26/10/2025
La última lágrima
En los años más oscuros de , cuando la noche se tragaba los gritos y el miedo se respiraba en cada esquina, comenzó a circular un nombre que helaba la sangre: La última lágrima. Así le decían a un viejo carro, sin placas, con los vidrios polarizados y el sonido ronco de un motor que anunciaba tragedia. No tenía dueño conocido, pero todos sabían quién la mandaba. Era el carro del silencio, el vehículo que usaban los grupos al margen de la ley para desaparecer a los que consideraban enemigos, soplones, miembros de la comunidad LGBTI o simplemente estorbos que no eran compatibles con su ideología.
Nadie quería verla. Bastaba con escuchar el ruido de su motor acercándose para que las luces de las casas se apagaran y las puertas se cerraran de golpe. “El que sube ahí, no vuelve”, murmuraban los vecinos mientras se persignaban tras las cortinas. Y así fue durante años: nombres borrados, familias que se quedaban esperando, madres que no tuvieron ni siquiera una tumba donde llorar, hijos que aún no saben dónde están sus padres.
Una noche, sin luna, los hombres llegaron al centro buscando a un muchacho de camiseta roja. Se rumoraba que había hablado más de la cuenta. Tocaron varias puertas hasta que vieron a alguien con la misma prenda salir de una tienda. No preguntaron. Lo agarraron del brazo, lo encapucharon y lo lanzaron a la parte trasera de La última lágrima.
Dentro del carro, el silencio era más pesado que el aire. Solo se oía el rugir del motor y las respiraciones agitadas. El hombre, un profesor de escuela, temblaba sin entender nada. Sentía el sudor correrle por la frente, las manos amarradas y el corazón a punto de estallar. Intentó explicar que se trataba de un error, pero nadie respondía.
El trayecto fue eterno. Hasta que uno de los hombres preguntó con voz ronca:
—¿Y este quién es?
—El de la camiseta roja —respondió otro.
—¿Cuál? ¿El profe de la vereda?
Hubo un silencio largo. Luego, el mismo que preguntó soltó una carcajada breve, como de alivio o burla.
—Bájese, profe —le dijeron mientras abrían la puerta—. Hoy está de suerte, usted no es.
Lo dejaron tirado en la carretera, con las rodillas temblorosas y el alma hecha pedazos. Alcanzó a ver cómo La última lágrima se perdía entre el polvo y la oscuridad, llevándose con ella el eco de tantos nombres que jamás se volvieron a pronunciar.
Desde entonces, el profesor no volvió a usar ropa roja. Y cada vez que oía el motor de una camioneta parecida, se le nublaban los ojos. No por miedo, sino por respeto a todos los que sí subieron… y derramaron su última lágrima.
Esa historia, entre susurros y recuerdos rotos, sigue viajando por las calles del pueblo. Nadie sabe con certeza si fue cierta o inventada, pero todos coinciden en algo: La última lágrima existió… aunque nadie quiera recordarla.