28/04/2025
Los gatos que la visitamos
Somos varios.
Callejeros, casi fantasmas, con cicatrices en las orejas y también en el alma.
Sabemos dónde vive,
aunque nadie nos lo haya contado con palabras.
Fue el viento, el olor a humo de café triste,
el sonido de un vinilo roto que suena cada noche desde la puerta de su patio azul.
Y vamos.
Nos sentamos en sus escalones como quien espera algo que tal vez nunca llegue, pero igual se desea.
Ella nos ofrece restos de pollo,
migajas de voz,
pequeños pedazos de amor que se le escapan sin querer.
Y nosotros, los gatos que aprendimos a querer sin pedir,
ronroneamos con la esperanza de que alguna vez,
solo una,
nos mire como si fuéramos su favorito.
Aunque sabemos que allí vive él.
El Gato Naranja.
Ese que no nos soporta.
Ese que nació dentro de su casa y cree que la posee,
como si el amor pudiera marcarse con garras en las cortinas.
Nos bufa desde la puerta, nos observa con ojos de sol encendido.
Pero no nos vamos.
Porque ella a veces baja,
y aunque no nos toca,
su presencia nos acaricia los bigotes.
Nos dice —sin decir— que entiende la nostalgia con patas.
Nosotros solo queremos quedarnos un rato más,
respirar su sombra,
escuchar cómo escribe con las luces apagadas.
Los gatos que la visitamos sabemos que no nos elegirá.
Pero igual regresamos,
como vuelve la lluvia a los techos oxidados,
como vuelve la música cuando uno ya se había resignado al silencio.
Regresamos, porque es mejor esperar afuera su olor,
que vivir sin el rumor de su existencia.