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LOS CUENTOS DEL FARERO: "EL SILENCIO DEL MAR" de Pedro Vicente GreselyEl arrecife de coral, frente a la costa de Belice,...
10/10/2025

LOS CUENTOS DEL FARERO: "EL SILENCIO DEL MAR" de Pedro Vicente Gresely

El arrecife de coral, frente a la costa de Belice, no era meramente una acumulación biológica; era, para Ariel, Mateo, y la siempre escéptica Elena, una frontera. Una frontera de agua que, en su azul profundo, parecía sostener la propia curva del espacio. Habían fondeado el Nautilus, su modesto velero de exploraciones y sueños fallidos, a una distancia prudente del acantilado submarino que les obsesionaba desde el verano anterior. En ese punto exacto, el mar, habitualmente un cristal turquesa, se teñía de un añil espeso, casi negro, como si la noche se hubiera filtrado en la tarde.

Los tres amigos eran apóstoles de la profundidad. Mateo, el cartógrafo meticuloso, registraba la temperatura, la salinidad y la composición mineral con la devoción de un monje transcribiendo un códice apócrifo. Elena, la bióloga marina, era la voz de la cautela, el ancla de la ciencia dura contra la deriva de la imaginación. Pero Ariel, Ariel era el fuego, el visionario, el que veía en cada sombra una promesa y en cada límite una invitación al abismo. Él había sido el primero en describir la cueva, oculta en la base del acantilado, no como una mera cavidad geológica, sino como la garganta de un sistema hidráulico inaudito.

“Es un sifón,” había dicho Ariel un año atrás, limpiando el vaho de su máscara tras aquella primera inmersión premonitoria. “Una válvula, la descarga de un retrete oceánico misterioso. Entra el mar por aquí y debe salir dentro de la montaña, quién sabe dónde, quizás a un cenote interior, o a un lago subterráneo. Es la fontanería de los dioses.”

Elena había respondido con un exasperado resoplido, propio de quien se enfrenta a la poesía en un laboratorio: “Ariel, es una simple corriente de resaca en un conducto de lava. Y además, es peligrosa. No tenemos el equipo ni la certificación para cuevas tan profundas.”

Mateo, siempre mediador, había apoyado la mano en el hombro de Ariel. “Pero vio algo, Elena. Es nuestro amigo y si nos dijo que vio una luz, es porque vio una luz el año pasado.”

Y ahí estaba la simiente de la locura: la mantarraya luminosa. Una criatura que desafiaba toda taxonomía conocida, una silueta de cuerpo transparente como gelatina que desprendía una luz fría, iridiscente, que danzaba entre una gama de colores en la penumbra abisal antes de desaparecer por la supuesta entrada de la cueva. Para Elena, era un caso de pareidolia o un mero fenómeno de bioluminiscencia amplificado por la narcosis. Para Ariel, era la llave, la prueba de que el sifón conducía a un lugar distinto.

Era muy temprano cuando comenzaron el nuevo intento. El sol aún no había quemado la neblina marina, y la superficie parecía de un gris plateado melancólico. Se sumergieron en intervalos, buscando la ventana de marea que permitiera un acceso menos turbulento al angosto orificio.

“La corriente sigue demasiado fuerte,” comunicó Mateo a través del sistema de intercomunicación, su voz crepitando con el ruido blanco del agua. “No podemos arriesgarnos a que nos succione. La presión es impredecible, como la mente de un loco.”

“Dale tiempo, Mateo,” respondió Elena desde la borda del Nautilus, atenta a los indicadores. “Necesitamos al menos tres horas de calma. Esperaremos el ciclo de la tarde.”

Ariel no podía esperar. Para él, el tiempo no era un vector lineal, sino un círculo obsesivo, y el fracaso de la mañana era idéntico al fracaso del año anterior. La cueva era un libro que se cerraba y él necesitaba leer la última página.

Después del almuerzo, el mar se aquietó con una placidez engañosa. Hicieron dos inmersiones más. Elena y Mateo lograron acercarse, iluminando el borde de la cueva con sus potentes focos. La boca no era grande, apenas un boquete que una persona podría atravesar con esfuerzo. Dentro, las luces se disolvían en la oscuridad, devoradas por un pasaje que parecía descender en una pendiente suicida. El agua, aunque en calma, era gélida, con un tacto de otro mundo. Subieron, exhaustos y desalentados, cuando el sol ya se inclinaba hacia el horizonte de Yucatán.

“Ya es suficiente, Ariel,” sentenció Elena, quitándose las aletas con brusquedad. “La tabla de descompresión está al límite y la luz se irá en una hora. Mañana volveremos.”

Mateo asintió, secándose el cabello. “Ella tiene razón, amigo. La fatiga nos hace cometer errores. El mar no negocia con el cansancio.”
Pero Ariel ya estaba sintiendo el llamado del vacío. Sus ojos, enrojecidos por la sal, brillaban con una obstinación febril. La posibilidad de que la mantarraya, la esfinge luminosa, estuviera esperándole al otro lado del umbral, era una certidumbre metafísica.

“Una más,” dijo, su voz ronca de pura voluntad. “Prometo que es la última. Sólo quiero entrar, ver el trazado del primer recodo. Necesito acallar el eco de la duda.”
Elena cruzó los brazos. “Es imprudente. La oscuridad completa es nuestro enemigo. Necesitaremos energía extra para los focos, tenemos que tomar en cuenta el recalentamiento del generador”.

“No para mí. La oscuridad me ha estado esperando toda mi vida,” murmuró Ariel, y sin esperar consentimiento, revisó sus tanques. El aire era el último fragmento de su mundo que estaba dispuesto a sacrificar. Se deslizó de nuevo por la borda, un hombre condenado por su propia insatisfacción con la realidad.

Elena y Mateo vieron que Aries se sumergió y sus miradas se encontraron con un gesto de resignación y preocupación. Mateo encogió los hombros; “Sabes cómo es, ayudémosle, ha reunido dinero y esfuerzo todo un año para esto”. Elena meneó la cabeza desaprobando rotundamente el empeño de sus amigos, pero puso manos a la obra en los controles del generador, la presión, el aire, y todos los demás indicadores que ya estaban enviando señales.

El descenso fue una caída en el olvido. La superficie desapareció casi inmediatamente, no con una gradual atenuación, sino con un corte abrupto de la luz. Se sentía como si hubiera saltado de la primera hoja de un libro cuya página era tan oscura como la noche y en un parpadeo, se encontraba cerrando la pasta oscura de cuero del final.

Al entrar en la cueva, la sensación de sifón se hizo física. El agua lo abrazó con una presión orientada, un túnel de fuerza que lo impulsaba hacia el interior de la montaña. Era un viaje más allá de la espeleología, un descenso a la geografía del subconsciente. Se dejó simplemente llevar por la corriente, sin elegir qué conducto tomar a la izquierda o a la derecha. El conducto se curvaba, se estrechaba y se expandía en patrones que desafiaban la tectónica conocida. Las paredes eran de una roca negra y viscosa, sin la familiar rugosidad del coral. El haz de su linterna sólo servía para iluminar el fracaso de la visión, revelando que el espacio se extendía y se dividía en una infinidad laberíntica, un mapa completo de posibles destinos. Aunque nunca dudó, Ariel supo en ese instante que estaba perdido.

Ariel comprendió entonces la fascinación de la cueva en la que tenía fe, dejándose llevar por la corriente estaba seguro que lo llevaría al otro lado donde encontraría oxígeno. Pensó; “Si todos los caminos eran posibles, ¿Cuál era el verdadero?”.
Mientras tanto, en la superficie, Elena y Mateo perdieron todas las señales, y se preocuparon, la noche había caído, fue entonces cuando llamaron inmediatamente a los guardacostas.

Ariel, en su delirio, estaba a punto de tocar el límite de su temple, la ansiedad se filtraba en su regulador, cuando ocurrió. En la lejanía, en lo que parecía ser una curva imposible, donde la lógica le decía que sólo debía haber roca sólida y el final del oxígeno, apareció la luz. “¿Luz?”

No era el fogonazo potente de un sol, ni el frío resplandor de una linterna de otro buzo. Era una luz pequeña, lechosa y templada, como una moneda de plata olvidada en el fondo de una bolsa de terciopelo. Tenía un matiz anaranjado y constante, una estrella de otro firmamento vista a través de un denso velo. Y lo más extraño: no parecía reflejarse en el agua, sino que emanaba de un punto fijo, un punto que, a pesar de la distancia, prometía la superficie, la respiración, el fin del túnel.

La fatiga y el peligro se disolvieron ante la magnetita de la promesa. Ariel nadó hacia ella con una renovada, casi sobrenatural, reserva de energía. Sabía que estaba gastando las últimas reservas de aire, sabía que la descompresión sería una ruina, pero la luz lo llamaba con la certeza de un destino trazado.

El conducto se hizo minúsculo. El buzo tuvo que quitarse el tanque para deslizarse por la grieta final, un pasaje que parecía tallado a la medida de un hombre que ya había renunciado al peso de su mundo. Al otro lado, la luz se hizo un torrente. Ariel emergió, jadeando, en una caverna subacuática que no era de piedra, sino de un material liso y pulsante, como la piel interna de una fruta gigante. Buscó la superficie desesperadamente, y al alzar la vista, el agua se abrió.
Emergió a la superficie de un mar que no conocía.

Su cabeza se alzó de la superficie turquesa, empapada en un líquido de densidad ligeramente diferente, y el primer sonido que registró fue el del silencio. No el silencio humano, sino un silencio cósmico, un mutismo denso y saturado.
Nadando hacia la orilla de una playa de arena plateada, que relucía bajo una luz antinatural, sus ojos se alzaron hacia el cielo. El mundo se había volteado.

El sol estaba allí, sí, pero era más pequeño, más distante, un disco duro y plateado en lo alto. Y luego, el asombro que detuvo su corazón. Cubriendo una cuarta parte del firmamento, rotando con una majestad imposible, estaba lo que su mente reconoció como el planeta Saturno. “¿Saturno?”

Sus anillos, un disco de geometría perfecta, suspendidos en el éter violeta, proyectaban sombras que nunca antes habían existido en la retina de Ariel. El cielo era un lienzo de terciopelo oscuro, salpicado de estrellas que parecían clavadas con alfileres de diamante. Estaba en una de sus lunas, pensó con la rapidez febril de la epifanía. La cueva, el sifón de Belice, no era una válvula de agua, sino un portal dimensional, un túnel de taquiones, o quizás, como hubiera concebido el mejor de los escritores de ciencia ficción, una deformación hiperespacial que había comunicado dos mundos a través de un pliegue de la realidad.

Salió del agua y se desplomó sobre la arena. El aire que respiraba era dulce, ligeramente metálico, y le llenó los pulmones con una euforia que no era sólo la alegría del descubrimiento, sino la liberación de todas las leyes físicas de su vida anterior.

Se despojó de su equipo, máscara, aletas, lo poco que le quedaba, dejando los artefactos de la Tierra como tributo en la playa lunar. El paisaje era de una belleza demoledora y abrumadora. El mar turquesa se rompía en pequeñas olas, y la arena plateada se extendía hasta un horizonte bajo, poblado de formas arbóreas que no se parecían a nada que hubiera visto.

Pero la visión más impactante estaba a sus pies. La playa, el agua poco profunda, estaba cubierta por miles de mantarrayas. Eran del mismo tipo que vio en la entrada de la cueva, las mismas, pero en una abundancia impensable. No solo eran luminosas, sino que cambiaban de color en un patrón rítmico, como un vasto campo de luciérnagas marinas, azules, verdes y púrpuras, latiendo al compás de una música silenciosa. El suelo pulsaba con una vida ajena, una alfombra bioluminiscente extendida para recibirlo.

“Es real,” jadeó Ariel, la risa temblándole en los labios. “Lo hice. He cruzado el umbral. He resuelto el misterio. La cueva no era el fin, sino el principio de un atlas infinito.”

La emoción era tan vasta, tan inabarcable, que le produjo un vértigo. Se llevó las manos a la cabeza, sintiendo cómo el mundo comenzaba a girar. El cambio de atmósfera, la liberación de presión, la alteración del espacio-tiempo… demasiado de golpe. Intentó levantarse, pero sus piernas fallaron.

Fue entonces cuando sintió el calor, un ardor húmedo en su pantorrilla izquierda. Bajó la mirada y vio, con horror retardado, que la herida era profunda, de la cual manaba una sangr3 viscosa y oscura. Un aguijón, pequeño y afilado, aún se movía cerca del desgarro. Una de las mantarrayas de la orilla, al ser pisoteada en su euforia, le había inoculado un veneno silencioso de aquel mundo.

La euforia se convirtió en un pánico frío, un terror que le recordaba su fragilidad humana frente a la biología de un satélite extrangero. El veneno, diseñado para criaturas de otra composición, quemaba como ácido. La visión de Saturno se difuminó, los anillos se volvieron borrosos, y el silencio se hizo profundo. Se desplomó en la arena plateada, sus ojos fijos en la inmensidad planetaria que lo había atraído y ahora lo reclamaba. La última imagen que retuvo fue la de las mantarrayas luminosas, danzando sobre el agua turquesa, indiferentes a su caída, mientras perdía el conocimiento en la playa de su nuevo y último hogar.
Sus amigos, a miles de millones de kilómetros, el amanecer encontró a Mateo y Elena en el Nautilus, llenos de una ansiedad que la lógica no podía disipar. Ariel no había regresado.

“Tiene que estar ahí dentro,” sollozó Elena, mientras Mateo explicaba con detalles lo que pretendían hacer y cuál era la motivación de Ariel; “Dijo que vio una luz”.
Más equipos de rescate de alta tecnología llegaron al mediodía, buzos militares entrenados para cuevas, liderados por un capitán de rostro duro. Hicieron inmersiones coordinadas durante todo el día, trazando los primeros cien metros del conducto con cables de seguridad. El sifón, enigmático y negro, revelaba una red de pasadizos secundarios, túneles estrechos y recodos inesperados que se multiplicaban en la oscuridad. Era un laberinto diseñado para confundir.

Al caer la noche, la búsqueda se detuvo. El capitán, hablando con la voz grave de la experiencia ante lo desconocido, dio el veredicto.

“No hay rastro del hombre. La cueva es demasiado extensa, demasiado inestable. Está más allá de nuestro alcance. Concluimos que el buzo Ariel se ahogó en las entrañas de una cueva laberíntica con caminos desconocidos, es un esfuerzo inútil seguir gastando recursos, técnicos, humanos y económicos para quizás nunca encontrarlo”. Dictaminó.

Mateo y Elena se abrazaron, mirando el punto en el mar donde su amigo se había desvanecido. Nunca sabrían que Ariel no había mu**to por asfixia, ni por el pánico, sino por el veneno de un nuevo mundo al que había llegado y, por una ironía digna de un destino trágico, había sido el único en alcanzar. Y aunque la humanidad lo anotó como una víctima del mar Caribe, Ariel yacía a la sombra de los anillos de Saturno, en la más solitaria y hermosa de las playas.

AUTOR: Pedro Vicente Gresely
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LOS CUENTOS DEL FARERO: "EL ENTERRAMIENTO" de Pedro Vicente GreselyEl hombre se llamaba Teo, aunque hace tiempo había de...
07/10/2025

LOS CUENTOS DEL FARERO: "EL ENTERRAMIENTO" de Pedro Vicente Gresely

El hombre se llamaba Teo, aunque hace tiempo había dejado de ser un nombre para convertirse en una simple masa de cansancio que se desplazaba torpemente entre el trabajo y la cama. La fatiga no era una sensación pasajera; era un sedimento que se acumulaba en sus huesos como la cal en una tubería vieja, un peso constante que ya no distinguía entre el lunes y el sábado. Carecía de dinero, carecía de salud y, lo que era peor, carecía de la certeza de que su vida fuera enteramente suya. Se había casado con una mujer silenciosa y práctica que trajo consigo tres hijas, un trío de espejos que distorsionaban de forma tan diferente su figura y la de cada una de ellas.

De las tres, solo la mayor, Clara, una muchacha de ojos inusualmente grandes y una quietud antigua, lo miraba con algo parecido al aprecio. Ella lo respetaba con la gravedad de quien asume una herencia que no se ha pedido, y en su mirada encontraba Teo la única orilla donde el día no era solo una marea de obligaciones. Las otras dos eran astillas en el alma, risas silenciadas que se tejían en el pasillo, susurros cargados de una indiferencia que le quemaba la piel. La casa, un laberinto de poca luz y mucha humedad, era un barco inmóvil y oxidado, y él, el marinero sin puerto.

Ese fin de semana, la enfermedad se hizo física. El agotamiento, que hasta entonces había sido una abstracción, se volvió fiebre y un frío que le mordía el tuétano. Apenas podía sostenerse en la silla del patio, donde el cemento húmedo y las plantas de helecho creaban una pequeña jungla sombría.

—No sé qué me pasa, Marta —le dijo a su esposa, la voz convertida en un raspado de carbón—. Esto no es gripe. Siento que la vida se me escurre por las manos. Siento que alguien ha cortado el hilo de mi voluntad.

Marta, mientras barría con una escoba de paja que parecía devorar el silencio, ni siquiera levantó la mirada.
—Serán las deudas, Teo. La mala cabeza. Deja el drama.
El drama, pensó Teo, era el aire que respiraban.

Su hermana, Elvira, que venía a verlo cada quince días con la misma desconfianza que se le pone a una trampa, lo encontró postrado. Conocía la casa y a su cuñada. Conocía el olor a azufre disimulado.
—Teo, te vas a venir conmigo. A ti te han tocado, te han tirado un mu**to encima —sentenció, sin darle espacio a la duda.

Y así, como un sonámbulo guiado por un hilo invisible, Teo se dejó llevar por Elvira a las afueras de la ciudad, a una casa vieja que olía a incienso rancio y a tierra mojada.
La anciana curandera, doña Úrsula, era una mujer menuda con manos que parecían ramas retorcidas. Su única luz era la llama parpadeante de una vela de sebo que bailaba sobre una mesita llena de hierbas secas y figuras de barro. Elvira se quedó en silencio, apoyada en el umbral, su sombra alargada por la luz vacilante.

Doña Úrsula no preguntó nada. Simplemente tomó un huevo pardo, lo calentó entre sus palmas y comenzó a pasarlo por el cuerpo febril de Teo, desde la coronilla hasta la punta de los pies, murmurando oraciones antiguas, palabras susurradas que eran más sonido que significado, pero que perforaban el aire como agujas invisibles. El huevo parecía absorber algo, la energía pesada y gris que lo había invadido.

Cuando terminó, la anciana rompió el huevo con el canto de un cuchillo y dejó caer su contenido en un vaso de cristal lleno de agua. Los ojos de Teo se fijaron en la yema y la clara que flotaban, y lo que vio allí fue menos un huevo y más un paisaje submarino turbio.

La voz de doña Úrsula era seca, como el roce de dos piedras.
—Aquí hay daño, hijo. Mucho. No es aire. Es una mano de mujer la que te ha echado peso. Veo formas, veo puntas y veo encierro. Y una fotografía.
Hizo una pausa, su mirada ahora fija no en el vaso, sino en un punto justo detrás del hombro de Teo.

—El enterramiento. Así se llama. No se te va a quitar el mal hasta que des con la cosa que está enterrada. Y la rompas. Es un trabajo sucio.

Teo salió de allí aturdido. El frío de la enfermedad se había reemplazado por un frío mental, una certeza geométrica que no dejaba lugar a la locura. La realidad, que siempre había sido una pared sólida y predecible, se había vuelto un papel de fumar. Elvira lo dejó en la puerta de su casa con una última advertencia, un eco de la voz de la anciana: "Busca bien. Y no se lo cuentes a nadie de la casa. Hazlo solo."

Pero Teo estaba demasiado enfermo para el sigilo. Necesitaba que su mundo, que estaba basculando, volviera a encontrar su centro. Entró y encontró a Marta en la cocina, rodeada por las tres muchachas. La luz eléctrica era dura, profana, después de la penumbra de la curandera.

—Vengo de donde Elvira me llevó —dijo, y su voz no tembló, sino que vibró con una calma que no era suya, sino prestada por la fatalidad—. Dice que me han hecho un enterramiento. Que me han amarrado.

El plato que Marta sostenía se deslizó de sus manos y se hizo añicos en el suelo con un estallido blanco.

—¡Mentiras! ¡Brujerías de tu hermana, la envidiosa! ¡Eso te pasa por andar de callejero! ¡Por infiel! Una de esas mujeres con al cual has de ver salido. ¡El mal lo llevas dentro, Teo, y lo sabes! ¡Eres un hombre con mala suerte!

La discusión era un vendaval de acusaciones, el ruido habitual de su matrimonio, pero en medio de la tormenta, una voz cristalina y firme se alzó. Clara, la hijastra mayor, se interpuso entre ellos, plantándose frente a su madre. Su rostro, generalmente apacible, estaba tenso por una rabia contenida y justa.

—¡YA, MAMÁ! —gritó Clara. La palabra "mamá" sonó a hierro fundido, a renuncia—. ¡SABES BIEN QUE SI MI PAPÁ ESTÁ ASÍ, ES POR TI!

Teo y Marta se quedaron en silencio, suspendidos. Las otras dos hermanas, las que tejían sombras, se miraron, asustadas por la grieta que Clara había abierto.

—¡TÚ ENTERRASTE ESE FRASCO! ¡TÚ LO HICISTE! —Clara no le daba a su madre tiempo para respirar ni para mentir—. Con su ropa interior, su foto, agujas... y esas otras cosas como aceites y perfumes raros. Lo hiciste para que se quedara sin fuerzas y no pudiera irse nunca. ¡Para que te sirviera como un fantasma! ¡Tú dijiste que lo único que querías es que te de todo su dinero!

La sangre se le subió a la cabeza a Teo con la velocidad de un proyectil. No sentía rabia, sino la fría y terrible claridad de quien de pronto comprende la clave de un acertijo enloquecedor. Había vivido en un cuento de terror sin saberlo, en una casa de espejos donde la causa del mal no era externa, sino doméstica.

Miró a Marta, cuyo rostro se había vuelto de cera, descompuesto. Luego miró a Clara, cuyo valor era una luz nueva en esa casa oscura.

—Clara —dijo Teo, con un hilo de voz—. Dime que no es verdad.
—Sí, Teo… Papá —reafirmó la muchacha, usando la palabra "papá" como un escudo que ella misma había forjado—. Es verdad. Yo la vi hacerlo.

Ella no esperó más. Tomándolo del brazo como a un niño, Clara lo condujo a la puerta trasera, hacia el patio. El patio era de tierra húmeda y piedras sueltas, vigilado por una escalera de cemento de tres peldaños que conducía al pequeño tendedero.

—Aquí. Al pie de la escalera.

Clara se agachó. Teo la observó, sintiendo que, en ese preciso momento, la bruma de su enfermedad se disipaba por la fuerza bruta de la verdad. Ella comenzó a escarbar primero con sus manos, hasta que Teo le alcanzó una pala de jardín pequeña y oxidada. El sonido de la herramienta contra la tierra, un chac, chac rítmico, era la música de la revelación.

El corazón de Teo latía con un ritmo sincopado, como una máquina averiada. El tiempo se había estirado, como en una película en cámara lenta, donde cada grano de tierra parecía un fotograma de la memoria.
Armada de valor, Marta gritó.

—Clara, ya deja eso. Soy tu madre, ¡Te lo ordeno!

Al poco rato, la pala chocó con algo duro. Clara se arrodilló y, con sus manos desnudas, apartó la tierra negra, revelando un frasco pequeño y grueso, de cristal tintado de verde, cerrado con un tapón de corcho. Era un objeto anodino, común, que en ese contexto se alzaba como un tótem de terror primario.

Teo no necesitó que lo abriera. A través del cristal sucio, envuelta en un líquido oscuro, aceitoso y denso, se veía una imagen. Su propia fotografía, arrugada y flotando, vigilada por un atadijo de hilos negros y agujas de coser que le apuntaban al rostro. El perfume raro que había sentido a veces en la casa, una esencia dulzona y nauseabunda, provenía de ese pequeño ataúd de vidrio.

Teo sintió un escalofrío que no era de frío ni de fiebre, sino de comprensión metafísica. Él no estaba enfermo; estaba contenido. Su vida no se había escapado; la habían embotellado.

Tomó el frasco con una brusquedad que sorprendió a Clara. Lo levantó. El cristal verde destelló brevemente con la luz gris de la tarde, y la foto de su rostro, prisionera, le devolvió una mirada de resignación.

En ese instante, Marta, en el marco de la puerta de la cocina, con el rostro desfigurado por el pánico. Había bajado el tono de la negación al nivel de un gemido animal.

—¡No, Teo! ¡No lo hagas! —gritó.

Pero ya era tarde. Teo, impulsado por una fuerza que no creía poseer, la misma fuerza que le había sido robada, estrelló el frasco contra el primer escalón de cemento, justo donde había estado enterrado.

El ruido fue seco y definitivo, un clac de cristal quebrando el pacto con el silencio. El líquido oscuro se esparció por el cemento, la foto rota y mojada se pegó al suelo y las agujas quedaron dispersas como pequeños relámpagos de metal.

En el mismo momento en que el frasco se rompió, Teo sintió un vació atronador en el pecho, seguido por un impulso de aire fresco y limpio que le inundó los pulmones. Era como si un cerrojo de siglos se hubiera oxidado y caído.

Marta, incapaz de sostener la realidad que se había derramado a sus pies, se cubrió el rostro con las manos. Sus gritos, que antes eran acusaciones, se convirtieron en una negación balbuceante, en excusas ahogadas.

—¡No es mío! ¡Yo no fui! ¡Alguien lo puso ahí! —tartamudeó, pero la mentira sonaba hueca, derrotada.

Sin decir una palabra más, sin atreverse a mirar los restos del enterramiento, Marta se dio la vuelta y se marchó a toda prisa, dejando tras de sí sólo el eco humillante de su derrota. Las otras dos muchachas, observando desde la penumbra, se desvanecieron como sombras.

Teo se quedó de pie junto a Clara, el aire temblando ligeramente a su alrededor. Los fragmentos del frasco brillaban al pie de la escalera. Clara se apoyó en su brazo, mirándolo con esos ojos grandes y viejos.

—Ya está, papá —dijo en un susurro.

Teo sintió por primera vez en años un cansancio real, honesto, no el peso de la maldición, sino el simple agotamiento de haber librado una batalla crucial. Bajó la mirada hacia su foto, rota en el suelo, y supo que el hombre de la imagen ya no era él. El sortilegio se había roto, y con él, se había roto también la casa, dejando un silencio denso y la promesa incierta de la primera bocanada de aire libre.

AUTOR: Pedro Vicente Gresely
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LOS CUENTOS DEL FARERO: "EL HOMBRE DEL ESPEJO" de Pedro Vicente GreselyLas manos de un hombre que se aferran a un espejo...
06/10/2025

LOS CUENTOS DEL FARERO: "EL HOMBRE DEL ESPEJO" de Pedro Vicente Gresely

Las manos de un hombre que se aferran a un espejo pueden ser un acto de devoción o un gesto de piedad. O quizás ambas cosas. El hombre que sostenía el espejo frente a mí tenía las manos suaves y cuidadas, las uñas cortas y limpias, y una leve vibración que delataba un pulso acelerado. En mi reflejo, en ese círculo de cristal y plata opacado por el tiempo, no vi a un hombre, vi el eco fantasmal de una vida que, como las ondas de un lago agitado, se desvanecía en la orilla de una conciencia cada vez más nebulosa.

Frente a mí, un hombre elegante, impecablemente vestido con un traje de corte moderno que me resultaba familiar pero que no podía ubicar con exactitud. Debía ser un amigo. Quizá el mejor. Me miró con ojos llenos de tristeza, no una tristeza por mis harapos o por las llagas de mi piel, sino una tristeza más profunda, como si observara el final de algo que había sido hermoso y prometedor.

Me miré en el espejo que sostenía. Había un pordiosero con la cara sucia, la barba y el cabello enredados con tierra y hojas secas, sin brillo, como si hubieran olvidado la luz. Mis ropas eran jirones de tela, sin un color definido, una abstracción de lo que alguna vez fueron. Mis brazos, expuestos por las mangas rotas, estaban lacerados por una costra seca que me picaba con la insistencia de un parásito. La sarna. O tal vez algo más. Un mal de la piel, una herida de la vida.

—Me acuerdo de ese hombre —dije, y mi voz sonó como el crujir de hojas secas—. Fue un gran deportista.

El hombre elegante se tensó. Su pulso acelerado se hizo más notorio en las manos que sostenían el espejo. Era extraño, me pareció que él era más frágil que yo, a pesar de su elegancia.

—No estoy loco —aclaré, porque no lo estaba, aunque el mundo exterior se hubiera reducido a esta banca rota de parque, a esta niebla mental que venía y se iba—. Yo sí me acuerdo de ti.

Una sonrisa se dibujó en mi rostro, una mueca que debió parecer grotesca en medio de mi mugre. Me acordaba de él, sí. Un amigo. El mejor. Y me acordaba de mí. Del muchacho que fui. No era una fantasía, no era un sueño. La memoria era real, tangible, una herida que no dejaba de sangrar.

El pasado se abrió ante mí como la puerta de una casa abandonada, con un chirrido agudo que resonó en el silencio del parque. Lo que recordaba no era una película perfecta, sino escenas sueltas, fotogramas aislados que se superponían y se distorsionaban. La realidad y el recuerdo, el pordiosero y el atleta, eran un solo ser en ese momento.

Me vi de nuevo en la pista, la línea de meta a cien metros de distancia. El aire me quemaba los pulmones, pero era un ardor placentero, una confirmación de vida. Había quedado en primer lugar. Sin esfuerzo, como si el viento me empujara. Sentí el poder de mi cuerpo, la fuerza en mis piernas, la ligereza de mis pasos. El triunfo no me infló el ego, me dio una serena certeza de mi lugar en el mundo. Fui ese hombre. El hombre que se movía con la gracia de un animal salvaje, libre y sin ataduras. El muchacho que el catedrático, con su buena fama de político, con su impecable traje de tela gruesa, buscó en el campus para proponerme auspiciar su librería a cambio de una suma modesta.

Acepté. Era lo natural. Un deportista y su patrocinador. Una relación simple. Pero la sencillez duró poco. Los 5 kilómetros se convirtieron en 8, luego en 10, y el esfuerzo se hizo mayor mientras la compensación permanecía inmóvil. Sentí la primera picazón de la injusticia, un malestar que se instaló en mi estómago y que no me abandonaría por el resto de mi vida. Me pagaba lo mismo. Me veía como un instrumento, un objeto, no como un ser humano.

Fue él, el catedrático, quien me contrató para dar clases de Educación Física en el colegio privado de su gran amigo. Un trabajo más seguro, decía. Un trabajo que me daría una "carrera". Yo, un deportista, un corredor, iba a dar clases en un colegio de élite. Mi alma de atleta se resintió. Cinco años estancado, sin más beneficio que un seguro social, con un sueldo que apenas me alcanzaba para vivir en un cuarto pequeño. Veía a otros jóvenes correr, pasarme, llegar a metas más grandes. Veía mis músculos volverse lentos, mi cuerpo oxidarse. Cinco años. Perdí la mejor época de mi vida. Las mañanas ya no eran para el trote, sino para escuchar a los niños quejarse por un dolor en el tobillo.

Me casé. Y mi mujer era lo que mi vida necesitaba. Su sonrisa. Sus manos que me acariciaban la espalda, su paciencia con mi silencio y mi tristeza. Y mi hija. La alegría más grande que haya conocido. La niña que me esperaba en la puerta y corría a mis brazos al ver mi vehículo. La amaba. Eran mi vida. Eran lo que quedaba de mí.
Y entonces, el segundo error. La segunda explotación. La segunda vez que me subí al carro de la honradez y la gente se aprovechó. La construcción. Cansado de la miseria del colegio, busqué un trabajo con más futuro. Como constructor de viviendas, pensaba que las manos que construyen merecen un pago justo. Un arquitecto. Un hombre que se decía mi amigo, me prometió el cielo y la tierra. La realidad fue una suma miserable, una explotación descarada. "La gente se aprovecha de los hombres honrados", me repetía a mí mismo. Y era cierto, me aprovecharon una y otra vez.

Fue en la construcción donde los conocí. Los maestros, los oficiales. Los que sabían que una botella de aguardiente quema la garganta y la quema del alcohol es lo único que puede borrar la otra quemadura, la de la injusticia. Me empujaron a la bebida. Al principio, era una diversión, una manera de liberar el estrés. No supe reconocer el mal que me hacía. "Un hombre honrado no puede ser alcoholista", pensaba. Me equivoqué.

La bebida me robó todo. Se llevó mi salud. Mi trabajo. Mi casa. Mi familia. Mi mujer, mi hija. Mis amigos. Todo. Se llevaron todo. La casa se derrumbó. Los cimientos se pudrieron. Lo que alguna vez construí con mis manos, lo destruí con el alcohol. Lo perdí todo.

—Ya no me queda nada —murmuré, mi voz se apagó—. Me robaron todo.
El hombre con el espejo no dijo nada. Las lágrimas corrían por sus mejillas. Mi pasado, mi presente, mi futuro, todo estaba frente a mí en ese espejo opaco. El deportista, el profesor, el constructor, el padre, y el pordiosero, todos éramos el mismo hombre. Pero el deportista se había desvanecido. Era una sombra, un eco.
—Yo me acuerdo de ti —le dije al hombre que lloraba—. Te ha ido bien en la vida. Te ves muy bien. Vistes elegante. Has venido en un vehículo último modelo.
Él no respondió. Sólo sollozó. Sus manos temblaban, sosteniendo el espejo como si fuera un tesoro, como si mi reflejo fuera lo único que le quedaba de mí. Mi mejor amigo. El que no me abandonó. El que vino a visitarme al parque.

—¿A quién has venido a visitar a este parque abandonado? —le pregunté, la voz más baja aún—. ¿Al del espejo o a mí?

En ese momento, la verdad me golpeó. El hombre del espejo no era sólo un reflejo. Era el que fui. El que podría haber sido si hubiera sido más fuerte, si hubiera sido menos honrado, si hubiera sido menos inocente. Si no me hubiera dejado pisotear por el catedrático, el arquitecto, la vida. El hombre en el espejo era el fantasma de mi potencial, la versión de mí que nunca existió. Y el que me sostenía el espejo, el que lloraba, era el único que podía verlo, el único que podía confirmarme que no estaba loco, que ese hombre, el deportista, fue real.

Las lágrimas del hombre elegante cayeron sobre el cristal del espejo, y por un momento, me pareció ver mi rostro joven y triunfante, la piel limpia, el cabello brillante, los ojos llenos de vida. Pero fue solo un instante. Las lágrimas se secaron, y mi reflejo volvió a ser el pordiosero, con su piel lacerada y sus ojos sin brillo.
El hombre elegante, mi amigo, se limpió las lágrimas con el dorso de la mano. Tomó de su bolsillo una máquina de afeitar y me la ofreció. Luego, con la otra mano, me ofreció un recipiente con agua y jabón, un simple gesto de humanidad. En su rostro no había piedad, sino una resolución silenciosa, como si me estuviera ofreciendo un nuevo comienzo.

Lo acepté. El agua se sentía extraña en mis manos sucias, el jabón olía a algo que no recordaba. Lo tomé como si fuera un objeto sagrado. Y él, el hombre que me había traído mi pasado, que me había mostrado mi reflejo, se sentó a mi lado y lloró, esta vez, con un sollozo ahogado, como el llanto de un niño que ha perdido su juguete favorito. Y en ese parque abandonado, bajo el sol del atardecer que teñía el cielo de rojo y naranja, el pasado y el presente se encontraron, y el pordiosero, por un momento, fue de nuevo el deportista que una vez había sido.

AUTOR: Pedro Vicente Gresely
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