13/10/2025
Una maestra es criticada por llegar caminando, hasta que sus alumnos descubren que dona su sueldo a un comedor.
Nunca olvidaré la mañana en que todo cambió. Llegué a la escuela como siempre, con los zapatos llenos de polvo del camino y el cabello algo despeinado por el viento. Eran las siete y media, y ya había caminado los cinco kilómetros desde mi casa.
—Otra vez llegas sudada, seño —escuché que murmuraba Martín cuando pasé junto a su banco.
—Parece que durmió en la calle —agregó Lucía entre risas, y varios compañeros se unieron a las carcajadas.
Fingí no escuchar. Dejé mi bolso sobre el escritorio y comencé a escribir en el pizarrón la fecha del día. Mi mano temblaba un poco. No era la primera vez que escuchaba esos comentarios, pero dolían igual.
—Mi mamá dice que una maestra debería tener auto —continuó Martín, sin bajar la voz—. Que es raro que venga caminando desde tan lejos. Escrito por Gisel Dominguez.
—Bueno —respondí, volteándome hacia ellos con una sonrisa forzada—, caminar es saludable. Y me gusta ver el amanecer.
—Pero llega toda desprolija —insistió Lucía—. La seño del año pasado venía en auto y siempre estaba linda.
Esas palabras se me clavaron en el pecho. Me alisé el vestido con las manos y traté de arreglarme un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Abramos el libro en la página quince —dije, cambiando de tema.
Los días siguientes fueron similares. Los susurros, las miradas, los comentarios que creían que no escuchaba. Algunos padres incluso comenzaron a preguntar por qué su maestra llegaba siempre caminando, despeinada y cansada. Sentía que me juzgaban, que me consideraban menos profesional por no tener un vehículo.
Pero entonces ocurrió algo inesperado.
Una tarde de viernes, después de clases, Tomás se quedó rezagado. Era un niño callado, de los que siempre se sentaban al fondo.
—Seño, ¿puedo preguntarle algo? —dijo tímidamente.
—Claro, Tomás. Dime.
—¿Usted conoce el comedor del barrio San José?
Mi corazón se detuvo un segundo.
—Sí... ¿por qué lo preguntas?
—Porque ayer fui con mi mamá a buscar comida ahí. Ella perdió el trabajo y... bueno. Y la señora que atiende dijo su nombre. Dijo que usted dona dinero todos los meses para que funcione el comedor.
Me quedé sin palabras. Sentí que la cara me ardía.
—Tomás, eso es...
—¿Es verdad, seño? ¿Por eso camina? ¿Porque da su plata para que nosotros comamos?
Los ojos se me llenaron de lágrimas. Asentí en silencio.
—Mi familia comió gracias a usted —susurró Tomás, y se acercó a abrazarme.
No supe qué decir. Solo lo abracé de vuelta.
El lunes siguiente, llegué como siempre, cansada y sudada después de mi caminata. Pero cuando abrí la puerta del aula, me quedé paralizada.
Todos los niños estaban de pie, sonriendo. Y en medio del salón había una bicicleta celeste con un moño rojo enorme.
—¡Sorpresa, seño! —gritaron al unísono.
—Pero... ¿qué es esto?
Lucía dio un paso adelante, con los ojos brillosos.
—Seño, perdóneme por lo que dije. Tomás nos contó todo. Nos contó del comedor, de lo que usted hace.
—Juntamos plata entre todos —agregó Martín, con la cabeza gacha—. Yo vendí mis cartas de fútbol. Lucía vendió sus muñecas.
—Mi mamá hizo tortas para vender en el barrio —dijo otra niña.
—Y mi papá puso el resto que faltaba —terminó Tomás—. Dijo que usted es un ángel.
No pude contener el llanto. Me cubrí la cara con las manos mientras todos mis alumnos se acercaban a abrazarme.
—No tenían que hacer esto —sollozaba—. No tenían que...
—Sí teníamos —interrumpió Martín—. Usted nos enseña y además ayuda a la gente. Es la mejor maestra del mundo.
—Y ahora no va a llegar cansada —dijo Lucía—. Y puede seguir ayudando en el comedor.
Toqué el manubrio de la bicicleta con manos temblorosas. Era hermosa, sencilla pero perfecta.
—Gracias —susurré—. Gracias, mis niños.
Desde ese día, cada mañana pedaleo esos cinco kilómetros con el corazón lleno de gratitud. Llego peinada por el viento, es cierto, pero llego sonriendo. Y cuando paso frente al comedor del barrio San José, toco la bocina dos veces, como un saludo silencioso a todos aquellos que también luchan por un mundo mejor.
Mis alumnos me enseñaron que el verdadero valor de una persona no está en lo que tiene, sino en lo que da. Y que el amor, cuando es genuino, siempre encuentra la forma de multiplicarse.
Como esa bicicleta celeste que, cada mañana, me recuerda que valió la pena cada paso del camino.