
29/09/2025
Cuerpos que Brillaron y Callaron: Crónica del Esplendor y la Ruina
Por Gilberto García Mercado
Hubo un tiempo en que los cuerpos de los artistas parecían templos. Los actores caminaban como dioses de mármol, los escritores como profetas con la lengua afilada, y los pintores como alquimistas que convertían el dolor en color. Pero también hubo un tiempo —el mismo— en que esos cuerpos se quebraron como vitrales antiguos, y sus almas se deshicieron entre aplausos que ya no escuchaban.
En Hollywood, los años 50 olían a cigarro caro, a perfume de estudio, a whisky en vasos de cristal. Las calles de Los Ángeles eran un desfile de convertibles, de trajes ajustados, de sonrisas ensayadas. Pero detrás de cada sonrisa, había un espejo que devolvía otra cara.
Marilyn Monroe, por ejemplo, tenía una piel que parecía hecha de luz. Pero en sus últimos días, su cuerpo era frágil, sus ojos apagados, y su voz apenas un susurro entre pastillas. La mujer que había sido deseo universal murió sola, con una nota que nadie entendió del todo.
Ernest Hemingway, que cazaba leones y escribía como si disparara, terminó con un cuerpo tembloroso, traicionado por su mente. El hombre que había ganado el Nobel se quitó la vida en silencio, como si la gloria no fuera suficiente abrigo.
Vincent van Gogh, que pintaba girasoles como si fueran plegarias, murió pobre, con el oído mutilado y el alma rota. Su cuerpo era delgado, nervioso, lleno de pigmentos y tormentas. En vida, vendió un solo cuadro. En muerte, vendió el mundo.
Y Franz Kafka, que escribió como si el mundo fuera una pesadilla burocrática, no creía en sí mismo. Pidió que quemaran sus obras. Su cuerpo era débil, su rostro pálido, su voz apenas audible. Pero su palabra sobrevivió al fuego que él mismo deseaba.
🕯️ Orgullo y Humildad Forzada
Muchos de ellos fueron arrogantes. No por maldad, sino por defensa. La fama es una máscara que se pega a la piel. Pero cuando llegó la enfermedad —el cáncer, la depresión, el alcoholismo—, la humildad se volvió obligatoria.
Judy Garland, la niña prodigio de “El Mago de Oz”, terminó cantando en bares pequeños, con la voz quebrada y los ojos hinchados. Su cuerpo, que había sido símbolo de esperanza, se volvió símbolo de desgaste.
Antonin Artaud, el dramaturgo francés, terminó en manicomios, escribiendo con los dedos como si fueran cuchillos. Su cuerpo era hueso y furia, su mente un incendio.
Las Ciudades del Esplendor
París en los años 20 era un carnaval de intelectuales ebrios. Nueva York en los 60 era un laboratorio de excesos. Hollywood en los 80 era una fábrica de ídolos con fecha de vencimiento.
Las luces eran reales, pero también lo eran las sombras. Los camerinos olían a sudor y desesperación. Los cafés estaban llenos de genios que no sabían cómo pagar la cuenta.
El Siglo del Internet: ¿Más Luz o Más Ruido?
Hoy, los artistas tienen millones de seguidores, pero pocos amigos. Publican sonrisas, pero lloran en silencio. Ya no mueren pobres, pero sí vacíos.
El internet democratizó la fama, pero también la banalizó. Ahora cualquiera puede ser viral, pero pocos pueden ser eternos.
Antes, los artistas morían sin saber que eran genios. Hoy, muchos creen que lo son sin haber creado nada.
Epílogo
Esta crónica no es una elegía, es una advertencia. El arte no es una carrera, es una peregrinación. Y el cuerpo del artista, por más bello o célebre que sea, siempre será vulnerable.
Porque al final, lo que queda no es el dinero, ni los premios, ni los likes. Lo que queda es la obra. Y la obra, si es verdadera, sobrevive incluso al olvido.