18/12/2025
Nunca pensé que un clavo pudiera cambiarme la vida.
Fue un lunes cualquiera. Estaba arreglando una puerta vieja en el patio y no vi el clavo. Lo sentí entrar en el pie, profundo. Dolió, claro, pero me dije: “No es para tanto”. Me lavé rápido con agua, me até un trapo y seguí trabajando.
Al día siguiente mi esposa insistió en que fuera al médico. Le dije que no. Yo no creo en vacunas, ni en esas inyecciones “preventivas”. Siempre he dicho que el cuerpo se defiende solo.
Pasaron unos días y empecé a sentir algo raro en la mandíbula. Al principio era como cansancio, luego ya no podía abrir bien la boca. Pensé que era estrés. Después el cuello se me puso duro, como si alguien me estuviera apretando por dentro.
La primera noche que me dio el espasmo pensé que me iba a morir. Todo el cuerpo se me tensó de golpe, un dolor brutal. Cualquier ruido me hacía brincar. La luz me molestaba. Sentía los músculos quemándome.
Al sexto día ya no podía acostarme. Mi espalda se arqueaba sola, sin que yo pudiera controlarla. Quedé doblado hacia atrás, apoyado solo en la cabeza y los talones. Gritaba, pero casi no podía hablar porque la boca no se me abría. Sentía que me faltaba el aire.
Recuerdo a mi esposa llorando y a mi hijo diciendo que ya era suficiente, que me iban a llevar al hospital aunque yo no quisiera. El camino fue una tortura. Cada bache me hacía retorcerme.
Cuando llegué, las luces, las voces, todo me disparaba los espasmos. Yo solo pensaba: “Me equivoqué”. Ahí entendí que no era cuestión de creencias, que mi cuerpo no estaba ganando ninguna batalla.
Lo último que recuerdo claro es que me dijeron que me iban a ayudar a respirar. Después desperté semanas más tarde, flaco, débil, con tubos y máquinas alrededor.
Sobreviví.
Pero todavía hoy, cuando veo un clavo, me acuerdo de cómo mi propio cuerpo se volvió contra mí… y de que todo eso se pudo haber evitado con una simple vacuna.