
09/09/2025
Muchas veces pedimos a Dios que nos haga crecer, que nos dé madurez espiritual y unción, pero olvidamos que esos dones no llegan de forma instantánea ni sin proceso. En lugar de simplemente dárnoslos, Dios permite pruebas que nos transforman y nos preparan.
Pedro lo explica claramente: "Así también la fe de ustedes, mucho más valiosa que el oro —el cual, aunque perecedero, se prueba con fuego— será hallada digna de alabanza, gloria y honra cuando Jesucristo se manifieste" (1 Pedro 1:7).
El fuego que tanto me asusta es justamente el que me moldea.
La tormenta que quiero evitar es la que fortalece mis raíces.
El dolor que intento evadir es el instrumento de Dios para esculpir mi vida y reflejar su gloria.
El crecimiento que he pedido en oración no se demuestra en los días tranquilos, sino en la fe que se mantiene firme cuando todo parece oscuro.
Cada prueba que enfrento es una respuesta divina a esa oración silenciosa que hice: “Señor, hazme crecer.”
Job, tras perderlo todo, llegó a decir: “De oídas te conocía, pero ahora mis ojos te ven” (Job 42:5). Su encuentro más profundo con Dios surgió del valle más amargo.
José, después de ser traicionado, encarcelado y olvidado, pudo declarar: “Ustedes pensaron hacerme mal, pero Dios lo transformó en bien” (Génesis 50:20). La prueba no lo destruyó, lo preparó para su propósito.
La fe genuina no exige un camino libre de tropiezos, sino la gracia de seguir adelante incluso cuando caemos.
El crecimiento espiritual que anhelo se encuentra en medio del desierto y en las lágrimas que lucho por contener.
Cada dificultad es una tierra fértil donde Dios planta la semilla de mi futura victoria.
Las pruebas que hoy quisiera evitar son, en realidad, la respuesta a mi clamor por crecer.
Recordatorio:
Lo que hoy pesa sobre mis hombros, mañana será el testimonio que fortalecerá a otros.
El oro necesita del fuego para brillar; el carácter necesita de la prueba para madurar.