10/10/2025
La Generación de la plaza y los Juegos de Calle: Curridabat
Somos los nacidos entre 1952 y 1979 en Curridabat — una generación a caballo entre el pueblo cafetalero y la metrópoli que se asomaba.
Fuimos los hijos de un cantón en transición acelerada. Nuestros padres, que quizás solo conocían la Iglesia de San Antonio y la Plaza, jamás habrían imaginado el asfalto y el comercio que íbamos a vivir. Crecimos en el amanecer de una revolución tecnológica y social que transformaría el Este de San José.
Somos los últimos que conocimos los juegos en la acera del piapio o el potrero de Granadilla: las mejengas hasta que se iba la luz, las bicis sin marchas por las calles de tierra, las escondidas interminables en la Colonia.
Y los primeros en descubrir la novedad de Plaza del Sol, el primer gran centro comercial, y los videojuegos importados que llegaban a las primeras salas de arcade de la capital
Escuchábamos la radio junto a nuestros abuelos, sentados en el portal, mientras el aroma a café tostándose flotaba en el ambiente.
Bailamos con los Beatles y Abba en las primeras fiestas, y crecimos con el humor de “Rafela”, “Lencho” y los dibujos de la televisión que apenas llegaba.
Fuimos los pioneros del sonido grabado que llegó a nuestras casas en cassettes de la radio y los discos de acetato que comprábamos en San José.
Fuimos testigos de la llegada de los primeros computadores a las universidades cercanas y de los teléfonos de disco que daban tono con el número de la Pulpería de la esquina.
Vimos cómo la Pista a Cartago se llenaba de tráfico y cómo Curridabat dejaba de ser solo un paso para convertirse en un destino, y creímos que el progreso iba a cambiar nuestro pueblo — y lo hizo.
Nos llamaron “Generación X”, como un borrador entre dos épocas.
Pero fuimos puentes entre la vida tranquila del campo y el dinamismo urbano. Aprendimos a respetar la tradición sin miedo a lo moderno.
Somos la última generación que subía a pie por la calle a Tirrases cuando era un barrio rural, que compraba dulces con el vuelto del pan en la Pulpería de Mariano, y que jugaba sin temor en los parques con juegos de metal oxidado que solo daban más aventuras y cicatrices.
Y, sin embargo… sobrevivimos a todo.
A los viajes en “chivilla” de Zapote sin aire ni suspensión, a las caídas de patines por la cuesta de Cipreses.
A las mochilas pesadas llenas de cuadernos, las meriendas de gallito con queso, las rodillas raspadas, los juegos que duraban hasta el toque de queda de los padres.
Sin Internet. Sin smartphones. Sin Play.
Pero con la imaginación alimentada por el verdor de la loma, amigos de verdad del barrio y días llenos de gritos y risas que resonaban entre las casas.
No éramos etiquetas — éramos rostros que se conocían, apodos que nos definían en la cancha de la escuela, personalidades que se unían en la Plaza.
Aprendimos a levantarnos solos, a asumir responsabilidades en un cantón que crecía a la velocidad de la luz, a resistir el cambio.
Crecimos sin ser sobreprotegidos, pero libres.
Con moretones en las piernas, estrellas en los ojos y la vida en las manos.
Así que bravo por nosotros, los de Curridabat.
Por esta generación que vivió la época más dulce y la más transformadora de nuestro cantón.
Por los que crecieron fuertes, de pie, con el corazón latiendo al ritmo de la modernidad que abrazamos sin olvidar el aroma a café del pasado.