31/08/2025
Riohachero somos todos: desmontando el mito del “raizal”
Por: Martin Lopez Gonzalez
Este 14 de septiembre, Riohacha cumple 480 años de poblamiento. La fecha no solo evoca historia; también nos confronta con los relatos que, generación tras generación, han intentado explicar quiénes somos como ciudad.
La versión oficial, repetida en círculos sociales y hasta en textos “históricos”, nos habla de una ciudad poblada por “humildes pescadores de perlas” de Cubagua, omitiendo —o maquillando— la verdad: el traslado del campamento perlero en 1545 no fue un acto heroico, sino un negocio esclavista. Los dueños de las canoas, europeos arios en su mayoría, mantuvieron en cautiverio primero a indígenas buceadores y luego a africanos traídos a la fuerza desde la costa occidental de su continente. La existencia del Río Ranchería, fuente de agua y vía de transporte, convirtió lo que era un campamento temporal en una ciudad permanente, a diferencia de Nueva Cádiz de Cubagua o el Cabo de la Vela.
Esa raíz colonial sembró algo más que un asentamiento: erigió una pirámide social, económica y racial que aún persiste. En la cúspide, la élite blanca, orgullosa de su linaje europeo; en la base, indígenas y afrodescendientes, vistos —ayer y hoy— con distancia y prejuicio.
La historia reciente no ha cambiado mucho el guion. Entre 1985 y 2005, Riohacha creció de 53.000 a más de 157.000 habitantes gracias a las bonanzas marimbera, carbonífera y comercial. Llegaron familias desde Sucre, Córdoba, Bolívar, Magdalena, y de nuestra zona rural. Sus hijos y nietos ya son tercera generación riohachera, pero aún son vistos por algunos como “mitios”, “jurgas” o “guarepentes”, términos que no solo dividen, sino que hieren.
En los últimos años, se ha popularizado el concepto de “riohachero raizal”, promovido por sectores que creen que la identidad es un derecho reservado a quienes pueden trazar un árbol genealógico hasta las primeras familias. Pero lo que parece una celebración de la memoria no es más que un ejercicio de exclusión que reduce la ciudad a una postal nostálgica, como si ser riohachero fuera un club cerrado reservado solo para los “de siempre”. Y aquí es donde hay que ser claros: esa idea no nos une, nos divide.
El investigador cultural Nicolás Lubo lo resumió con claridad: “En muchos espacios se apela a la ‘riohacheridad’ a partir de recuerdos nostálgicos y evocaciones al pasado que, si bien forman parte de la memoria, poco aportan cuando se convierten en el único relato disponible. Esa mirada termina reduciendo la identidad a una postal inmóvil, más preocupada por recrear imágenes que por fortalecer la cultura como herramienta viva.”
Y agrega con razón: “La verdadera riohacheridad no está en el recuerdo vacío ni en discursos que se agotan en la repetición, está en la capacidad de sus gentes para crear, resistir y proyectar desde la diversidad.”
Hoy, más que nunca, necesitamos recordar que Riohacha es plural. Es Wayuu y afro, es mestiza y migrante, es tradicional y también innovadora. Es vallenato, salsa y reguetón, es chinchorro y tabla de surf, es Ranchería y mar abierto.
A pocos días de conmemorar los 480 años, vale la pena decirlo con claridad: riohachero somos todos. No hay ciudadanos de primera ni de segunda. La identidad no se hereda, se construye; no se decreta, se vive. Y solo reconociendo esa diversidad podremos afrontar juntos los desafíos de nuestra ciudad: el agua, el medio ambiente, la corrupción, el desempleo y la necesidad de una transición económica justa. Los que nacieron aquí y los que llegaron después. Los que defienden su herencia y los que traen nuevas ideas. Porque la identidad no es un apellido, es lo que construimos juntos.
El pasado debe conocerse, pero no para erigir barreras, sino para derribarlas. Riohacha no puede seguir siendo prisionera de un relato excluyente; debe abrazar su historia, sí, pero también a su gente —toda su gente— porque no existe un riohachero especial. Este aniversario es una oportunidad para reconocernos en nuestra diversidad y, sobre todo, para entender que aquí nadie sobra.