18/12/2025
Cuando miro hacia atrás y recorro con la memoria aquellos años que marcaron mi vida entre el 2008 y el 2013, no puedo hacerlo sin detenerme con gratitud en la figura de Monseñor Rafael Felipe. Su presencia en mi historia personal y vocacional no fue simplemente la de un obispo o un superior: fue la de un hombre que supo tenderme la mano en los momentos en que más necesitaba dirección, respaldo y una luz que me ayudara a avanzar.
Desde mi entrada al seminario en el 2008, Monseñor Rafael Felipe representó para mí una brújula. En él encontré un pastor que no solo dirigía, sino que acompañaba. Su modo de ejercer la autoridad siempre estuvo marcado por una profunda humanidad, una sensibilidad que hacía sentir que, más que un superior, era un padre que quería ver crecer a cada uno de sus hijos espirituales. No había apresuramiento en sus palabras ni distancias innecesarias; al contrario, su cercanía convertía cada encuentro en una oportunidad para aprender, para discernir y para descubrir un poco más quién estaba llamado a ser.
A lo largo de mis años en el seminario, su ejemplo fue moldeando mi carácter, mis convicciones y mi manera de entender el servicio. Pero quizás el gesto más significativo y determinante de todos fue el que vino después, cuando mis caminos se abrieron de otra manera y tuve que dar el paso fuera de las paredes del seminario. Salir no siempre es fácil. Hay dudas, silencios, miedos y un sentimiento natural de desorientación. Fue precisamente en ese momento cuando Monseñor Rafael Felipe volvió a aparecer, no como un juez, sino como un verdadero pastor que acompaña incluso en los tramos más frágiles de la vida.
Él fue quien me dio la primera oportunidad, el primer empujón para que yo no quedara desamparado. Su confianza en mí, incluso fuera de la estructura formativa, fue un mensaje profundo: que mi valor no dependía únicamente de un estado o de un camino vocacional específico, sino de lo que soy como persona, como profesional y como creyente. Su gesto más concreto y decisivo fue la gestión de mi primer empleo en UCATEBA. Ese acto, más que un favor, fue un acto de fe en mi capacidad, un voto de confianza que abrió puertas que de otra manera quizá no se habrían abierto tan pronto.
A través de esa oportunidad laboral, Monseñor Rafael Felipe me ayudó a mantenerme en pie, a encaminarme, a descubrir que había un lugar para mí en el servicio desde otros espacios. Y lo hizo sin ruido, sin exigirme nada a cambio, simplemente desde la generosidad que lo caracterizaba. Él veía siempre más allá de la circunstancia del momento; veía el potencial, la dignidad y la posibilidad de crecimiento.
Hoy entiendo que esa intervención suya no solo marcó mi vida profesional, sino mi vida humana. Es un recuerdo que llevo con profunda gratitud, porque sé que su mano tendida no fue un gesto aislado, sino la coherencia viva de un pastor que caminó siempre con su gente. Monseñor Rafael Felipe fue, para mí, un sostén en los momentos decisivos, un guía en los años de formación y un puente cuando necesitaba cruzar hacia una nueva etapa.
Por eso, cuando lo recuerdo, lo hago desde la certeza de que su legado no solo está en la diócesis o en la historia pastoral de nuestra región, sino también en vidas particulares como la mía, donde dejó huellas imborrables. Su confianza, su apoyo y su manera de acompañar me dieron la fuerza y la dirección necesarias para continuar mi camino con dignidad, esperanza y gratitud.
Monseñor Rafael Felipe no solo formó seminaristas: formó personas. Y una de esas personas fui yo. Su memoria vive en lo que soy, en lo que hago y en lo que sigo construyendo gracias a aquella primera oportunidad que él, con tanta nobleza, me regaló.
Así le recordaré. Descansa en paz querido Fello.
Por: Natanael Matos, Magister. Maestro de la UCATEBA.