Amor Entre Nosotras y mas

Amor Entre Nosotras y mas Sean todas bienvenidas.

29/09/2025
13/09/2025

Bajo la Luz Tímida de la Luna, Tu Piel y la Mía Aprendieron a Nombrarse en Susurros y Gemidos.

La primera vez que Camila vio entrar a Adriana a la oficina, supo que su rutina no volvería a ser la misma. Camila era la directora de la empresa, una mujer respetada, firme, de carácter fuerte y con una elegancia natural que imponía respeto.

Adriana, en cambio, era nueva: recién contratada, con un aire fresco que contrastaba con la seriedad del ambiente. Sus ojos grandes y brillantes se movían nerviosos mientras sujetaba la carpeta contra el pecho, y aquella timidez llamó la atención de su jefa más de lo que debería.

—Bienvenida, Adriana. La voz de Camila fue segura, grave, con esa cadencia que imponía y seducía al mismo tiempo. Espero que te sientas a gusto aquí.
Adriana asintió, sin poder sostener demasiado tiempo la mirada. No era solo el respeto: había algo en esa mujer de labios rojos y mirada penetrante que la desarmaba.

Los días siguientes fueron un lento descubrimiento. Camila la observaba a la distancia: cómo se concentraba al escribir, cómo se mordía el labio cuando algo no le salía bien, cómo acomodaba un mechón de su cabello detrás de la oreja sin darse cuenta de lo sensual que era ese gesto.

Adriana, por su parte, sentía que el corazón le golpeaba cada vez que escuchaba el taconeo firme de Camila acercándose.
Pronto comenzaron los pretextos.

—Adriana, quédate un momento más, necesito que me ayudes con este informe pedía Camila algunas noches.

Lo que empezaba siendo trabajo, terminaba en charlas largas, confidencias inesperadas y risas compartidas que hacían olvidar las horas.

Una tarde, Camila se inclinó demasiado cerca mientras le mostraba algo en el ordenador. El roce de su brazo fue suficiente para que Adriana contuviera el aliento. Camila lo notó. Sonrió apenas, disfrutando de esa tensión.

El punto de quiebre llegó tras una jornada agotadora. La empresa había cerrado un proyecto importante y Camila invitó a Adriana a tomar algo. Fueron a un bar elegante, pero el ambiente se sentía íntimo. Camila bebía vino con una calma peligrosa, mientras Adriana intentaba no dejarse hipnotizar por cada movimiento de sus labios.

—Eres talentosa, ¿lo sabías? dijo Camila, inclinándose hacia ella.
Adriana tragó saliva.

—Gracias… intento dar lo mejor.

—Y lo logras. La mirada de Camila fue más intensa de lo que debía ser. Hubo un silencio espeso, lleno de electricidad.

Cuando salieron, la noche las envolvió. Bajo la luna, Camila tomó la decisión. La sujetó suavemente del brazo, obligándola a girar. Sus ojos se encontraron.

—Dime que no estás sintiendo lo mismo que yo, y me detengo ahora.
Adriana temblaba, pero no dijo nada. En lugar de palabras, dio un paso hacia adelante. Fue suficiente. Camila la besó. Un beso lento, firme, cargado de deseo contenido. Los labios se buscaron con hambre, pero también con cuidado, como si reconocieran que estaban cruzando un límite del que ya no habría regreso.
A partir de esa noche, todo cambió.

Las citas nocturnas se volvieron frecuentes. Primero fueron roces tímidos: manos que se rozaban al pasar documentos, miradas que se encontraban demasiado tiempo en medio de reuniones. Pero cuando estaban a solas, la contención desaparecía.

La primera vez que hicieron el amor fue en el apartamento de Camila. Adriana entró nerviosa, con el corazón desbocado. Camila cerró la puerta y sin decir nada la acorraló contra la pared. La besó con desesperación, devorándola, mientras sus manos recorrían con ansiedad la curva de su cintura.

—Eres mía susurró Camila, con voz ronca, rozando su oreja.
Adriana gimió, aferrándose a su blusa. Camila desabotonó lentamente, saboreando cada centímetro de piel que iba quedando al descubierto. La besaba en el cuello, bajando con labios ardientes, mientras Adriana arqueaba la espalda, dejando escapar gemidos que habían estado enterrados demasiado tiempo.

La llevaron hasta el sofá. Camila la tumbó con delicadeza, pero sus manos eran firmes, seguras. Cada caricia era un mapa que se extendía desde los muslos hasta los pechos, cada beso una promesa cumplida. Adriana temblaba bajo ella, descubriendo lo que significaba ser deseada de esa manera.

La ropa cayó al suelo entre risas entrecortadas y suspiros. Piel contra piel, se reconocieron como si hubieran esperado toda la vida por ese instante. Camila descendió por su abdomen, robándole un gemido ahogado cuando su boca la encontró. Adriana se aferró al sofá, incapaz de contener los temblores que recorrían su cuerpo.

—No sabes cuánto te he deseado murmuró Camila, levantando la vista con los labios húmedos.

Adriana la atrajo hacia sí, besándola con la urgencia de quien no quiere perder ni un segundo. Sus piernas se enredaron, sus cuerpos se movieron con un ritmo nuevo, un lenguaje propio de susurros, jadeos y gemidos. Cada roce, cada embestida suave, las llevaba más allá de lo físico, hacia un lugar donde solo existían ellas dos.

Esa noche se amaron hasta quedarse exhaustas. Y en medio del sudor, las risas y las caricias suaves en la madrugada, supieron que no era un error, sino el inicio de algo grande.

El romance siguió en secreto. Camila, más que nunca, confiaba en Adriana. Le confió proyectos delicados, le dio un lugar especial en la empresa… y finalmente, un día, le ofreció formalmente ser su secretaria personal. Nadie más entendía sus tiempos, sus necesidades, su forma de trabajar. Pero ambas sabían que significaba mucho más: era la forma de tenerla cerca, siempre.

Pasaron meses de complicidad: reuniones interminables que se transformaban en juegos de miradas, viajes de trabajo que eran también excusas para noches ardientes en hoteles, llamadas disfrazadas de asuntos urgentes que en realidad eran confesiones de deseo.

El secreto, lejos de apagarlas, las mantenía vivas, con la adrenalina corriendo en cada encuentro. Pero lo que empezó con pasión se fue convirtiendo en algo más profundo.

Una noche, después de hacer el amor, Adriana acarició el rostro de Camila y la miró a los ojos.

—Ya no me asusta lo que sentimos. Solo quiero vivirlo contigo, sin miedo.
Camila sonrió, besándola en la frente.
—Lo haremos. Lo prometo.

Y así fue. Su historia, nacida entre miradas furtivas y besos robados, creció hasta convertirse en una relación sólida y apasionada. Con el tiempo, dejaron atrás los secretos, mostrándose como eran: dos mujeres que se amaban intensamente, bajo la luz de la luna o bajo el sol del día.

Porque desde aquella primera chispa en la oficina hasta la última caricia en la cama, Camila y Adriana entendieron que sus cuerpos y sus almas habían aprendido a nombrarse en susurros y gemidos, pero también en promesas y ternuras infinitas.

04/09/2025

"Donde Nacen los Latidos"

Clara siempre había pensado que la rutina podía ser segura, cómoda, hasta aburrida. Hasta que aquel día, mientras trabajaba en la pequeña librería de su barrio, entró Laura. Su presencia era un terremoto silencioso: cabello negro como la noche, ojos que brillaban con una mezcla de curiosidad y picardía, y una sonrisa que parecía conocer secretos que nadie más podía imaginar.

Al principio, Clara solo la miraba de lejos, fingiendo indiferencia mientras su corazón latía más rápido cada vez que Laura se acercaba al mostrador. Las conversaciones eran breves, llenas de palabras elegidas cuidadosamente, pero cargadas de tensión: un roce accidental de manos al pasar un libro, un suspiro contenido al encontrar la misma novela favorita, miradas que duraban demasiado tiempo.

Una tarde lluviosa, Laura se quedó atrapada entre los estantes, y Clara se acercó para ayudarla. Sus cuerpos se rozaron y un calor inesperado recorrió sus espaldas. Laura sonrió, baja, y sus labios rozaron apenas la oreja de Clara. No puedo evitar sentir esto susurró. Tú me haces sentir demasiado.

Clara no supo qué decir, solo sintió cómo su respiración se aceleraba, cómo su cuerpo respondía a cada gesto, a cada palabra. Cuando sus labios finalmente se encontraron, fue como si el mundo desapareciera: un choque dulce y feroz, explorando, probando, dejando que cada caricia encendiera la piel de la otra.

Aquella noche, en el pequeño apartamento de Laura, la pasión fue un baile lento y sin reglas. Sus cuerpos se descubrieron con una mezcla de ternura y deseo, explorando cada curva, cada suspiro, cada gemido que escapaba sin control. Clara se perdió en la suavidad de la piel de Laura, en el aroma de su cabello, en el calor que se expandía entre ellas, y Laura respondía con un fervor que la hacía temblar de placer.

Entre abrazos y mordiscos suaves, caricias que recorrían desde el cuello hasta la espalda, ambas se entregaron al deseo sin miedo, dejando que sus cuerpos hablasen lo que las palabras aún no podían expresar. Entre jadeos y susurros, descubrieron rincones secretos de sus cuerpos y de sus almas, y comprendieron que aquel fuego no era solo físico: era un amor que había nacido silencioso, pero poderoso.

Al amanecer, se abrazaron entre sábanas desordenadas, riendo suavemente, con los dedos entrelazados y los corazones latiendo al mismo ritmo. Sabían que lo que había empezado como un juego de miradas y roces casuales se había convertido en algo profundo. Laura acarició el rostro de Clara y dijo, con una sonrisa tierna: No quiero que esto acabe nunca.

Clara respondió, con la voz temblorosa y dulce: Ni yo.

Y así, entre besos lentos y caricias suaves, nació su historia. Una historia de deseo, ternura, pasión y amor, donde cada latido recordaba que los sentimientos más intensos a veces surgen de los encuentros más inesperados.

02/09/2025

CUANDO TU CUERPO ME LLAMA
El aire de la madrugada aún guardaba un frescor húmedo cuando Elena salió de la galería de arte. Había pasado la noche entera montando su primera exposición en solitario: cuadros que hablaban de cuerpos, pieles y miradas.

Estaba exhausta, pero había una energía en ella que no la dejaba rendirse. Esa mezcla de nervios y entusiasmo la mantenía despierta.

Fue entonces cuando la vio. Lucía, la fotógrafa encargada de documentar el evento, estaba inclinada sobre una cámara, revisando tomas en silencio. La luz blanca de la pantalla iluminaba su rostro, y en esa quietud, Elena sintió cómo algo dentro de ella se encendía.

Lucía levantó la vista y sonrió.

—No deberías trabajar tanto antes de tu gran noche. dijo con un tono suave, pero cargado de complicidad.

Elena quiso responder con una broma, pero en cambio se encontró observando la manera en que los labios de Lucía se curvaban al hablar. Fue un instante breve, pero suficiente para dejar una marca.

Durante los días siguientes, las dos compartieron más tiempo del que esperaban.

Lucía se convirtió en la sombra silenciosa que capturaba cada ángulo, cada detalle de la exposición, pero también en la compañía que hacía que las horas de montaje fueran menos pesadas.

Una tarde, mientras colocaban una tela en una de las paredes, las manos de ambas se encontraron al mismo tiempo sobre el mismo borde. Ninguna se apartó. Elena levantó la mirada y se encontró con los ojos oscuros y profundos de Lucía. El roce era mínimo, casi accidental, pero se volvió insoportable en su intensidad.

Lucía fue la primera en retirar la mano, aunque dejó un suspiro en el aire.

—Perdón. murmuró, aunque su voz sonaba más a deseo contenido que a disculpa.
Elena se quedó inmóvil, con la piel ardiendo, preguntándose cómo algo tan pequeño podía desatar un huracán dentro de ella.

Las noches posteriores fueron diferentes. Cuando todos se iban, Elena se quedaba en el taller, fingiendo tener más trabajo. Siempre aparecía Lucía, con cualquier excusa: revisar unas fotos, ajustar una cámara, “solo pasar a saludar”.

Poco a poco, esas visitas se convirtieron en confidencias. Sentadas en el suelo, rodeadas de cuadros y cables, hablaban de sus miedos, de lo que habían perdido, de lo que nunca habían dicho en voz alta. La tensión crecía, pero ninguna se atrevía a romperla.

Hasta que una noche, Lucía acercó la cámara a Elena.

—Quiero retratarte. dijo con firmeza.

Elena, nerviosa, se dejó guiar. La lente capturaba cada gesto, cada mirada, cada respiro. Y en ese juego de luces y sombras, sintió que se desnudaba más que con la piel: era su alma la que estaba siendo expuesta.

Cuando el clic de la última foto resonó, Lucía bajó la cámara. Sus ojos estaban fijos en los de Elena. Se acercó despacio, como quien sabe que al mínimo movimiento todo puede romperse, y rozó su mejilla con los dedos.

—Eres más hermosa cuando no te escondes. susurró.

Elena no pudo contenerse más. Fue ella quien dio el paso final, quien buscó los labios de Lucía con una urgencia que llevaba semanas ardiendo en silencio. El primer beso fue lento, explorador, lleno de dudas y promesas. Pero pronto se volvió más profundo, más hambriento, como si ambas entendieran que llevaban demasiado tiempo esperando ese momento.

Las manos de Lucía viajaron por la espalda de Elena, deslizándose con cuidado, como si cada caricia fuera una pincelada sobre un lienzo delicado. Elena respondió con la misma intensidad, acariciando la cintura de Lucía, sintiendo cómo la cercanía hacía vibrar todo su cuerpo.

No hubo prisa. Fue un descubrimiento mutuo, un despertar que se construía con cada roce, cada suspiro, cada pausa en la que se miraban a los ojos y se reconocían en lo que estaban viviendo. La piel, que hasta entonces había sido frontera, se convirtió en puente.

Esa noche, entre besos suaves y caricias cada vez más atrevidas, las dos dejaron de ser espectadoras de lo que sentían y se entregaron sin reservas. Despertaron juntas, enredadas en el mismo calor, sabiendo que algo irreversible había nacido entre ellas.

La exposición fue un éxito. La gente admiraba las pinturas de Elena, pero nadie sabía que detrás de una de ellas un cuadro que representaba dos siluetas entrelazadas en penumbra se escondía un secreto compartido.

Lucía estaba allí, observándola desde lejos, con la misma sonrisa cómplice de la primera noche. Elena lo entendió entonces: la piel no solo había despertado, también el alma. Y ya no había marcha atrás.

Porque lo que habían encontrado no era un error, ni un desliz, ni un secreto que debía guardarse: era amor.

30/08/2025

Bajo el Hechizo de tu Boca

Patricia y Alexandra se conocieron en un taller de literatura. No era la primera vez que coincidían en un espacio, pero esa tarde, cuando Patricia levantó la vista de su cuaderno y se encontró con los ojos de Alexandra, algo en su interior se estremeció. Alexandra tenía esa manera inquieta de morderse el labio inferior cuando se concentraba, y Patricia, que jamás se había permitido desviar la atención durante una lectura, se descubrió hipnotizada, perdida en un gesto tan sencillo y, al mismo tiempo, tan devastador.

Los días siguientes fueron un vaivén de miradas sostenidas, conversaciones casuales y pequeños roces que parecían inocentes, pero que en realidad contenían una electricidad sutil. Patricia no dejaba de pensar en la suavidad de la mano de Alexandra cuando le pasó una hoja de papel, ni en la risa cristalina que se le escapó cuando ambas coincidieron en una broma privada.

Una noche, después del taller, Alexandra la invitó a tomar un café en su apartamento. La lluvia caía ligera, y las luces de la ciudad parecían difuminarse detrás de los cristales. El ambiente tenía una intimidad peligrosa, como si el universo hubiese decidido acorralarlas en un rincón donde ya no quedaban excusas.

Patricia se sentó en el sofá, nerviosa. Alexandra, con un gesto tranquilo, se acomodó a su lado y dejó dos tazas humeantes sobre la mesa. La conversación fluyó como siempre: ligera, divertida, pero con silencios que cada vez pesaban más. Silencios que pedían algo distinto, más que palabras.

—Patricia… murmuró; Alexandra, inclinándose un poco hacia ella.
—¿Sí? contestó, con la voz entrecortada.

Alexandra no respondió de inmediato. En cambio, levantó la mano y apartó un mechón de cabello que caía sobre el rostro de Patricia. Ese roce, breve y tembloroso, fue el punto de quiebre. Patricia sintió un n**o en el estómago, una corriente que le recorrió la piel, y sin pensarlo demasiado, acercó su rostro al de Alexandra.

El primer beso fue tímido, como si ambas pidieran permiso, explorando la suavidad de sus labios apenas rozándose. Pero el hechizo estaba lanzado. Patricia se dejó llevar por el calor de esa boca que había imaginado tantas veces, y Alexandra la recibió con un suspiro que encendió algo mucho más profundo.

Los besos se hicieron más urgentes. Las manos comenzaron a buscarse con torpeza y hambre. Patricia acarició la nuca de Alexandra, sintiendo cómo se estremecía bajo sus dedos, mientras los labios de su amiga se entreabrían con una entrega deliciosa. Alexandra deslizó su mano por la cintura de Patricia, apretándola contra sí con una necesidad que ya no podía ocultar.

El café quedó olvidado en la mesa. El mundo entero desapareció. Solo quedaba el roce de labios, la respiración agitada, el calor creciente que se acumulaba entre sus cuerpos. Patricia bajó los besos hacia el cuello de Alexandra, probando la suavidad de su piel, saboreando ese perfume dulce que la volvía loca. Alexandra arqueó la espalda, dejando escapar un gemido suave que la hizo estremecerse aún más.

—Patricia… susurró, con un tono que era pura rendición.

Se levantaron entre besos torpes, guiándose hacia la habitación. Las luces tenues creaban sombras suaves que envolvían la escena en un aire de complicidad íntima. Patricia la recostó en la cama y se inclinó sobre ella, devorándola con besos que se mezclaban entre risas nerviosas y jadeos.

Las manos exploraban sin pudor: la curva de la cadera, el contorno del muslo, la piel erizada que respondía a cada caricia. Alexandra acarició la espalda de Patricia bajo la blusa, sintiendo cómo cada músculo se tensaba bajo sus dedos. Patricia, por su parte, se dejó guiar por el instinto, saboreando, acariciando, disfrutando de cada respuesta de su amada.

El tiempo parecía diluirse. Los movimientos se volvieron lentos y luego intensos, como olas que subían y bajaban, siempre buscando más, siempre pidiendo un poco más de cercanía, de contacto, de unión. Patricia besaba con pasión cada rincón de Alexandra, y ella, entre suspiros y caricias, la recibía como si fuera un regalo largamente esperado.

Cuando finalmente alcanzaron juntas ese clímax inevitable, se aferraron una a la otra, con la respiración desbocada y el corazón latiendo como un tambor. No había vergüenza, no había dudas. Solo la certeza absoluta de que se habían encontrado de una manera que iba mucho más allá del deseo.

Patricia acarició el rostro de Alexandra, aún entrelazadas en la cama.
—No puedo creer que esto sea real… dijo, con una sonrisa temblorosa.
Alexandra le besó suavemente la frente.
—Es más real que cualquier cosa que haya sentido en mi vida.

Se quedaron abrazadas, escuchando el silencio de la noche. Afuera la lluvia había cesado, y en el interior, sus cuerpos aún brillaban con el calor compartido. No era solo pasión. Era el inicio de algo mucho más grande: un amor que había nacido del deseo, pero que prometía durar más allá de cualquier hechizo.

Y allí, bajo el hechizo de sus bocas, Patricia y Alexandra supieron que nunca volverían a ser las mismas.

28/08/2025

28/08/2025

El Eco de Tus Caricias.
El sonido de la lluvia golpeando contra los ventanales de la biblioteca universitaria siempre había sido un refugio para Clara. Estudiante de literatura, encontraba en cada página la compañía que la vida le negaba en voz alta. Aunque tenía amigos, aunque sonreía en los pasillos, en lo más profundo sentía un vacío: una soledad callada que no sabía nombrar.

Hasta que llegó Isabel.

Era nueva en la facultad, recién transferida desde otra ciudad. Su melena oscura y ondulada, su risa que parecía encender las esquinas más apagadas, y esa manera de mirar que parecía desvestir los pensamientos, hicieron que Clara sintiera una chispa inesperada.

Al principio, fue un cruce de miradas en las clases de poesía contemporánea. Luego, una conversación sobre un autor que ambas adoraban. Y de pronto, casi sin notarlo, se convirtieron en inseparables: tardes de café, paseos bajo los árboles del campus, charlas hasta la madrugada.

Pero había algo más.
Un silencio cargado entre cada palabra, una electricidad en cada roce accidental de sus manos, un deseo que ninguna se atrevía a pronunciar.

Una tarde de otoño, estaban solas en la biblioteca. Isabel hojeaba un libro mientras Clara la observaba de reojo. El perfil de su amiga, iluminado por la luz suave de la ventana, la dejó sin aliento.

—¿Por qué me miras así? preguntó Isabel, sin apartar la vista del libro, con una sonrisa que delataba que ya conocía la respuesta.

Clara se sonrojó. No… nada.

Isabel cerró el libro despacio, lo dejó sobre la mesa y la miró fijamente. Clara, a veces siento que me quieres decir algo… pero no lo haces.

El corazón de Clara golpeaba con fuerza. Tragó saliva. Es que… no sé si debería.

—Dímelo susurró Isabel, acercándose apenas unos centímetros.

La tensión se hizo insoportable. Entonces, Clara se atrevió:

—Tengo miedo de perderte, pero también tengo miedo de no decirte… que me gustas. Mucho más de lo que debería.

El silencio fue eterno. Hasta que Isabel sonrió suavemente y rozó con sus dedos la mano temblorosa de Clara.

—Entonces deja de tener miedo… porque yo también lo siento.

La confesión quedó flotando entre ellas, rompiendo años de silencios interiores. Isabel se inclinó despacio, como temiendo romper un hechizo. Sus labios se encontraron, tímidos al inicio, pero pronto se fundieron en un beso lleno de ternura y deseo contenido.

Clara sintió que todo a su alrededor desaparecía: solo estaban ellas dos, el calor de su boca, la suavidad de su piel, el eco de una caricia que parecía repetirse en cada rincón de su cuerpo.

Era un beso que no solo unía sus labios, sino también sus almas.
Aquella noche, Isabel la invitó a su apartamento. Estaban nerviosas, pero el miedo se transformó en urgencia apenas la puerta se cerró tras ellas.

El sofá fue testigo de risas entrecortadas, de caricias explorando la piel como si fuera un mapa sagrado. Clara temblaba al sentir los labios de Isabel recorrer su cuello, su clavícula, y bajar con devoción.

—Nunca había sentido tanto con tan poco susurró Clara, entre jadeos suaves.

Isabel sonrió contra su piel. Porque esto no es solo deseo, Clara… es todo lo que callamos hasta hoy.

Las sábanas se enredaron en sus cuerpos desn**os, los suspiros se mezclaron con gemidos apagados, y cada rincón fue explorado con ternura y pasión. Era como si descubrieran un idioma secreto, uno que solo ellas podían hablar, con la piel como página y las caricias como versos.

Al amanecer, Clara abrió los ojos y vio a Isabel dormida a su lado, abrazándola con suavidad. La acarició despacio, pensando que nunca había sentido tanta paz.

Isabel despertó, la miró con una sonrisa y murmuró:

—¿Sabes por qué nunca me dio miedo esto?

—¿Por qué? preguntó Clara.

—Porque incluso cuando no me tocabas, ya sentía el eco de tus caricias en mí.

Clara se emocionó hasta las lágrimas. La besó suavemente y le susurró:

—Y ese eco… me acompañará siempre.

Desde entonces, caminaron juntas, con la certeza de que el amor que habían encontrado era más fuerte que los miedos, más profundo que las dudas, y tan eterno como la poesía que las unió.

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