Amor Entre Nosotras y mas

Amor Entre Nosotras y mas Sean todas bienvenidas.

06/08/2025

05/08/2025

“SIEMPRE SERÁS MI HOGAR”

Cada ciudad tiene sus rincones sagrados, y para mí, ese pequeño banco de madera, medio desgastado por el tiempo y abrazado por los árboles del parque central, era el lugar donde todo comenzaba y terminaba.

Ella siempre estaba ahí, entre las cuatro y las seis de la tarde, leyendo. Sus piernas cruzadas, su cabello revuelto por el viento, y esa manera tan suya de doblar la esquina de la página antes de alzar la vista, como si supiera que alguien la observaba.

Yo solía caminar con mi cámara colgada al cuello, fingiendo buscar luces, sombras y estructuras. Pero la verdad es que solo buscaba una excusa para verla de lejos… hasta que un día me harté de la distancia.

Fui por un café. Lo pedí como lo recordaba: sin azúcar, con un chorrito de leche de almendras. Y caminé hacia ella, temblando como una adolescente con un secreto imposible de callar.

—¿Adiviné bien el pedido? —pregunté, extendiéndole el vaso.

Ella alzó los ojos, y en esa mirada supe que todo volvería a empezar. Sonrió, como si me hubiera estado esperando todo ese tiempo.
—Siempre supiste lo que me gusta, me dijo.

Verán, nos conocimos en la universidad. Ella era la chica de literatura que llenaba márgenes de libros con anotaciones profundas y citas de Virginia Woolf. Yo era la fotógrafa del periódico estudiantil, la que la retrataba en eventos sin atreverse nunca a pedirle una foto en privado.

Tuvimos un par de conversaciones triviales en el pasado: sobre autores, sobre lluvia, sobre gatos. Pero el momento nunca fue el adecuado.

Después de graduarnos, la vida nos llevó por caminos distintos. Yo me fui a otra ciudad a trabajar en una revista de viajes. Ella, por lo que supe, se quedó, dio clases y se volvió parte del paisaje de este parque.

Nunca dejamos de seguirnos en redes. Algún mensaje breve en Navidad. Y aun así, cuando volví por razones que no tienen importancia, fue como si el tiempo no hubiera pasado.

Después de aquel café, empezamos a vernos casi todos los días. Caminábamos por el parque hasta que las farolas se encendían, compartiendo historias como si estuviéramos leyendo capítulos pendientes la una de la otra.

A veces me contaba sobre sus alumnos, sobre cómo una niña escribió un poema que la hizo llorar. Yo le hablaba de las ciudades que conocí, de los rostros que capturé y de las veces que deseé volver solo para sentarme junto a ella.

Una tarde, llovía. La llevé a mi apartamento porque se le olvidó el paraguas —otra vez—, y no quería que se enfermara. Le presté una camiseta grande, le preparé té, y nos sentamos en el suelo, con la espalda contra la pared, viendo gotear las ventanas.

—¿Alguna vez… pensaste en mí? —preguntó, mirando su taza.
—Todo el tiempo —respondí, sin dudar.

Y fue ahí, en ese silencio húmedo, donde nuestras manos se encontraron por primera vez, temblorosas, inseguras, pero llenas de la certeza de algo que había estado esperando desde siempre.

No fue un amor ruidoso. No hubo fuegos artificiales ni declaraciones en público.

Fue un amor de gestos silenciosos: un post en el refrigerador con un poema breve, un café caliente al despertar, una canción compartida por mensaje a medianoche.

Ella tenía la costumbre de subrayar frases en los libros que leía y dejarlos abiertos en lugares donde yo pudiera verlos. "No hay barreras que el alma no pueda cruzar si ama con verdad", decía uno.

Yo, en cambio, la fotografiaba sin que se diera cuenta. Su risa, su mirada cuando leía, sus manos manchadas de tinta. Tenía una galería entera de ella, y cada imagen parecía decir lo mismo: estás viva, estás aquí, y por fin eres mía.
Pero el amor también trae miedo.

Una noche, mientras la abrazaba en la cama, le pregunté:
—¿Tienes miedo de esto?

Ella se giró, apoyó la frente en mi pecho y dijo:
—Sí… pero tengo más miedo de no intentarlo.

No éramos niñas. Ambas habíamos tenido relaciones que no funcionaron, amistades que se rompieron al decir “me gusta alguien como tú”, familias que preferían no hablar del tema.

Pero cuando me tomaba de la mano en medio de la calle, cuando me besaba frente al puesto de flores del mercado, cuando me presentaba como “mi persona favorita” en reuniones… todo eso valía más que cualquier miedo.

Una tarde, volvimos al parque. Yo tenía una sorpresa. Había conseguido que el banco donde siempre se sentaba fuera restaurado, y le coloqué una placa pequeña en uno de los lados. Decía: “Aquí comenzó mi siempre.”

Ella se tapó la boca con las manos, emocionada. Me miró como si fuera imposible tanta ternura en un solo día.

—¿Sabes qué es lo mejor? —le dije, sentándome a su lado—. Que el sol todavía te besa igual que antes.

Ella se inclinó y me besó en la mejilla, luego en los labios, y susurró:
—Y tú sigues trayéndome el café perfecto.

Hoy vivo con ella. Nuestra casa huele a libros, café y lavanda. Hay fotos nuestras en las paredes, marcadores de páginas con frases que solo nosotras entendemos, y risas que se cuelan por las ventanas.

La vida sigue, con sus días buenos y sus días grises. Pero cada vez que la veo sentada con un libro entre las manos, con la luz dorada del atardecer acariciándole la piel, siento lo mismo que sentí aquel día en el parque:

No importa cuánto tiempo pase lejos de ella…
Siempre será mi hogar.

05/08/2025

03/08/2025

NO ESTABA EN EL GUION

El primer día de rodaje siempre es un caos. Cámaras que no funcionan, vestuarios extraviados, técnicos corriendo de un lado a otro. Y en medio de todo eso, Vera Márquez, la actriz principal, llegó con su sonrisa firme y su energía radiante, lista para dar vida al personaje de Clara, una mujer que no sabía amar… hasta que lo hizo.

En la esquina del set, con su laptop en las rodillas y los auriculares colgando, estaba Lia Ríos, guionista de la película. No hablaba mucho. Prefería observar, tomar notas, corregir diálogos a último minuto. Vestía camisetas negras y llevaba el cabello recogido en un moño desordenado.

No se habían visto antes. Pero Vera, entre toma y toma, no podía dejar de notar que Lia siempre la miraba cuando pensaba que nadie la veía.

Y Lia… bueno, ya había visto todas las audiciones de Vera. Había escrito escenas enteras con su rostro en mente, aunque no lo hubiese admitido ni en voz baja.

Una tarde, se grababa una escena íntima entre Clara (el personaje de Vera) y la otra protagonista femenina.

Era el momento donde los sentimientos se insinuaban por primera vez. Las manos se rozaban sobre la mesa de un café ficticio. Había un silencio, un suspiro, una confesión que nunca llegaba a decirse.

Cuando cortaron la toma, Vera se acercó a Lia.

—¿Tú escribiste esa escena, verdad?

Lia asintió, algo incómoda.

—¿Sabes qué me gustó? —preguntó Vera, sonriendo—. Que se nota que fue escrita por alguien que sabe lo que es callarse lo que siente.

Lia tragó saliva. Y por primera vez, no supo qué decir.

Los días pasaron. Las charlas aumentaron. A veces hablaban en el descanso, sentadas en el borde del set con cafés tibios. A veces sólo se miraban desde lejos.

Vera empezó a improvisar en escena. Cambiaba algunas palabras. Añadía pausas.

Lia lo notaba… y lo aprobaba con una leve sonrisa.

—¿Te molesta que modifique tus diálogos? —le preguntó Vera un día.

—No. Me gusta que los hagas tuyos —respondió Lia.
Y fue entonces cuando Vera se atrevió.

—¿Puedo hacer algo más mío?
Lia la miró sin entender.

—¿Qué?

—Esto —dijo Vera.
Y la besó.

Fue breve. Fue suave. Fue todo lo que no estaba en el guion.
Acordaron mantenerlo en secreto. No era solo por profesionalismo. Vera aún no había hecho pública su orientación. Lia, por su parte, era reservada por naturaleza.

Pero cuando no había luces encendidas, se buscaban. Una tocaba tímidamente la mano de la otra en el comedor del equipo. Compartían auriculares en la sala de montaje. Se enviaban mensajes en clave mientras todos celebraban una buena toma.

Y cada vez que Vera interpretaba a Clara, cada vez que pronunciaba las palabras escritas por Lia, las decía con otra intensidad.

Porque ahora, ambas sabían que esa historia no era solo de ficción.
El rodaje avanzaba. Pero no todo era fácil.

Vera empezó a distanciarse. Llegaba tarde. Se mostraba nerviosa. Lia notó que algo no iba bien.

—¿Está todo bien? —le preguntó una noche.

—Tengo miedo —confesó Vera, sin levantar la mirada—. Miedo de lo que diga la prensa. Miedo de que esto cambie mi carrera. Miedo de perderte… o de no saber sostenerte.

Lia se quedó en silencio. Luego dijo:

—No tienes que elegir entre ser tú y ser actriz. Pero si eliges no ser tú… entonces no me elijas a mí.

Vera la miró. Y esa noche, no se besaron.

El día del estreno llegó. Todos esperaban ver una película. Nadie sabía que en esa historia de amor ficticia había un amor real que temblaba detrás de cada toma.

Cuando terminó la proyección, hubo aplausos. La crítica fue buena. El público amó a Clara. Y entonces Vera tomó el micrófono en medio del evento de prensa.

—Quiero decir algo que no está en el guion —comenzó—. Quiero agradecer a Lia Ríos. No solo por escribir esta historia, sino por enseñarme que el amor verdadero no necesita permiso. Ni luz verde. Ni cámaras encendidas. La sala enmudeció.

Vera bajó del escenario, caminó hacia Lia y la tomó de la mano.

—Ya no tengo miedo —dijo en voz baja. Lia la besó, esta vez frente a todos.

Después del estreno, viajaron juntas a pequeños festivales, escribieron otro guion a cuatro manos, y cada vez que alguien les preguntaba cómo se conocieron, Vera decía:

—Nos conocimos en un set de grabación… Y Lia completaba:
—Pero nos enamoramos en una escena que nunca se escribió.

FIN.

02/08/2025

02/08/2025
01/08/2025

LA PRIMERA CANCIÓN QUE BAILAMOS

La música retumbaba como un corazón fuera de control. En medio de luces púrpuras y humo artificial, Emma Valverde, de 22 años, bailaba con sus amigas sin prestar demasiada atención al caos a su alrededor. No solía ir a discotecas, pero aquella noche, por alguna razón que ni ella sabía, algo la había empujado a salir.
Y entonces, entre la multitud, la vio.

Noa Sánchez, 24 años, jeans ajustados, camisa de manga corta y una sonrisa que parecía desafiar a todos. Estaba sola, bebiendo algo desde la barra, observando la pista sin moverse, como si esperara algo. O a alguien.

La canción cambió. Sonó una versión lenta de “Electric”, y Noa caminó hacia la pista justo cuando Emma pasaba cerca. Un roce de hombros, una sonrisa tímida, y sin palabras, comenzaron a bailar. Como si se conocieran. Como si ese momento ya estuviera escrito en algún rincón del destino.

Lo que siguió fue tan rápido como dulce. Citas hasta tarde, mensajes en la madrugada, conversaciones en voz baja sobre miedos, sueños y heridas del pasado.

Emma, estudiante de arquitectura, descubrió en Noa una rebeldía protectora que le daba seguridad. Noa, artista freelance, sentía que Emma era su refugio emocional, el lugar donde podía bajar la guardia.

“Prométeme que nunca me lastimarás”, le dijo Emma una noche, abrazadas en el sofá.

“No sé hacer muchas cosas bien, pero puedo prometerte eso”, dijo Noa, sin saber cuán difícil sería cumplirlo.

Tenían una hermosa relación hasta que un día todo cambió, durante una breve exposición de arte en otra ciudad.

La galería “Horizontes Urbanos” estaba llena de luces blancas, vino tinto y gente hablando demasiado alto. Era la tercera exposición donde Noa participaba como artista invitada, y la primera vez que viajaba sin Emma desde que estaban juntas.

Emma no pudo acompañarla. Tenía una entrega importante en su taller de arquitectura y, aunque intentaron coordinarlo, al final se abrazaron en la terminal entre sonrisas cansadas y promesas de llamadas nocturnas.

—No hables con demasiadas musas —le dijo Emma en broma, ajustándole el cuello de la chaqueta.

—Solo tengo una —respondió Noa, besándola.

Pero en la ciudad, algo fue distinto.

Entre cócteles, discursos y gente creativa flotando entre lienzos, Noa sintió que podía respirar de otra forma. Había pasado tanto tiempo siendo "la novia de Emma", tan felizmente comprometida con una rutina estable, que había olvidado lo que se sentía ser mirada por alguien más.

Y entonces apareció Luna Cedeño.

Fotógrafa. Sarcástica, directa, con una risa grave que rompía silencios incómodos. Se conocieron en la sala lateral, observando la misma obra: un retrato distorsionado de dos amantes a contraluz.

—¿Sabes lo que me dice esta pintura? —preguntó Luna, con una copa de vino en la mano.
—¿Qué? —respondió Noa, medio incómoda.

—Que hay personas que aman tan fuerte que se desdibujan a sí mismas.

Noa no supo qué contestar. Se limitó a sonreír y seguir bebiendo.
Las siguientes horas estuvieron llenas de roces suaves: una mano que se posaba demasiado tiempo sobre el brazo, una mirada sostenida más de lo debido, una frase ambigua que Noa no tuvo el coraje de frenar.

Y cuando el evento terminó, Luna la invitó a una fiesta en la azotea del hotel.
Noa no pensaba ir. Pero fue.

Porque necesitaba algo que no supo nombrar en ese momento.
Había música suave, copas de gin con lavanda y luces tenues. La ciudad parecía dormida desde esa altura, ajena a lo que pasaría.

Luna se acercó, y esta vez Noa no se apartó.
Se besaron. Fue lento, como un error que sabe que lo es, pero decide avanzar igual.
Fueron al cuarto de hotel de Luna.

Y aunque Noa no se quedó hasta la mañana, aunque no volvió a verla después, aunque lloró bajo la ducha del hostal con el celular en la mano sin poder marcar el número de Emma… el daño ya estaba hecho.

Cuando regresó a casa, Noa intentó seguir como si nada. Abrazó a Emma más fuerte de lo habitual, la llenó de regalos tontos, cocinó tres veces en una semana. Emma lo notó. No dijo nada. Al principio.

Hasta que una tarde cualquiera, mientras doblaban ropa en el cuarto, Emma dijo:
—¿Hay algo que quieras decirme?
Noa tragó saliva.

—¿Qué?

—No sé. Tal vez que ya no estás aquí… conmigo. Incluso cuando estás frente a mí.
Noa sintió el mundo quebrarse.

Intentó negarlo. Luego calló. Y cuando Emma le pidió la verdad, con lágrimas furiosas en los ojos, se la dio toda.

Le habló de Luna, de la galería, de la azotea, del cuarto 613.
No justificó. No se excusó. Solo lloró y dijo que había cometido el error más grande de su vida. Emma no gritó más. No insultó. Solo dijo:

—¿Sabes qué es lo peor? Que te esperé cada noche. Y no sabías cuánto te necesitaba justo esa semana.
Se fue esa misma noche. Con su mochila, su planta favorita, y una parte de Noa que jamás volvería a ser igual.

Emma se fue sin decir cuándo volvería. Cambió su número de teléfono, bloqueó a Noa en redes, y le pidió a sus amigas que no le contaran nada de ella.
Noa respetó el silencio, aunque le doliera como una herida abierta.

Durante semanas, Noa dejó de pintar. Volvía a casa y se sentaba frente al lienzo en blanco sin tocarlo. Miraba la taza que Emma siempre usaba. Dormía del lado contrario de la cama, como si dejar espacio hiciera que volviera.

Pero Emma no volvió. Así que Noa empezó a escribirle cartas. No para enviarlas, sino para liberar el veneno.

En la primera, le pidió perdón. En la segunda, le contó que se cortó el cabello porque se odiaba al mirarse al espejo. En la tercera, le dijo que aún escuchaba su canción cada viernes por la noche. Guardó todas esas cartas en una caja blanca.

Pasaron tres meses. Noa decidió hacer algo más que llorar. Buscó terapia. Retomó sus pinturas. Comenzó a exponer con un seudónimo. Pintaba paisajes partidos por una línea, figuras que intentaban encontrarse a través del color.

Una de esas pinturas se llamó: “La Primera Canción que Bailamos”. Era una obra abstracta. En el centro, dos siluetas bailaban bajo una lluvia de luces violetas. Estaban separadas por un muro invisible. Una tenía la mano extendida. La otra dudaba.

Dejó la pintura en una pequeña galería local que sabía que Emma solía visitar.
Noa no la vio llegar. Pero la vendedora le avisó: “vino una chica, se quedó mucho rato frente a tu cuadro, y luego se fue en silencio.”

Noa supo que era ella.
Y eso le bastó para seguir intentando.
Un día, Noa colocó una memoria USB en la puerta de la antigua casa de Emma, junto con una nota:

“Si aún recuerdas la primera canción que bailamos, dale play.”
Dentro había un montaje simple. Imágenes de sus momentos juntas: un picnic con manchas de pintura en la cara, una navidad improvisada, Emma dormida con un libro sobre el pecho, la primera selfie frente al espejo del baño.
De fondo, la canción. Electric.

El montaje terminaba con un texto que decía:
“No pido que vuelvas. Pido que sepas que nunca te dejé de amar.”
Noa esperó días por una respuesta. Pero no llegó.

Cinco meses después de la separación, Noa participó en una exposición colectiva. Su obra principal: un cuadro titulado “Redención”, donde dos figuras se abrazaban bajo la lluvia. El rostro de una era el de Emma, aunque estilizado. Era inconfundible.
Esa noche, entre la multitud, la vio.

Emma estaba allí. De pie. Sola. Sin sonreír, pero sin huir.
Noa no se acercó de inmediato.
Fue Emma quien lo hizo.

—No vine por la exposición —dijo—. Vine por ti. Porque necesitaba verte con mis propios ojos y saber si todavía te dolía.

—Todavía me duele —dijo Noa—. Y espero que siempre lo haga. Porque eso significa que no lo olvidé. Emma la miró por largo rato.

—El dolor no basta para volver —susurró.

—Lo sé. Por eso vine a mostrarte que también he cambiado.
Tuvieron un café semanas después. Noa no pidió explicaciones, ni segundas oportunidades. Solo la escuchó.

Emma había rehecho su rutina. Volvía a bailar sola los viernes en su habitación, con la misma canción, aunque la detuviera a mitad de camino.

Tenía miedo de volver a confiar. Pero tenía aún más miedo de no intentarlo.
Entonces, una tarde, Emma llamó.

—Hay una nueva canción que quiero que bailemos —dijo—. Pero necesito que esta vez no me sueltes cuando cambie el ritmo.

Y Noa, llorando, le prometió que esta vez bailaría incluso si no sabía los pasos.
Volver no fue fácil. No se besaron en la primera cita. Ni en la segunda. Tuvieron charlas incómodas. Emma necesitó meses para volver a tocarla sin recordar la grieta. Pero cada paso fue sincero.

Se abrazaron bajo nuevas canciones. Rieron en nuevos lugares. Pintaron juntas un mural en el parque de su ciudad: dos figuras bailando bajo luces violetas.
Un año después, en una pista pequeña que Noa decoró con luces colgantes, volvió a sonar Electric. Emma se acercó.

—¿Me concedes esta canción?
Noa asintió.
Y esta vez, bailaron sin interrupciones.
La canción terminó. Pero ellas no.

31/07/2025
30/07/2025

MEJOR AMIGA O NOVIA

Siempre pensé que lo más bonito del mundo era el otoño. Las hojas cayendo, el aire frío que anuncia el cambio, los atardeceres dorados. Pero ese año, en tercero de secundaria, descubrí que había algo aún más bonito: la risa de Camila.

Era mi mejor amiga desde hacía tres años. Tenía el cabello lacio que siempre olía a vainilla, una risa que sonaba como un chasquido de luz, y una forma de ver el mundo que convertía cualquier cosa aburrida en algo emocionante.

A veces se burlaba de mí por ser tan callada, tan "de biblioteca", como decía ella.

Pero también me buscaba siempre. Me tomaba del brazo en los pasillos, me esperaba afuera del aula, se sentaba junto a mí, aunque hubiera espacios vacíos más cómodos.

Yo pensaba que eso era solo amistad. Hasta que reímos juntas en la cafetería un martes cualquiera, y al verla taparse la boca con la mano, reírse con la nariz arrugada como siempre… algo dentro de mí cambió.

Ese día lo supe. Supe que la quería de una forma que no tenía nombre en nuestra escuela ni en los libros de texto de biología.

Empezar a enamorarse de tu mejor amiga es como caminar sobre cristales, descalza. Todo es frágil. Cada palabra que dices puede cortarte. Cada silencio pesa más de lo que debería.

Camila no lo sabía, claro. Ella seguía siendo la misma. Me hacía videos tontos en los pasillos, me mandaba memes a medianoche, me prestaba su abrigo en los recreos fríos. Yo fingía normalidad. Sonreía, pero por dentro me deshacía. Porque cada gesto suyo me dolía como algo imposible.

Una tarde, mientras hacíamos tarea en mi cuarto, ella se acostó sobre mi cama y empezó a tararear una canción de amor. Me miró y dijo:

—¿Crees que en algún momento nos enamoraremos de alguien que nos entienda como tú y yo nos entendemos?

Quise decirle que yo ya lo había hecho. Que no necesitaba a nadie más. Pero me tragué las palabras.

Solo atiné a sonreír y a responder:

—Tal vez.

Escribí cartas que nunca entregué. Más de una docena. Algunas con mi letra desordenada, otras con frases copiadas de canciones. En una decía: "Me gustas desde que me enseñaste a bailar bajo la lluvia y yo solo quería que la tormenta no acabara." En otra, más simple: "No sé cuándo pasó, solo sé que pasó."

Las guardaba en una caja en mi escritorio. A veces pensaba que se las daría algún día, cuando termináramos la secundaria, cuando todo dejara de importar tanto. O nunca.

Mientras tanto, la veía reír con otros, abrazar a otras amigas, hablar de chicos con la ligereza que solo Camila tenía. Yo asentía, fingía interés, me reía incluso. Pero me dolía.

Lo que más me dolía era que ella pensara que yo estaba bien.

La fiesta fue en casa de Valentina. Cumpleaños de 17. Música alta, luces de colores, gente bailando sin preocuparse por nada.

Camila me arrastró al centro de la sala. Yo, como siempre, me sentía fuera de lugar. Pero ella me sostuvo de las manos y giró conmigo hasta que olvidé la vergüenza.

Después de un rato, nos escapamos al jardín. El ruido adentro se convirtió en un eco lejano. Ella se tumbó en el pasto. Yo la seguí.

—¿Sabes qué me gusta de ti? —me dijo de pronto.

—¿Qué?

—Que siempre estás. Siempre me escuchas, aunque diga tonterías. A veces siento que no podría ser yo misma si tú no estuvieras.

Mi corazón latía tan fuerte que me dolía el pecho. Me atreví:

—¿Y si un día no estuviera?

Ella giró para mirarme, confundida.

—¿Por qué dirías eso?

—No sé —mentí—. A veces siento que si supieras algo de mí... tal vez ya no me mirarías igual.

Camila se quedó en silencio. Luego dijo algo que me rompió por completo:

—Yo también tengo cosas que no digo.

Una semana después, me pidió que la acompañara al parque. Llevaba una mochila pequeña y una expresión seria.

Nos sentamos en una banca cerca del lago.

—¿Te acuerdas cuando me dijiste que, si supiera algo de ti, ya no te miraría igual?
Asentí.

—Bueno —dijo, bajando la mirada—. Yo también tengo miedo de que tú me dejes de mirar igual. El mundo se detuvo.

—¿Qué quieres decir?

—Que hay veces que... que me muero por tomarte la mano y no sé si es normal.

Que me pregunté por qué siempre quiero estar contigo. Y que cuando te ríes... me duele el pecho. Literalmente.

No respondí. Solo la miré. Vi sus ojos brillando, su nerviosismo. Entonces lo supe con certeza: ella también.

Le tomé la mano. Y le dije, temblando:

—Yo también. Lo supe cuando reíste.

Nada fue igual después de eso. Y, al mismo tiempo, todo fue igual.
Seguíamos tomándonos fotos tontas. Seguíamos compartiendo tareas, escapándonos de las clases aburridas, mandándonos audios largos por la noche.

Pero ahora, también había besos robados en la escalera trasera del colegio. Había promesas susurradas al oído. Había una caja nueva en mi escritorio, pero esta vez llena de cartas que ella me escribía.

No fue fácil. A veces teníamos miedo. A veces nos preguntábamos si estaba bien, si éramos demasiado jóvenes, si debíamos ocultarlo. Pero después de cada duda, venía una mirada, un abrazo, y todo se aclaraba.

En nuestra graduación, cuando lanzamos los birretes al aire, Camila me tomó de la mano frente a todos. Nadie dijo nada. Algunos miraron. Otros sonrieron. Pero por primera vez, no importó.

Después de la ceremonia, me abrazó fuerte y me susurró:
—Gracias por esperarme.

Yo sonreí y le dije:
—Gracias por reírte conmigo.

Fin.

Del 1 al 10, ¿Qué tan buena es esta historia?

29/07/2025

EL JARDÍN QUE PLANTAMOS

Las ruedas del tren crujieron sobre los viejos rieles, justo cuando Clara Méndez abrió los ojos. A través de la ventana, el verde del campo la saludaba como un recuerdo olvidado que volvía con más fuerza de la esperada.

Tras años viviendo en la ciudad como arquitecta paisajista, regresar a San Vicente un pueblo que parecía detenido en el tiempo era una mezcla de nostalgia, temor y necesidad.

La casa de su abuela, Doña Estela, la esperaba en la cima de una colina, con su tejado inclinado y la fachada cubierta de enredaderas que ya nadie cuidaba. Clara no visitaba el lugar desde hacía casi diez años, pero cada rincón tenía la huella de su infancia: los veranos entre macetas, las tardes de té con galletas, y sobre todo, el jardín… ese que ahora yacía marchito.

Doña Estela la recibió con una sonrisa débil, pero los ojos igual de vivaces. “Qué bueno tenerte aquí, Clarita. El jardín te necesita tanto como yo”.

Al tercer día, Clara aceptó que necesitaba ayuda para revivir el jardín. Así fue como conoció a Irene Roldán, la florista del pueblo.

Llegó en una bicicleta verde pastel, con una cesta de mimbre cargada de esquejes, herramientas y flores silvestres. Tenía el cabello castaño recogido en un moño desordenado y las manos manchadas de tierra. Sonreía con naturalidad, como quien lleva el sol en la piel.

¿Eres la nieta de Estela? preguntó mientras descargaba. Me habló de ti muchas veces.

Y tú eres la florista respondió Clara, algo rígida, aún sin saber cómo sentirse tan lejos del concreto y las estructuras limpias de la ciudad.

Así me llaman. Aunque prefiero pensar que soy una cuidadora de cosas que crecen dijo Irene, mirando el jardín marchito con ternura.

Desde entonces, trabajaron juntas cada mañana. Clara trazaba planos en su libreta, pero Irene tenía una forma más orgánica de entender el espacio. No se guiaba por líneas, sino por la intuición: “Las lavandas siempre buscan el sol, no las obligues a la sombra”, decía con una risa suave. Y poco a poco, Clara empezó a mirar más allá de sus esquemas.

Con los días, el jardín comenzó a florecer, y algo también empezaba a florecer en Clara.

Irene hablaba mientras regaba las begonias: contaba historias del pueblo, de las lluvias que no llegaban, de los niños que le robaban flores para declararse a escondidas.

Clara la escuchaba sin interrumpir, fascinada por la cadencia de su voz y por cómo sus ojos parecían brillar más cuando hablaba de cosas simples.

Una tarde, mientras trasplantaban un jazmín, Irene le rozó sin querer la mano. Fue apenas un segundo, pero Clara sintió un calor repentino que no tenía nada que ver con el sol. La mirada de Irene se cruzó con la suya, y aunque ninguna dijo nada, las dos supieron que algo había cambiado.

Aquella noche, Clara no pudo dormir. Caminó por el jardín bajo la luna, sintiendo el aroma de la tierra húmeda y el murmullo del viento entre las ramas. En el aire había una pregunta no dicha. Una semilla aún sin nombre.

Irene comenzó a dejar pequeños regalos: un ramillete de mimosas en la ventana, una nota con un poema de Alfonsina Storni, una mermelada casera con una etiqueta que decía: "Para cuando la nostalgia apriete."

Clara los guardaba todos como si fueran cartas secretas. Y aunque seguía sin atreverse a decirlo en voz alta, su cuerpo hablaba por ella: sonreía más, se recogía el cabello igual que Irene, y se sorprendía buscándola en los mercados del pueblo sólo por verla de lejos.

Un domingo, mientras recogían flores silvestres en el campo, Clara se detuvo frente a una colina y dijo en voz baja:

Antes pensaba que lo más hermoso del mundo eran los jardines perfectamente diseñados, pero contigo estoy empezando a dudar.

Irene la miró, y con una sonrisa suave respondió:
Lo más hermoso no siempre es lo más simétrico. A veces, es lo que crece donde menos lo esperas.

El primer beso llegó una tarde de tormenta. La lluvia las sorprendió mientras regaban los helechos, y corrieron a refugiarse bajo el cobertizo del fondo. Empapadas, con las mejillas encendidas, Irene le secó la cara a Clara con la manga de su camisa.

¿Sabes lo que me pasa contigo? dijo Clara, respirando agitada. Que me haces sentir que no tengo que esconderme.

Irene no respondió. Simplemente se acercó y la besó, con una dulzura que derribó todas las murallas que Clara había construido durante años. Fue un beso tibio, con sabor a lluvia, a tierra, y a algo que había esperado florecer por mucho tiempo.

Después de eso, el amor no fue un torbellino. Fue como el jardín: lento, honesto, lleno de cuidados pequeños. Pasaban las tardes sentadas entre flores, con los pies descalzos, hablando de sus miedos y de cómo nadie en el pueblo debía saber aún.
Pero también sabían que el secreto no les pesaba. Porque su amor era suyo. Y suficiente.

Un día, mientras terminaban de plantar un cerezo joven frente a la casa, Doña Estela las observó desde el porche. No dijo nada. Solo sonrió con complicidad y comentó:

Las cosas que se cuidan con amor, siempre dan fruto.

Un año después, Clara dejó la ciudad para siempre. Remodeló la casa de su abuela y abrió un pequeño vivero junto a Irene. La gente del pueblo iba no solo por las plantas, sino por el calor que se respiraba allí, ese que no se puede fingir ni comprar.

Y cada vez que alguien les preguntaba cómo se conocieron, Irene solía responder con una sonrisa:

Nos encontramos entre raíces viejas y flores nuevas.
Y así, como todo lo que vale la pena, su historia creció despacio. Pero fuerte. Profunda. Y feliz.

29/07/2025

DONDE NACEN LAS MIRADAS

Clara sabía que Amalia no podía estarse quieta. Ella era de esas personas que vivían a todo color, como una tormenta eléctrica caminando por el mundo. La había visto enamorar con una sola sonrisa, destruir promesas con una risa nerviosa, y salir ilesa de relaciones que dejarían a cualquiera en ruinas.

—¿Y ahora con quién sales? —preguntó Clara, fingiendo desinterés mientras hojeaban una revista en el sofá.

—Una DJ de Rosario. Linda, intensa… un poco obsesiva ya —contestó Amalia encogiéndose de hombros—. Pero tiene una mirada…
Clara desvió la suya.

No como la mía, pensó. La mía sólo la ves cuando no miras.
Una noche, tras una copa de vino de más, Clara se atrevió a preguntarlo:
—¿Nunca pensaste en cómo sería… si alguna vez miraras a alguien que siempre estuvo ahí?

Amalia sonrió. Estaban en la terraza, con las piernas cruzadas, fumando un cigarro compartido.

—¿Cómo quién? ¿Vos?

El corazón de Clara se detuvo por un instante. Pero volvió a latir cuando Amalia soltó una carcajada, como si fuera un chiste. Como si no tuviera ni idea.
—No, no. Era sólo un ejemplo —dijo Clara, recogiendo su pedazo de dignidad en silencio.

Amalia terminó una relación que sí parecía prometer algo serio. Lloró por primera vez en mucho tiempo, y fue Clara quien la consoló. Como siempre. Pero esta vez, hubo algo diferente.

—No entiendo por qué nadie se queda —dijo Amalia, abrazada a su amiga.
—Quizá no estás mirando donde realmente hay amor —susurró Clara sin pensar. Luego quiso tragarse las palabras.

Pero Amalia no respondió. Solo la miró. Largo. Como si acabara de escuchar algo que llevaba años esperando sin saberlo.

Amalia le propuso un viaje a la costa. Un lugar tranquilo, de esos que parecen aislados del mundo. Clara aceptó, como siempre. Pero algo dentro de ella se sentía distinto.

Una noche, frente al mar, entre risas y silencios, Amalia se quedó quieta.
—¿Vos me amás?

Clara no supo cómo responder. Pero su silencio dijo lo que las palabras nunca se atrevieron. Y entonces Amalia, por primera vez, dejó de correr.

—Yo también te miraba, Clara. Solo que no sabía qué estaba viendo hasta ahora.
El romance no fue fácil. Tuvieron que redescubrirse. Clara aprendió a mostrarse. Amalia, a quedarse. Pero en ese cruce de caminos, encontraron una nueva forma de amar: sin miedo, sin silencios, sin dudas.

Donde antes nacían miradas, ahora nacían besos.
Y así, por fin, dejaron de observarse para comenzar a vivirse.

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