14/05/2025
En 2014, cuando Pepe Mujica ya era conocido como “el presidente más pobre del mundo”, un jeque árabe intentó comprarle su coche. Pero no era un coche cualquiera: era su viejo Volkswagen Fusca celeste del 87, el mismo con el que iba al trabajo, al mercado y a todas partes. Le ofreció un millón de dólares. Un millón. Por un coche de casi 30 años.
¿Y qué respondió Mujica?
“No lo vendo. A menos que me compren también a Manuela.”
Manuela era su perra mestiza, una pata menos, todo el corazón del mundo. No lo dijo para hacer el chiste fácil. Lo dijo porque ese coche era parte de su vida, y su vida, al igual que su perra Manuela, no se vendía. No importaba que fuera presidente. No importaba el precio. Mujica tenía una brújula que no se movía con el viento del dinero. Y ese tipo de lealtad —a los afectos, a lo sencillo, a lo que no brilla en oro— es algo que no se enseña. Se es.
Ese era Pepe.
Y por eso lo vamos a echar tantísimo de menos.
"No lloren por mí. Organicen."
No se va del todo quien sembró dignidad.
Pepe Mujica no muere: se multiplica en las manos que resisten, en las voces que se alzan sin odio, en los corazones que todavía creen que la política es para servir, no para servirse.
En un mundo intoxicado de codicia, Mujica fue un antídoto: austero, terco, libre. Nos enseñó que se puede gobernar sin traicionar, que la coherencia no es una rareza, sino una elección diaria.
Hoy, mientras algunos lo lloran, él deja claro su último deseo:
No llores. Organízate.
Haz comunidad. Defiende lo justo. Cuestiona al poder. Comparte el pan. Abraza la lucha.
Porque hay quienes cruzan la última frontera con la cabeza alta…
y nos dejan la suya como brújula.