24/06/2025
Ayer, lunes 23 de junio de 2025, en una fría noche del barrio El Obelisco, en la parroquia Alóag del cantón Mejía, un niño caminaba solo, con una mochila medio vacía, pero con un corazón cargado de esperanza. Su destino era incierto, aunque en su mente lo tenía claro: quería llegar a Pedernales. Quería ver el mar. Tal vez, en su inocencia, creía que allá, donde rompen las olas, podía encontrar algo que se pareciera a la libertad.
Fue un patrullero de la Policía Nacional del Ecuador quien lo vio, desorientado y con los ojos hinchados por el llanto contenido. Al acercarse, el niño no huyó. Se detuvo. Como si supiera que, por fin, alguien podría escuchar su voz.
Con valentía, pero sin levantar demasiado la mirada, confesó lo que en casa no podía decir. Habló del miedo. Del silencio obligado. Del maltr4t0 que vivía a diario a manos de su padrastro. Un hogar que debía protegerlo, pero que se convirtió en su primera cárc3l.
Él vive en Amaguaña, parroquia rural del cantón Quito, en la provincia de Pichincha. Allí comenzó su dolor… y también su valentía. Porque salir, caminar kilómetros y decidir huir no fue una travesura, fue un grito desesperado por auxilio. Un acto de coraje para un niño que jamás debió conocer la v!olenci4.
La policía actuó de inmediato. Le ofrecieron abrigo, comida caliente, y algo que hacía mucho no recibía: palabras suaves. Se activaron los protocolos para protección de menores, mientras equipos especializados en psicología infantil lo acompañaron en sus primeras horas lejos del peligro.
Hoy, las autoridades buscan garantizar su seguridad y asegurar que su historia no sea una más olvidada entre los archivos. Porque no se trata solo de rescatarlo del lugar donde vivía, sino de entregarle algo que aún merece: una infancia digna.
Su sueño era llegar al mar. Tal vez no sabía que, al hablar, al confiar, ya había alcanzado algo igual de inmenso: la posibilidad de empezar de nuevo.
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