16/09/2025
SERIE
𝗙𝗿𝗮𝗻𝗰𝗶𝘀𝗰𝗼 𝗚𝗼𝗻𝘇𝗮𝗹𝗼 𝗢𝗹𝗺𝗲𝗱𝗼 𝗡𝗶𝗲𝘁𝗼 (+) 𝘆 𝗠𝗮𝗿í𝗮 𝗧𝗲𝗿𝗲𝘀𝗮 𝗠𝗲𝗱𝗶𝗻𝗮 𝗠𝗮𝗿í𝗻 (+) 𝗱𝗼𝘀 𝗽𝗲𝗿𝘀𝗼𝗻𝗮𝘀 𝗿𝗲𝗰𝗼𝗿𝗱𝗮𝗱𝗮𝘀 𝗰𝗼𝗻 𝗰𝗮𝗿𝗶ñ𝗼
Los machacheños aun guardamos en la memoria la imagen de personajes que fueron parte del día a día del quehacer local.
Muchos recordamos a don Gonzalo, como lo conocíamos en el pueblo y a su esposa doña Teresa, empleada del Hospital Machachi. Él era Policía Municipal y también se desempeñó como sastre y peluquero, oficios que aprendió de sus mayores.
Gonzalo oriundo de Machachi, conoció a joven María Teresa, cuando ella vino a vivir acá, por motivos de trabajo de su padre, Luis Enrique Medina Sosa, quien era empleado de la Empresa Eléctrica Quito y fue designado para prestar sus servicios en la naciente Planta Eléctrica de Machachi, donde ahora funciona el Camal Municipal.
Su hija Adriana Olmedo Medina nos cuenta que era muy niña, pero recuerda que la sastrería de su padre, funcionaba en el popular barrio La Pólvora. Luego describe a su familia así:
“En cada rincón de nuestro hogar se respiraba arte. No era una casa lujosa, ni adornada con premios o diplomas, pero lo que sí abundaba eran las historias, las carcajadas y esa chispa inconfundible que sólo nace en las almas creativas.
Mi padre venía de una familia de artistas. No necesariamente famosos, pero sí profundamente entregados al arte del canto, de emocionar, de conectar, de transmitir…
Él, con voz firme y mirada intensa, tenía un don innato para la declamación. Bastaba con que recitara un poema para que el silencio se hiciera en la sala y todos -grandes y pequeños-contuvieran el aliento, como si el tiempo se detuviera por respeto a la belleza de sus palabras. Sus versos no eran sólo letras, eran vida, historia, sentimientos desnudos que cobraban forma en su voz.
Pero el arte no se detenía ahí. Mis tíos y hermanos por ejemplo, eran el alma de las reuniones familiares. Tenían un talento especial para cantar y luego contar chistes, no por la broma en sí, sino por el arte de cómo la narraban. Sabían manejar los silencios, las miradas cómplices, los gestos exagerados que arrancaban carcajadas, aún antes del remate final. Su humor era un puente invisible que unía generaciones, sanaba tensiones y convertía un sábado cualquiera en un momento inolvidable.
Y así, cada miembro tenía su rol artístico dentro de aquella pequeña constelación familiar, hasta los más pequeños imitaban personajes con una soltura que asombraba.
No vivían del arte, pero sí vivían en el arte. Para ellos, expresarse era tan natural como respirar. La declamación, el humor, la narración oral y sobre todo el canto y el entonar guitarras y los pequeños actos cotidianos estaban impregnados de un espíritu creativo que hacía del día a día una especie de escenario íntimo.
Ser parte de esa familia era como vivir dentro de una obra en constante creación. Y aunque quizás nunca llenaron teatros, ni salieron en portadas, dejaron una huella imborrable en quienes los conocieron: la certeza de que el arte no siempre necesita reflectores, porque su luz, cuando es auténtica, se expande desde adentro.”
Texto: Edwin Gustavo Velásquez Jácome
Fotografías: Archivo Familia Olmedo Medina y Archivo Particular
La Revista Lo mejor de Mejía hace público su reconocimiento a su hija Adriana Olmedo por confiarnos su archivo familiar y por ayudarnos a escribir estas líneas.