiso, debe ser la misma con la que manejas las cifras. Y que si eres tan buena cocinera, seguramente eres muy ordenada para los números.
Me quedé mirándolo. No podía ser casualidad. El compadre no había hablado de negocios; el compadre me había mirado con una promesa muda. Aquello era un pretexto, un puente que él mismo estaba creando para volver a cruzar el umbral.
—Está bien —dije, sintiendo que mi propia voz era un murmullo ajeno.
Subí la escalera en la oscuridad, aferrada al pasamanos. En el silencio de la habitación, descorrí las cortinas y miré hacia la calle. El viento seguía soplando, pero la luz de la lámpara del porche de mi casa se reflejaba en el coche del compadre, que se había detenido en la esquina.
El motor se apagó. Vi su silueta moverse, y luego el brillo de algo que se encendía. Él no se había ido; estaba allí, fumando, esperando, como si quisiera asegurarse de que la promesa de su mirada no se desvaneciera con la noche.
Encendí mi teléfono. El número que no tenía se grabó solo en mi memoria. Lo marqué.
Al tercer tono, una voz grave y serena me contestó: —¿Hola?
—Soy yo —susurré, sintiendo la misma electricidad dulce y peligrosa que me había recorrido en la cocina.
Hubo un silencio del otro lado, solo roto por el sonido de una exhalación de humo.
—Comadre —dijo con esa misma voz que me había atravesado como un rayo—. No tiene idea de lo que temí que no llamara.
—Mi marido me dijo que me llamaría mañana por el borrador.
—Así es. Es un buen pretexto, ¿verdad? —dijo con una media risa—. Pero la verdad es que...
Hizo una pausa, y sentí que contenía la respiración.
—Comadre... yo no quiero hablar de números. Lo que quiero es verla. Y esta vez, que no esté su marido.
Bajé la voz aún más, sintiendo que estaba jugando con un fuego que no controlaba.
—¿Y qué propone usted?
El silencio se hizo más largo, denso. Entonces, su voz, un susurro ronco, me llegó por el auricular, cargada de una intención inequívoca.
—Propongo que hablemos de lo que su esposo no quiso. De lo que usted es, sin los adornos que él le compró. Y de cómo sería un cumplido de verdad.
Sentí que el corazón se me escapaba de nuevo, pero esta vez, con un impulso que me empujaba hacia adelante.
—Hay un restaurante a unas cuadras de mi casa... —dije, casi sin pensar, sin atreverme a pronunciar la palabra mañana—.
—Perfecto —me cortó, con la emoción contenida—. ¿El de los pollos fritos?
—Sí, el de...
—“Tengo Pollo FRITO, ¿Qué tal si comemos?, y luego seguimos” —completó él, citando el letrero—. Suena como un buen lema, ¿no cree? ¿Qué tal mañana al mediodía? Solo usted y yo.
—Mañana al mediodía —repetí, la palabra resonando a aventura en la oscuridad.
Colgué. El teléfono se sentía pesado en mi mano. Miré por la ventana. El coche del compadre seguía allí. La colilla encendida brilló una última vez, y luego se apagó.
El comienzo de algo que empezaba a temblar dentro de mí ya no era un temblor; era un latido firme, una decisión silenciosa. Aquella cena no era solo una reunión familiar, era la grieta por la que acababa de colarse una promesa peligrosa.