22/09/2025
Aura Urrea tenía cincuenta años cuando comenzó a trabajar en la casa de María Canencio. Era 2002 y, en suma, debía limpiar, cuidar a una hermana de la patrona que estaba postrada en una cama y, además, ser la responsable por todo lo que le pasara al perro de la casa. Entraba a las ocho de la mañana y, si tenía suerte, salía a las tres de la tarde. Los primeros años le pagaron trescientos mil pesos mensuales, más tarde «se apiadaron» y le aumentaron doscientos mil pesos, más cien mil para su transporte. Nada más, nada menos. Ni cubrimiento de salud, ni pensión, ni prima, ni cesantías. Nada.
Cuando la pandemia paralizó al mundo en 2020, también se detuvo el reloj laboral de Aura. La contratante le pidió que dejara de ir, que esperara en casa, que luego la llamaba. En junio de ese año le dijeron que no la emplearían más y le entregaron un millón de pesos.
En octubre de 2022, Aura se animó a reclamar. Fue a la Inspección de Trabajo y allá le pidieron el contrato que demostrara que ella había laborado en esa casa durante dieciocho años. Ese documento no existía, ni tampoco —por parte de sus empleadores— los aportes a seguridad social. Ellos dijeron que el único contrato existente fue firmado en 2018 y finalizó dos años después, todo bajo un «mutuo acuerdo».
El 5 de noviembre de 2024, Aura María Urrea decidió interponer una acción de tutela contra su exempleadora. Alegó que se había vulnerado su dignidad humana, su mínimo vital y su derecho a la seguridad social. El Juzgado Tercero Penal Municipal de Popayán respondió que la acción era improcedente por ser un asunto laboral y no de tutela. Para ellos, no había «perjuicio irremediable» y los hechos correspondían a 2020 y ya era 2024. «¿Y los años que ella vivió sin ingresos regulares, ni salud, ni pensión?», preguntó la exempleada.
¿Qué crees que pasó en este caso? ¿Te suena familiar?
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