29/05/2025
— Hijo, no vengo a comprar nada. Solo me gusta mirar. La pensión es pequeña, pero estar aquí me alegra el alma, — dijo con dulzura la anciana en el mercado.
El mercado zumbaba como una colmena. Era una cálida mañana de julio y la gente llenaba los pasillos entre los puestos de frutas y verduras. Algunos regateaban, otros reían con bolsas llenas de duraznos, tomates y hierbas frescas.
Lucas, un hombre de unos treinta años con barba corta y mirada cansada, estaba allí como cada semana. No le gustaban los supermercados: todo parecía artificial. En el mercado, en cambio, todo era verdadero. Pepinos con espinas, tomates con olor a sol, y voces que parecían abrazar.
Mientras elegía unas frutas, vio a una señora mayor. Pequeñita, frágil, vestida de oscuro, con una bolsa vieja y el pelo blanco recogido. No compraba. Solo miraba.
Iba a seguir caminando, pero algo en su mirada lo detuvo. La vio tomar un tomate, olerlo, suspirar y devolverlo al cajón.
— ¿Está buscando algo? — preguntó él.
— No, hijo. Solo miro. Es como ir al jardín. Aquí todo huele a vida.
Lucas miró su bolsa vacía.
— ¿Y qué le gusta comer?
— Tomates dulces. Como los de antes. Y pepinos con espinas. Como los de mi infancia.
Entonces Lucas fue al vendedor y compró:
— Un kilo de tomates, pepinos, calabacines, patatas, zanahorias, cebollas. Y un poco de perejil y eneldo.
Ella quiso decir algo, pero él negó con la cabeza:
— Es para usted. Porque así no debería ser.
— Pero no pedí nada…
— Lo sé.
Ella tomó las bolsas como si fueran un regalo. Y lloró.
— Gracias, hijo. Quedan pocos como tú.
— Quizás no pocos. Solo más tímidos para hacer el bien.
Desde entonces se veían cada martes y sábado. Miraban frutas, él compraba, luego tomaban té sentados junto a una fuente. Ella — Julia Morales — le contaba historias de guerra, del primer televisor, del huerto de su padre.
— Tengo un nieto. Vive lejos. Llama poco. Pero tú... tú pareces más cercano.
Lucas no dijo nada. Solo le sostuvo la mano.
Un día Julia no vino. Supo que estaba en el hospital. El corazón.
Él la encontró. Sus ojos se iluminaron:
— Sabía que vendrías.
La visitó a diario. Le leía. Le mostraba fotos del mercado.
Una semana después, ella se fue.
Un mes después, Lucas volvió al mercado. Puso un cartel de madera junto a los tomates:
"Mirar no cuesta nada. En memoria de Julia Morales, que veía milagros en los tomates."
Desde entonces, Lucas ayudaba a otros. Compraba, acompañaba. Otros comenzaron a imitarle.
Todo empezó por una mujer que solo quería mirar.
Y eso bastó para cambiar algo en el mundo.