01/08/2025
LA PRIMERA CANCIÓN QUE BAILAMOS
La música retumbaba como un corazón fuera de control. En medio de luces púrpuras y humo artificial, Emma Valverde, de 22 años, bailaba con sus amigas sin prestar demasiada atención al caos a su alrededor. No solía ir a discotecas, pero aquella noche, por alguna razón que ni ella sabía, algo la había empujado a salir.
Y entonces, entre la multitud, la vio.
Noa Sánchez, 24 años, jeans ajustados, camisa de manga corta y una sonrisa que parecía desafiar a todos. Estaba sola, bebiendo algo desde la barra, observando la pista sin moverse, como si esperara algo. O a alguien.
La canción cambió. Sonó una versión lenta de “Electric”, y Noa caminó hacia la pista justo cuando Emma pasaba cerca. Un roce de hombros, una sonrisa tímida, y sin palabras, comenzaron a bailar. Como si se conocieran. Como si ese momento ya estuviera escrito en algún rincón del destino.
Lo que siguió fue tan rápido como dulce. Citas hasta tarde, mensajes en la madrugada, conversaciones en voz baja sobre miedos, sueños y heridas del pasado.
Emma, estudiante de arquitectura, descubrió en Noa una rebeldía protectora que le daba seguridad. Noa, artista freelance, sentía que Emma era su refugio emocional, el lugar donde podía bajar la guardia.
“Prométeme que nunca me lastimarás”, le dijo Emma una noche, abrazadas en el sofá.
“No sé hacer muchas cosas bien, pero puedo prometerte eso”, dijo Noa, sin saber cuán difícil sería cumplirlo.
Tenían una hermosa relación hasta que un día todo cambió, durante una breve exposición de arte en otra ciudad.
La galería “Horizontes Urbanos” estaba llena de luces blancas, vino tinto y gente hablando demasiado alto. Era la tercera exposición donde Noa participaba como artista invitada, y la primera vez que viajaba sin Emma desde que estaban juntas.
Emma no pudo acompañarla. Tenía una entrega importante en su taller de arquitectura y, aunque intentaron coordinarlo, al final se abrazaron en la terminal entre sonrisas cansadas y promesas de llamadas nocturnas.
—No hables con demasiadas musas —le dijo Emma en broma, ajustándole el cuello de la chaqueta.
—Solo tengo una —respondió Noa, besándola.
Pero en la ciudad, algo fue distinto.
Entre cócteles, discursos y gente creativa flotando entre lienzos, Noa sintió que podía respirar de otra forma. Había pasado tanto tiempo siendo "la novia de Emma", tan felizmente comprometida con una rutina estable, que había olvidado lo que se sentía ser mirada por alguien más.
Y entonces apareció Luna Cedeño.
Fotógrafa. Sarcástica, directa, con una risa grave que rompía silencios incómodos. Se conocieron en la sala lateral, observando la misma obra: un retrato distorsionado de dos amantes a contraluz.
—¿Sabes lo que me dice esta pintura? —preguntó Luna, con una copa de vino en la mano.
—¿Qué? —respondió Noa, medio incómoda.
—Que hay personas que aman tan fuerte que se desdibujan a sí mismas.
Noa no supo qué contestar. Se limitó a sonreír y seguir bebiendo.
Las siguientes horas estuvieron llenas de roces suaves: una mano que se posaba demasiado tiempo sobre el brazo, una mirada sostenida más de lo debido, una frase ambigua que Noa no tuvo el coraje de frenar.
Y cuando el evento terminó, Luna la invitó a una fiesta en la azotea del hotel.
Noa no pensaba ir. Pero fue.
Porque necesitaba algo que no supo nombrar en ese momento.
Había música suave, copas de gin con lavanda y luces tenues. La ciudad parecía dormida desde esa altura, ajena a lo que pasaría.
Luna se acercó, y esta vez Noa no se apartó.
Se besaron. Fue lento, como un error que sabe que lo es, pero decide avanzar igual.
Fueron al cuarto de hotel de Luna.
Y aunque Noa no se quedó hasta la mañana, aunque no volvió a verla después, aunque lloró bajo la ducha del hostal con el celular en la mano sin poder marcar el número de Emma… el daño ya estaba hecho.
Cuando regresó a casa, Noa intentó seguir como si nada. Abrazó a Emma más fuerte de lo habitual, la llenó de regalos tontos, cocinó tres veces en una semana. Emma lo notó. No dijo nada. Al principio.
Hasta que una tarde cualquiera, mientras doblaban ropa en el cuarto, Emma dijo:
—¿Hay algo que quieras decirme?
Noa tragó saliva.
—¿Qué?
—No sé. Tal vez que ya no estás aquí… conmigo. Incluso cuando estás frente a mí.
Noa sintió el mundo quebrarse.
Intentó negarlo. Luego calló. Y cuando Emma le pidió la verdad, con lágrimas furiosas en los ojos, se la dio toda.
Le habló de Luna, de la galería, de la azotea, del cuarto 613.
No justificó. No se excusó. Solo lloró y dijo que había cometido el error más grande de su vida. Emma no gritó más. No insultó. Solo dijo:
—¿Sabes qué es lo peor? Que te esperé cada noche. Y no sabías cuánto te necesitaba justo esa semana.
Se fue esa misma noche. Con su mochila, su planta favorita, y una parte de Noa que jamás volvería a ser igual.
Emma se fue sin decir cuándo volvería. Cambió su número de teléfono, bloqueó a Noa en redes, y le pidió a sus amigas que no le contaran nada de ella.
Noa respetó el silencio, aunque le doliera como una herida abierta.
Durante semanas, Noa dejó de pintar. Volvía a casa y se sentaba frente al lienzo en blanco sin tocarlo. Miraba la taza que Emma siempre usaba. Dormía del lado contrario de la cama, como si dejar espacio hiciera que volviera.
Pero Emma no volvió. Así que Noa empezó a escribirle cartas. No para enviarlas, sino para liberar el veneno.
En la primera, le pidió perdón. En la segunda, le contó que se cortó el cabello porque se odiaba al mirarse al espejo. En la tercera, le dijo que aún escuchaba su canción cada viernes por la noche. Guardó todas esas cartas en una caja blanca.
Pasaron tres meses. Noa decidió hacer algo más que llorar. Buscó terapia. Retomó sus pinturas. Comenzó a exponer con un seudónimo. Pintaba paisajes partidos por una línea, figuras que intentaban encontrarse a través del color.
Una de esas pinturas se llamó: “La Primera Canción que Bailamos”. Era una obra abstracta. En el centro, dos siluetas bailaban bajo una lluvia de luces violetas. Estaban separadas por un muro invisible. Una tenía la mano extendida. La otra dudaba.
Dejó la pintura en una pequeña galería local que sabía que Emma solía visitar.
Noa no la vio llegar. Pero la vendedora le avisó: “vino una chica, se quedó mucho rato frente a tu cuadro, y luego se fue en silencio.”
Noa supo que era ella.
Y eso le bastó para seguir intentando.
Un día, Noa colocó una memoria USB en la puerta de la antigua casa de Emma, junto con una nota:
“Si aún recuerdas la primera canción que bailamos, dale play.”
Dentro había un montaje simple. Imágenes de sus momentos juntas: un picnic con manchas de pintura en la cara, una navidad improvisada, Emma dormida con un libro sobre el pecho, la primera selfie frente al espejo del baño.
De fondo, la canción. Electric.
El montaje terminaba con un texto que decía:
“No pido que vuelvas. Pido que sepas que nunca te dejé de amar.”
Noa esperó días por una respuesta. Pero no llegó.
Cinco meses después de la separación, Noa participó en una exposición colectiva. Su obra principal: un cuadro titulado “Redención”, donde dos figuras se abrazaban bajo la lluvia. El rostro de una era el de Emma, aunque estilizado. Era inconfundible.
Esa noche, entre la multitud, la vio.
Emma estaba allí. De pie. Sola. Sin sonreír, pero sin huir.
Noa no se acercó de inmediato.
Fue Emma quien lo hizo.
—No vine por la exposición —dijo—. Vine por ti. Porque necesitaba verte con mis propios ojos y saber si todavía te dolía.
—Todavía me duele —dijo Noa—. Y espero que siempre lo haga. Porque eso significa que no lo olvidé. Emma la miró por largo rato.
—El dolor no basta para volver —susurró.
—Lo sé. Por eso vine a mostrarte que también he cambiado.
Tuvieron un café semanas después. Noa no pidió explicaciones, ni segundas oportunidades. Solo la escuchó.
Emma había rehecho su rutina. Volvía a bailar sola los viernes en su habitación, con la misma canción, aunque la detuviera a mitad de camino.
Tenía miedo de volver a confiar. Pero tenía aún más miedo de no intentarlo.
Entonces, una tarde, Emma llamó.
—Hay una nueva canción que quiero que bailemos —dijo—. Pero necesito que esta vez no me sueltes cuando cambie el ritmo.
Y Noa, llorando, le prometió que esta vez bailaría incluso si no sabía los pasos.
Volver no fue fácil. No se besaron en la primera cita. Ni en la segunda. Tuvieron charlas incómodas. Emma necesitó meses para volver a tocarla sin recordar la grieta. Pero cada paso fue sincero.
Se abrazaron bajo nuevas canciones. Rieron en nuevos lugares. Pintaron juntas un mural en el parque de su ciudad: dos figuras bailando bajo luces violetas.
Un año después, en una pista pequeña que Noa decoró con luces colgantes, volvió a sonar Electric. Emma se acercó.
—¿Me concedes esta canción?
Noa asintió.
Y esta vez, bailaron sin interrupciones.
La canción terminó. Pero ellas no.