
10/10/2025
LOS CUENTOS DEL FARERO: "EL SILENCIO DEL MAR" de Pedro Vicente Gresely
El arrecife de coral, frente a la costa de Belice, no era meramente una acumulación biológica; era, para Ariel, Mateo, y la siempre escéptica Elena, una frontera. Una frontera de agua que, en su azul profundo, parecía sostener la propia curva del espacio. Habían fondeado el Nautilus, su modesto velero de exploraciones y sueños fallidos, a una distancia prudente del acantilado submarino que les obsesionaba desde el verano anterior. En ese punto exacto, el mar, habitualmente un cristal turquesa, se teñía de un añil espeso, casi negro, como si la noche se hubiera filtrado en la tarde.
Los tres amigos eran apóstoles de la profundidad. Mateo, el cartógrafo meticuloso, registraba la temperatura, la salinidad y la composición mineral con la devoción de un monje transcribiendo un códice apócrifo. Elena, la bióloga marina, era la voz de la cautela, el ancla de la ciencia dura contra la deriva de la imaginación. Pero Ariel, Ariel era el fuego, el visionario, el que veía en cada sombra una promesa y en cada límite una invitación al abismo. Él había sido el primero en describir la cueva, oculta en la base del acantilado, no como una mera cavidad geológica, sino como la garganta de un sistema hidráulico inaudito.
“Es un sifón,” había dicho Ariel un año atrás, limpiando el vaho de su máscara tras aquella primera inmersión premonitoria. “Una válvula, la descarga de un retrete oceánico misterioso. Entra el mar por aquí y debe salir dentro de la montaña, quién sabe dónde, quizás a un cenote interior, o a un lago subterráneo. Es la fontanería de los dioses.”
Elena había respondido con un exasperado resoplido, propio de quien se enfrenta a la poesía en un laboratorio: “Ariel, es una simple corriente de resaca en un conducto de lava. Y además, es peligrosa. No tenemos el equipo ni la certificación para cuevas tan profundas.”
Mateo, siempre mediador, había apoyado la mano en el hombro de Ariel. “Pero vio algo, Elena. Es nuestro amigo y si nos dijo que vio una luz, es porque vio una luz el año pasado.”
Y ahí estaba la simiente de la locura: la mantarraya luminosa. Una criatura que desafiaba toda taxonomía conocida, una silueta de cuerpo transparente como gelatina que desprendía una luz fría, iridiscente, que danzaba entre una gama de colores en la penumbra abisal antes de desaparecer por la supuesta entrada de la cueva. Para Elena, era un caso de pareidolia o un mero fenómeno de bioluminiscencia amplificado por la narcosis. Para Ariel, era la llave, la prueba de que el sifón conducía a un lugar distinto.
Era muy temprano cuando comenzaron el nuevo intento. El sol aún no había quemado la neblina marina, y la superficie parecía de un gris plateado melancólico. Se sumergieron en intervalos, buscando la ventana de marea que permitiera un acceso menos turbulento al angosto orificio.
“La corriente sigue demasiado fuerte,” comunicó Mateo a través del sistema de intercomunicación, su voz crepitando con el ruido blanco del agua. “No podemos arriesgarnos a que nos succione. La presión es impredecible, como la mente de un loco.”
“Dale tiempo, Mateo,” respondió Elena desde la borda del Nautilus, atenta a los indicadores. “Necesitamos al menos tres horas de calma. Esperaremos el ciclo de la tarde.”
Ariel no podía esperar. Para él, el tiempo no era un vector lineal, sino un círculo obsesivo, y el fracaso de la mañana era idéntico al fracaso del año anterior. La cueva era un libro que se cerraba y él necesitaba leer la última página.
Después del almuerzo, el mar se aquietó con una placidez engañosa. Hicieron dos inmersiones más. Elena y Mateo lograron acercarse, iluminando el borde de la cueva con sus potentes focos. La boca no era grande, apenas un boquete que una persona podría atravesar con esfuerzo. Dentro, las luces se disolvían en la oscuridad, devoradas por un pasaje que parecía descender en una pendiente suicida. El agua, aunque en calma, era gélida, con un tacto de otro mundo. Subieron, exhaustos y desalentados, cuando el sol ya se inclinaba hacia el horizonte de Yucatán.
“Ya es suficiente, Ariel,” sentenció Elena, quitándose las aletas con brusquedad. “La tabla de descompresión está al límite y la luz se irá en una hora. Mañana volveremos.”
Mateo asintió, secándose el cabello. “Ella tiene razón, amigo. La fatiga nos hace cometer errores. El mar no negocia con el cansancio.”
Pero Ariel ya estaba sintiendo el llamado del vacío. Sus ojos, enrojecidos por la sal, brillaban con una obstinación febril. La posibilidad de que la mantarraya, la esfinge luminosa, estuviera esperándole al otro lado del umbral, era una certidumbre metafísica.
“Una más,” dijo, su voz ronca de pura voluntad. “Prometo que es la última. Sólo quiero entrar, ver el trazado del primer recodo. Necesito acallar el eco de la duda.”
Elena cruzó los brazos. “Es imprudente. La oscuridad completa es nuestro enemigo. Necesitaremos energía extra para los focos, tenemos que tomar en cuenta el recalentamiento del generador”.
“No para mí. La oscuridad me ha estado esperando toda mi vida,” murmuró Ariel, y sin esperar consentimiento, revisó sus tanques. El aire era el último fragmento de su mundo que estaba dispuesto a sacrificar. Se deslizó de nuevo por la borda, un hombre condenado por su propia insatisfacción con la realidad.
Elena y Mateo vieron que Aries se sumergió y sus miradas se encontraron con un gesto de resignación y preocupación. Mateo encogió los hombros; “Sabes cómo es, ayudémosle, ha reunido dinero y esfuerzo todo un año para esto”. Elena meneó la cabeza desaprobando rotundamente el empeño de sus amigos, pero puso manos a la obra en los controles del generador, la presión, el aire, y todos los demás indicadores que ya estaban enviando señales.
El descenso fue una caída en el olvido. La superficie desapareció casi inmediatamente, no con una gradual atenuación, sino con un corte abrupto de la luz. Se sentía como si hubiera saltado de la primera hoja de un libro cuya página era tan oscura como la noche y en un parpadeo, se encontraba cerrando la pasta oscura de cuero del final.
Al entrar en la cueva, la sensación de sifón se hizo física. El agua lo abrazó con una presión orientada, un túnel de fuerza que lo impulsaba hacia el interior de la montaña. Era un viaje más allá de la espeleología, un descenso a la geografía del subconsciente. Se dejó simplemente llevar por la corriente, sin elegir qué conducto tomar a la izquierda o a la derecha. El conducto se curvaba, se estrechaba y se expandía en patrones que desafiaban la tectónica conocida. Las paredes eran de una roca negra y viscosa, sin la familiar rugosidad del coral. El haz de su linterna sólo servía para iluminar el fracaso de la visión, revelando que el espacio se extendía y se dividía en una infinidad laberíntica, un mapa completo de posibles destinos. Aunque nunca dudó, Ariel supo en ese instante que estaba perdido.
Ariel comprendió entonces la fascinación de la cueva en la que tenía fe, dejándose llevar por la corriente estaba seguro que lo llevaría al otro lado donde encontraría oxígeno. Pensó; “Si todos los caminos eran posibles, ¿Cuál era el verdadero?”.
Mientras tanto, en la superficie, Elena y Mateo perdieron todas las señales, y se preocuparon, la noche había caído, fue entonces cuando llamaron inmediatamente a los guardacostas.
Ariel, en su delirio, estaba a punto de tocar el límite de su temple, la ansiedad se filtraba en su regulador, cuando ocurrió. En la lejanía, en lo que parecía ser una curva imposible, donde la lógica le decía que sólo debía haber roca sólida y el final del oxígeno, apareció la luz. “¿Luz?”
No era el fogonazo potente de un sol, ni el frío resplandor de una linterna de otro buzo. Era una luz pequeña, lechosa y templada, como una moneda de plata olvidada en el fondo de una bolsa de terciopelo. Tenía un matiz anaranjado y constante, una estrella de otro firmamento vista a través de un denso velo. Y lo más extraño: no parecía reflejarse en el agua, sino que emanaba de un punto fijo, un punto que, a pesar de la distancia, prometía la superficie, la respiración, el fin del túnel.
La fatiga y el peligro se disolvieron ante la magnetita de la promesa. Ariel nadó hacia ella con una renovada, casi sobrenatural, reserva de energía. Sabía que estaba gastando las últimas reservas de aire, sabía que la descompresión sería una ruina, pero la luz lo llamaba con la certeza de un destino trazado.
El conducto se hizo minúsculo. El buzo tuvo que quitarse el tanque para deslizarse por la grieta final, un pasaje que parecía tallado a la medida de un hombre que ya había renunciado al peso de su mundo. Al otro lado, la luz se hizo un torrente. Ariel emergió, jadeando, en una caverna subacuática que no era de piedra, sino de un material liso y pulsante, como la piel interna de una fruta gigante. Buscó la superficie desesperadamente, y al alzar la vista, el agua se abrió.
Emergió a la superficie de un mar que no conocía.
Su cabeza se alzó de la superficie turquesa, empapada en un líquido de densidad ligeramente diferente, y el primer sonido que registró fue el del silencio. No el silencio humano, sino un silencio cósmico, un mutismo denso y saturado.
Nadando hacia la orilla de una playa de arena plateada, que relucía bajo una luz antinatural, sus ojos se alzaron hacia el cielo. El mundo se había volteado.
El sol estaba allí, sí, pero era más pequeño, más distante, un disco duro y plateado en lo alto. Y luego, el asombro que detuvo su corazón. Cubriendo una cuarta parte del firmamento, rotando con una majestad imposible, estaba lo que su mente reconoció como el planeta Saturno. “¿Saturno?”
Sus anillos, un disco de geometría perfecta, suspendidos en el éter violeta, proyectaban sombras que nunca antes habían existido en la retina de Ariel. El cielo era un lienzo de terciopelo oscuro, salpicado de estrellas que parecían clavadas con alfileres de diamante. Estaba en una de sus lunas, pensó con la rapidez febril de la epifanía. La cueva, el sifón de Belice, no era una válvula de agua, sino un portal dimensional, un túnel de taquiones, o quizás, como hubiera concebido el mejor de los escritores de ciencia ficción, una deformación hiperespacial que había comunicado dos mundos a través de un pliegue de la realidad.
Salió del agua y se desplomó sobre la arena. El aire que respiraba era dulce, ligeramente metálico, y le llenó los pulmones con una euforia que no era sólo la alegría del descubrimiento, sino la liberación de todas las leyes físicas de su vida anterior.
Se despojó de su equipo, máscara, aletas, lo poco que le quedaba, dejando los artefactos de la Tierra como tributo en la playa lunar. El paisaje era de una belleza demoledora y abrumadora. El mar turquesa se rompía en pequeñas olas, y la arena plateada se extendía hasta un horizonte bajo, poblado de formas arbóreas que no se parecían a nada que hubiera visto.
Pero la visión más impactante estaba a sus pies. La playa, el agua poco profunda, estaba cubierta por miles de mantarrayas. Eran del mismo tipo que vio en la entrada de la cueva, las mismas, pero en una abundancia impensable. No solo eran luminosas, sino que cambiaban de color en un patrón rítmico, como un vasto campo de luciérnagas marinas, azules, verdes y púrpuras, latiendo al compás de una música silenciosa. El suelo pulsaba con una vida ajena, una alfombra bioluminiscente extendida para recibirlo.
“Es real,” jadeó Ariel, la risa temblándole en los labios. “Lo hice. He cruzado el umbral. He resuelto el misterio. La cueva no era el fin, sino el principio de un atlas infinito.”
La emoción era tan vasta, tan inabarcable, que le produjo un vértigo. Se llevó las manos a la cabeza, sintiendo cómo el mundo comenzaba a girar. El cambio de atmósfera, la liberación de presión, la alteración del espacio-tiempo… demasiado de golpe. Intentó levantarse, pero sus piernas fallaron.
Fue entonces cuando sintió el calor, un ardor húmedo en su pantorrilla izquierda. Bajó la mirada y vio, con horror retardado, que la herida era profunda, de la cual manaba una sangr3 viscosa y oscura. Un aguijón, pequeño y afilado, aún se movía cerca del desgarro. Una de las mantarrayas de la orilla, al ser pisoteada en su euforia, le había inoculado un veneno silencioso de aquel mundo.
La euforia se convirtió en un pánico frío, un terror que le recordaba su fragilidad humana frente a la biología de un satélite extrangero. El veneno, diseñado para criaturas de otra composición, quemaba como ácido. La visión de Saturno se difuminó, los anillos se volvieron borrosos, y el silencio se hizo profundo. Se desplomó en la arena plateada, sus ojos fijos en la inmensidad planetaria que lo había atraído y ahora lo reclamaba. La última imagen que retuvo fue la de las mantarrayas luminosas, danzando sobre el agua turquesa, indiferentes a su caída, mientras perdía el conocimiento en la playa de su nuevo y último hogar.
Sus amigos, a miles de millones de kilómetros, el amanecer encontró a Mateo y Elena en el Nautilus, llenos de una ansiedad que la lógica no podía disipar. Ariel no había regresado.
“Tiene que estar ahí dentro,” sollozó Elena, mientras Mateo explicaba con detalles lo que pretendían hacer y cuál era la motivación de Ariel; “Dijo que vio una luz”.
Más equipos de rescate de alta tecnología llegaron al mediodía, buzos militares entrenados para cuevas, liderados por un capitán de rostro duro. Hicieron inmersiones coordinadas durante todo el día, trazando los primeros cien metros del conducto con cables de seguridad. El sifón, enigmático y negro, revelaba una red de pasadizos secundarios, túneles estrechos y recodos inesperados que se multiplicaban en la oscuridad. Era un laberinto diseñado para confundir.
Al caer la noche, la búsqueda se detuvo. El capitán, hablando con la voz grave de la experiencia ante lo desconocido, dio el veredicto.
“No hay rastro del hombre. La cueva es demasiado extensa, demasiado inestable. Está más allá de nuestro alcance. Concluimos que el buzo Ariel se ahogó en las entrañas de una cueva laberíntica con caminos desconocidos, es un esfuerzo inútil seguir gastando recursos, técnicos, humanos y económicos para quizás nunca encontrarlo”. Dictaminó.
Mateo y Elena se abrazaron, mirando el punto en el mar donde su amigo se había desvanecido. Nunca sabrían que Ariel no había mu**to por asfixia, ni por el pánico, sino por el veneno de un nuevo mundo al que había llegado y, por una ironía digna de un destino trágico, había sido el único en alcanzar. Y aunque la humanidad lo anotó como una víctima del mar Caribe, Ariel yacía a la sombra de los anillos de Saturno, en la más solitaria y hermosa de las playas.
AUTOR: Pedro Vicente Gresely
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