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Cada página que hemos devorado, cada historia en la que nos hemos sumergido, cada personaje con el que hemos conectado, ...
18/11/2025

Cada página que hemos devorado, cada historia en la que nos hemos sumergido, cada personaje con el que hemos conectado, ha dejado una huella imborrable en nosotros.

​Somos un collage de ideas, emociones y conocimientos adquiridos a través de la magia de la lectura. Los libros nos moldean, nos desafían, nos consuelan y nos inspiran a ser quienes somos hoy. Son las voces que resuenan en nuestro interior, las lecciones que llevamos con nosotros, los mundos que hemos explorado y que ahora forman parte de nuestra propia narrativa.

​Cada vez que abras un libro, recuerda que no solo estás leyendo una historia, estás construyendo la tuya propia.

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En el caos de lo cotidiano, a veces nos perdemos persiguiendo el mañana o lamentando el ayer. Pero basta con detenerse y...
15/11/2025

En el caos de lo cotidiano, a veces nos perdemos persiguiendo el mañana o lamentando el ayer. Pero basta con detenerse y observar un instante como este para recordar lo esencial.

​Dos amigos, en medio de una calle, sin preocupaciones, entregados por completo a su juego. La alegría pura de morder un trozo de algo, de forcejear con ganas, de simplemente ser y disfrutar aquí y ahora.

​Que esta imagen sea un dulce recordatorio: la vida está llena de pequeños grandes momentos que merecen nuestra atención plena. Suelta lo que te pesa, abraza la diversión, y saborea la belleza del presente. ✨

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14/11/2025
06/11/2025

Durante años no soporté al perro de mi vecino.
Cada tarde, sin falta, en cuanto giraba con el coche hacia nuestra pequeña calle de Toledo, antes incluso de ver el río Tajo, él empezaba a ladrar. Fuerte, agudo, insistente.
Podía estar aún al principio de la calle y ya sentía cómo algo se me encogía por dentro. Ese ladrido metálico cortaba el aire como un cuchillo.

Al principio me decía: los perros ladran, es lo que hacen.
Pero con el tiempo, aquel sonido se me metió bajo la piel.
Murmuraba cada vez que lo oía: ese perro me tiene manía.
Cerraba la puerta del coche de golpe, subía más rápido la cuesta de la casa, como si pudiera escapar del ruido.
Se había vuelto algo personal, como si me retara.

Mi mujer lo veía de otra manera.
—No es malo —me dijo una noche mirando por la ventana—. Está solo. Siempre atado, haga sol o llueva. Nadie le habla.

Tenía razón. Los vecinos no eran precisamente cariñosos. La luz del patio quedaba encendida todas las noches, pero nunca salían.
El perro, un mestizo marrón con una oreja caída y ojos del color de las hojas mojadas, estaba siempre en el mismo rincón. Un cuenco rajado, una manta que apenas lo era.

A veces mi mujer le tiraba un trozo de pan por encima del muro.
—Al menos que alguien piense en él —decía.
Y cuando no podía hacerlo, me pedía que lo hiciera yo. Refunfuñaba, pero lo hacía.
El perro ladraba una vez, tal vez como agradecimiento. Yo giraba la cara para no cruzar su mirada.
Así pasaban los años: su ladrido, mis suspiros.

El tiempo siguió su curso. Su ladrido se volvió parte de nuestras vidas, como el tic tac del reloj. Al principio molesto, luego familiar.
Ladraba cuando llegaba a casa, al cartero, a los truenos, a las sombras.
Ladraba al mundo para decir: sigo aquí.
Y sin darme cuenta, me acostumbré a necesitar ese sonido.

Hasta que un día llegó el silencio.
Era el día en que traía a mi mujer del hospital.
Había estado enferma mucho tiempo.
Conduje por la calle de siempre, el Tajo a la izquierda, el Alcázar al fondo.
Apagué el motor. Nada.
—¿Lo oyes? —me preguntó.
—¿Qué?
—El perro. No ladra.

El silencio pesaba.
Me acerqué a la valla. El patio estaba vacío. La hierba alta, el cuenco seco.
Llamé a la puerta. Nadie.
Un vecino encogió los hombros: se habían mudado.
Llamé a la protectora de animales.
Me dijeron: «Si hay peligro, entra y avísanos.»

Así lo hice, con el vecino como testigo.
Y allí estaba. Entre bolsas de basura, medio escondido.
Flaco, sucio, temblando.
Las costillas marcadas, la respiración débil.
Alzó un ojo y me miró. El mismo ojo que antes me desafiaba.
Ahora solo había cansancio. Y la mirada de quien ha dejado de esperar.

Me arrodillé y lo levanté en brazos.
Era tan ligero... solo huesos y un poco de calor que me golpeó como un recuerdo.
Nadie respondió cuando llamamos. Lo metí en el coche.

Mi mujer se llevó las manos a la boca.
—Dios mío...
—Los vecinos se han ido —dije—. Lo han dejado atrás.
—Llévalo al veterinario —ordenó. No fue una petición. Asentí.

La veterinaria lo examinó, suspiró y sonrió levemente.
—Deshidratado, muy delgado... pero tiene fuerza. Quiere vivir.
Esa sonrisa abrió algo dentro de mí.

Lo trajimos a casa.
Agua tibia, un poco de comida, una manta vieja.
Le pusimos un nombre: Canela, por el brillo rojizo de su pelaje.
Los primeros días apenas se movía.
Mi mujer tarareaba suavemente, y a veces él levantaba la cabeza, como si recordara una melodía de otra vida.

Días después, al volver del trabajo, el aire olía a lluvia y tierra.
Giré por nuestra calle y lo escuché: un ladrido.
Breve, claro, inconfundible.
Reí en voz alta, sin poder evitarlo.
Lo entendí al fin.

No era ruido.
Era un bienvenido.
Canela decía: has vuelto, te veo.

Desde entonces ladra cada día —cuando corto el césped, cuando salgo, cuando regreso.
Mi mujer lo llama «su manera de querer».
Y tiene razón.

Le acaricio el cuello.
—Antes no entendía tu lenguaje —le digo.
Porque eso era: su idioma.
Ladrar significaba: sigo aquí. No me he rendido. Espero a que alguien me escuche.

Cuando desapareció su voz, algo faltaba.
Cuando volvió, la casa volvió a tener alma.

Por las noches paseo con él junto al río.
La gente se detiene:
—¿Cuántos años tiene? ¿Qué le pasó en la oreja? ¿Por qué te mira así?
Sonrío.
—Era el perro de mi vecino. Ahora es de la familia.

Antes creía que el silencio era paz.
Ahora sé que, a veces, un poco de ruido es lo más hermoso del mundo.

Cuando entro en nuestra calle y lo oigo ladrar, bajo la ventanilla.
Dejo que su voz entre como aire fresco.
Ya no es ruido.
Es lealtad. Es perdón.
Es el sonido de una segunda oportunidad.
Es el sonido del hogar.

La luna de noviembre. La única testigo. 🌕​Dicen que en el mes de las ánimas, si miras mucho tiempo, su brillo no es luz,...
03/11/2025

La luna de noviembre. La única testigo. 🌕
​Dicen que en el mes de las ánimas, si miras mucho tiempo, su brillo no es luz, sino el reflejo de ojos que te observan desde el otro lado del velo. Hay un suspenso frío en el aire, una certeza de que lo que se ha ido, esta noche ha regresado para caminar entre las sombras.
​Escucha el silencio... ¿oíste ese susurro? Es para ti. 🔪






Historias pensadas varios días y noches, escritos en uno y leídos, quizás en breves momentos
28/07/2025

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Existe una canción popular, «Yo también tuve veinte años» —originalmente un bambuco— que hoy cuenta con diversas versiones. A pesar de sus variaciones, todas comparten un mismo sentimiento: la añor…

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