28/07/2025
Relato
UNA PREGUNTA Y UNA PUERTA CERRADA
¿Qué culpa tengo yo de ser el mayor de los tres?
Esa pregunta, sencilla pero lacerante, rondaba la mente de David desde su niñez, se sentía como un pajarito perdido que no sabe dónde está su nido. Siempre le pareció que haber nacido primero había sido una condena más que un privilegio.
Desde que tiene memoria, recuerda a su madre, Lucía, a quien nunca pudo llamar mamá, lanzando ella órdenes con la prisa de quien escapa de sí misma: — Ya casi vengo, cuide bien a sus dos hermanos-.
La primera vez que se atrevió a cuestionarla: —¿Y quién me cuida a mí?
La respuesta fue brutal: un manazo en la boca y un regaño cargado de palabras tan duras como el golpe, como si la sola pregunta hubiera despertado demonios antiguos, como un volcán en erupción.
El día que cumplió 16 años, mientras el mundo celebraba trivialidades ajenas, Lucía no pareció recordar siquiera que él había nacido. Aquel olvido le dolió en el alma, y aquella omisión selló su decisión: irse de casa. No por odio, sino por la urgencia profunda de entender su lugar en el mundo, de encontrar respuestas a preguntas que lo torturaban en el silencio de las noches, de los años.
David nunca supo nada de su padre, cuando preguntó no obtuvo respuesta alguna, el tema era un terreno prohibido, sellado por el silencio glacial de su madre. Pero todo niño quiere un papá, la curiosidad no murió, se mantuvo como una brasa encendida en el fondo de su espíritu. Un día, sin más opción, decidió romper otro silencio: buscó a su abuela materna, doña Berta.
Una mujer firme, de rostro esculpido por los años y por sus propios secretos. La distancia entre madre e hija había sido tajante por parte de Lucía, parecía irreparable; pero Berta, la abuela amorosa, no se negó a recibir al muchacho, a su primer nieto. Le ofreció techo, sopa caliente y verdades que Lucía jamás se atrevió a pronunciar. Entre nombres y retazos de historia, David oyó de su abuelita, buenas referencias acerca de su progenitor, y escuchó por primera vez aquel nombre: Roberto.
Siguieron días de pesquisas e investigación, como un detective: llamadas, papeles, voces cruzadas. Hasta que al fin: un número de teléfono. Temblando, marcó. Y la voz que respondió del otro lado, entre sollozos aceptó todo: sí, yo soy tu papá, aún no sé porqué no me dejaron estar cerca tuyo. Se reunieron padre e hijo, el encuentro fue contenido al principio, pero pronto las lágrimas cedieron el paso a una ternura ancestral, como si el tiempo perdido fuera una herida abierta, que podría ahora por fin cicatrizar.
Allí también conoció a su media hermana, Mariela, una joven vivaz y cariñosa, que siempre supo de su existencia. Marielos, la esposa de Roberto, lo acogió con una calidez que desarmó sus defensas, incluso de ella recibió consejos: "tenés que perdonar a tu mamá". Por primera vez en años, David sintió que caminaba sobre suelo firme, se sintió amado sin condiciones.
Con el pasar del tiempo, comprendió que la maternidad, como la vida, no traía manuales, y que al nacer él, Lucía no recibió también, una libreta de indicaciones, con las instrucciones para aprender a ser mamá. La pregunta que tantas veces se hizo —¿qué culpa tengo yo de ser el mayor?— encontró respuesta en el perdón. Quizás Lucía simplemente no supo como hacerlo mejor.
Y entonces decidió volver, aunque fuera tan solo a saludar. No por necesidad, sino por algo más poderoso: la esperanza. Aunque su madre no lo buscó, él planificó la visita, y como un escritor de novelas, planeó hasta la escena final, con cada palabra elegida con sumo cuidado. Quería reconciliarse. Ofrecer amor, y quizás... recibirlo.
El corazón le martillaba el pecho cuando llegó al viejo barrio. La casa seguía allí, azul desteñido, como un recuerdo sin borrar. Se acercó a la puerta, respiró hondo y llamó con voz firme:
—¡Upe, upe, doña Lucía!
El tiempo se congeló, se le hizo eterno. Dos minutos se estiraron como si el mundo estuviera a punto de revelar un secreto sepultado en lo profundo de una caverna.
La blanquecina puerta se entreabrió. Lucía apareció, con la misma mirada oscura de siempre, como si aquel año y resto, no hubiera pasado. Lo miró sin sorpresa, sin emoción, como si estuviera esperando ese momento, pero como si David fuera un extraño que apenas merecía volverlo a ver.
Y sin decir palabra... cerró la puerta.
No la cerró suavemente, la dejó ir con fuerza, como si con ese gesto quisiera borrar todo, hasta su primer parto. Selló el umbral como se sellan las tumbas en los cementerios del olvido.
David no intentó tocar otra vez, no llamó, no lloró, dio media vuelta y se retiró.
Regresó a casa, con su padre, con la familia que por suerte y fortuna esperaba por él.
Eitel Alberto Valerio López
San Ramón, 24 de agosto de 2024