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Mayra Clavijo Moreno
Presidenta Ejecutiva

🍤 🦐 Delicias 🇪🇨
30/10/2025

🍤 🦐 Delicias 🇪🇨

Ceviches del Ecuador: del mar al río, un país servido en limón y memoria. (Iera Parte)

El Ecuador huele a limón recién exprimido, a culantro picado sobre tablas de madera, a chifles recién fritos que crujen como olas. En cualquier rincón del país —del Pacífico a la Amazonía—, cuando un ceviche llega a la mesa, lo hace con una promesa: que el sabor será una historia, y la historia, un viaje.

En el corazón de Manabí, bajo el sol de Jipijapa, nació un ceviche que lleva el alma de la provincia entera: el ceviche de pescado con maní. Aquí, el mar se encuentra con el campo en un abrazo de sabor: la corvina se bañan en jugo de limón, cebolla colorada, tomate y pepino, pero el toque maestro es el maní tostado molido, que espesa el jugo y lo tiñe de un tono ámbar cremoso, cálido, casi angelical.

Se sirve bien yapado, o sea bien servido, como dicta la tradición manabita. No falta el cilantro fresco ni los chifles finos. Y aunque parezca humilde, cada cucharada tiene una sabiduría antigua: la del pueblo que aprendió que el mar también puede oler a tierra, y que el maní puede convertirse en océano.

Más al norte, en las playas de Manta, Jama o Esmeraldas, los pescadores preparan un ceviche distinto: el de pinchagua.
Pequeños pescados plateados, de carne firme y sabor intenso, se limpian, se marinan en limón y se mezclan con cebolla, ají y tomate. Es el ceviche del puerto, del regreso de la faena, del desayuno con cerveza al filo del muelle.

No tiene pretensiones. Se sirve en vasos grandes, con tenedor, y se come parado, mirando el horizonte. La pinchagua, humilde y reluciente, sabe a mar recién abierto. Es la versión más viva, más directa y más honesta del ceviche: sin adornos, sin artificio. Solo el sabor puro del océano.

En la Amazonía, el mar se transforma en río, pero el espíritu del ceviche sobrevive. Allí, las comunidades preparan versiones tan sorprendentes como hermosas: ceviches de tilapia, paiche o bagre, curtidos con limón naranja, ají amazónico y cilantro silvestre.

El resultado es un sabor limpio y profundo, con notas herbales que recuerdan a la selva húmeda. El plato se acompaña con yuca cocida, plátano verde o chontacuro asado, y se sirve sobre hojas de bijao. Comerlo es una experiencia sensorial completa: el aroma del río, el humo del fuego, el frescor del cítrico y el silencio reverente de la selva.

En estos ceviches, la intención es la misma: conservar lo fresco, honrar lo inmediato, agradecer lo que la tierra da. En el Ecuador no hay un solo ceviche: hay decenas, cada uno con su geografía y su carácter. El de co**ha negra de Esmeraldas, oscuro y misterioso, es casi un canto a la luna. El de chochos de la Sierra, con tostado y ají, demuestra que hasta un grano andino puede volverse costero. El de pescado de Santa Rosa, el de camarón guayaco, el mixto de Puerto López, el de palmito amazónico… todos cuentan una parte de la historia de este país que cocina con limón, memoria y fe.

Cada ceviche tiene su ritmo. En la costa, se come de pie, con los codos sobre la barra y los pies llenos de arena. En la Sierra, se sirve al mediodía, con tostado, cerveza y familia. En la Amazonía, se come en silencio, bajo el canto de los grillos.

Pero en todas partes hay algo en común: el rito del primer bocado. Esa pausa breve en que uno se lleva la cuchara a la boca y el ácido del limón despierta el alma. Entonces, uno entiende que el ceviche no es solo comida. Es una emoción colectiva, un idioma que todos los ecuatorianos saben hablar, aunque cada quien tenga su acento.

Si el Ecuador pudiera resumirse en un sabor, tal vez sería el del ceviche: ácido como la nostalgia, fresco como la esperanza, salado como el trabajo del pescador, y tierno como el abrazo de quien cocina para los suyos.

En cada ceviche hay un mapa, una familia, una historia.
Y por eso, cuando el jugo del limón se mezcla con el del mar y con el del maní, lo que uno siente no es hambre:
es pertenencia.

📚 Fuentes de referencia y contexto:

Cocina Ecuatoriana (UTE, 2015). Historia del ceviche ecuatoriano.

Regalado Espinosa, L. (2016). Gastronomía manabita.

Ministerio de Cultura y Patrimonio del Ecuador. Registro de Patrimonio Alimentario.

Quintiec Blog (2023). El origen del ceviche ecuatoriano.

Metodológica (2021). Hacia una caracterización del ceviche ecuatoriano: mucho más que camarones.

Revista Ñan (2017). Comer en Ecuador.

Testimonios recopilados de cocineras tradicionales de Esmeraldas, Jipijapa y Tena.

🇪🇨 gastronomía ecuatoriana
19/10/2025

🇪🇨 gastronomía ecuatoriana

Chuchuca con Pata de Chancho: el maíz que aprendió a guardar el sol

Hay platos que no solo alimentan: custodian el tiempo. En los Andes ecuatorianos, donde las nubes viajan despacio y los días se miden por la cosecha, nació una sopa que encierra en sus granos una lección de paciencia: la chuchuca con pata de chancho. En su sabor está el eco de los antiguos que aprendieron a cocinar el sol para guardarlo en el maíz, y el gesto amoroso de las manos que, desde entonces, lo despiertan cada vez que la comunidad vuelve a reunirse alrededor del fuego.

Todo comienza con el maíz, ese grano que respira con la tierra y florece al ritmo del agua. Antes de que madure del todo, se desgrana, se cocina y se extiende bajo el cielo, como quien tiende sueños sobre una manta tibia. El sol lo acaricia durante días hasta volverlo dorado y translúcido. Así nace la chuchuca, el maíz que no se pudre ni se olvida, el que aguanta estaciones enteras esperando su turno para volver al fuego.

Cuando llega el momento, los granos se muelen, se lavan y se remojan con mimo. Son como semillas que vuelven a germinar, pero esta vez en una olla. Allí, junto a las patas de chancho, la cebolla, el ajo, la col y las papas, el maíz despierta y se transforma en sopa: espesa, generosa, olorosa. Una sopa que parece hablar con el humo, contándole lo que el campo ha vivido.

La chuchuca no se cocina para uno. Se prepara para los otros. Se sirve después de una buena jornada, cuando el trabajo compartido ha dejado la espalda cansada pero el corazón lleno. Se sirve en los matrimonios, como símbolo de abundancia, y en los bautizos, como promesa de futuro. Cada plato es un gesto de cariño colectivo: un “gracias” hecho comida.

La pata de chancho, con su sabor profundo, le da cuerpo y carácter; la col y el fréjol, color y dulzura. Sobre el caldo, el cilantro baila al final como si fuera una hoja de campo que el viento se negó a llevarse. Todo junto forma un paisaje: la sopa parece contener dentro el verde de los cerros, el blanco del maíz y el dorado de la tarde que se apaga sobre San José de Minas.

San José de Minas, guardado entre montañas y neblinas, es el corazón de esta receta. Tierra de maíz, caña y flores, su gente sigue celebrando con música y fuego. Cada septiembre, durante la fiesta de la Virgen de la Caridad, el pueblo entero se llena de alegría: hay chagras a caballo, chamiza encendida, bandas, toros y bailes. Y en cada casa, la chuchuca hierve lenta, como si acompañara el ritmo de los tambores y de la fe.

No hay fiesta sin comida, ni comida sin historia. Por eso, la chuchuca es también oración: un agradecimiento a la tierra que da y al sol que no se cansa de volver.

En tiempos antiguos, los cronistas decían que la chuchuca era una técnica, no una receta: el arte de conservar el maíz para vencer al invierno. Pero con los años se volvió algo más: un símbolo de la vida andina, donde nada se desperdicia y todo se transforma.

En cada cucharada vive la sabiduría de quienes aprendieron que la abundancia no siempre se mide en lujo, sino en comunidad. Por eso la sopa se sirve en grandes ollas, donde todos caben. Se comparte como se comparte el pan, el canto y la risa.

Y mientras el humo asciende, uno entiende que el secreto no está en el comino ni en el ajo, sino en el alma misma del plato: la capacidad de guardar el sol en un grano de maíz y hacerlo regresar en forma de calor, de sustento, de historia.

La chuchuca con pata de chancho no pertenece a una sola región. Es parte del cielo andino entero, de los pueblos que siguen honrando el maíz como a un dios doméstico. Su receta se transmite como un canto: sin libros, sin medidas exactas, solo con el ojo entrenado y la memoria del sabor.

Y cuando llega a la mesa, humeante, dorada, perfumada de cilantro y campo, parece recordarnos que en Ecuador la comida no solo se come: se celebra, se canta y se agradece.

Fuentes de referencia y contexto:

González Holguín y Cobo (1653). Definiciones culinarias coloniales.

Cordero Crespo, L. (2014). Diccionario y tradiciones.

Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES, 2010). Atlas Alimentario de Pueblos Indígenas y Afrodescendientes del Ecuador.

UTE (2015). Cocina Ecuatoriana.

UNESCO y otros (2014). Alimentación y patrimonio en los Andes.

Una delicia de   🇪🇨
17/09/2025

Una delicia de 🇪🇨

Seco de Chivo: el guiso que enamora a fuego lento

El seco de chivo es mucho más que un plato. Es un relato escrito con aromas, un viaje de sabores que cruza montañas, valles y costas. En Ecuador, basta mencionar su nombre para que los recuerdos se enciendan: las fiestas patronales en el campo, la mesa familiar de domingo, la hueca escondida en la carretera donde el guiso burbujea sin prisa. Allí, entre cazuelas de barro y cucharones de palo, el chivo se convierte en poesía.

Al inicio, la carne del chivo parece testaruda: firme, con un sabor profundo que intimida. Pero la magia de la cocina consiste en domar lo indomable. El secreto comienza con gestos sencillos: una pizca de sal, un golpe de comino que recuerda a la tierra húmeda tras la lluvia, y la harina que recubre cada trozo como si fuera un velo protector.

Entonces entra en escena el achiote, ese oro rojo de la cocina ecuatoriana. En el aceite caliente, la carne se sella y su superficie se tiñe de tonos encendidos, como brasas listas para contar su historia. Ese primer contacto no es solo cocina: es el momento en que el chivo empieza a transformarse en ternura.

Nada sería igual sin el sofrito. La cebolla paiteña, dulce y potente, se entrelaza con el pimiento fresco y la acidez del tomate; juntos llenan la cocina de un aroma que despierta el apetito y la memoria. Allí, en ese vaivén de la cuchara sobre el sartén, se crea la base de un guiso que sabe a hogar.

El toque ácido lo aportan la chicha o la naranjilla: notas frescas que despiertan el paladar y suavizan la fuerza de la carne. Después, como si fuera un invitado festivo, aparece la cerveza, espumosa, ligera, que se mezcla con la panela rallada. Ese contraste entre lo amargo y lo dulce se convierte en equilibrio perfecto: un guiso que no se apura, que se deja cocer despacio, como una historia que necesita ser contada con calma.

El seco de chivo no admite prisas. Durante al menos tres horas, la olla debe hablar sola. El agua se convierte en caldo espeso, la salsa se torna brillante y la carne se rinde lentamente, hasta alcanzar una suavidad que no necesita cuchillo. Este tiempo no es solo cocción: es un recordatorio de que la buena cocina, como el amor verdadero, se cultiva con paciencia.

Mientras hierve, el guiso canta. Las burbujas suben y bajan como un corazón que late fuerte, y el aire se llena de un perfume irresistible que hace difícil esperar. El seco de chivo es un plato que se cocina con la certeza de que la recompensa llegará.

Y cuando finalmente la carne está lista, llega la parte más hermosa: la mesa. Allí se corona el guiso con arroz amarillo teñido de achiote, brillante y fragante. A su lado, un plátano maduro frito que aporta dulzura, una porción de yuca que abraza la salsa, y una tajada de aguacate fresco que refresca el conjunto.

No son simples acompañantes: son la representación del mestizaje culinario. El arroz y la cerveza que vinieron de fuera dialogan con el plátano, la yuca y el maíz, guardianes de la memoria ancestral. En un solo plato conviven mundos distintos, y ese diálogo silencioso se convierte en símbolo de lo que somos como país.

Aunque hoy se prepara en todo el Ecuador, el seco de chivo tiene raíces en los ecosistemas de bosque seco de Santa Elena, Manabí, Loja, Imbabura y hasta Galápagos. Allí, donde el chivo se cría con facilidad, se convirtió en recurso cotidiano y, más tarde, en plato festivo. No hay casamiento, bautizo o fiesta patronal que no tenga su olla humeante de seco, lista para reunir a todos en torno a la mesa.

Los restaurantes y huecas de la Costa lo anuncian con ingenio: El Paraíso del Chivo, El Chivo Erótico, Bendición de Dios. La picardía popular lo envuelve en un aire festivo, como si el guiso tuviera también un poder afrodisiaco. No es casual: su sabor intenso, su calor y su dulzura lo convierten en plato de celebración y hasta de seducción.

Pero el seco de chivo es más que un alimento. Es memoria afectiva. Es el olor de la leña en la infancia, la voz de la madre sirviendo en un plato hondo, el banquete de los abuelos que se transmitió de generación en generación. Es también el plato que acompaña a los amores jóvenes, a las conversaciones eternas y a las despedidas inevitables.

Como decía una cocinera de Manabí: “el secreto está en dejar que la olla hable sola”. Y es cierto: el seco de chivo nos enseña que el tiempo transforma lo duro en suave, lo amargo en dulce, lo cotidiano en extraordinario.

Comer un seco de chivo es saborear Ecuador mismo: su diversidad, su mestizaje, su historia. Es probar cómo los ingredientes viajan, se mezclan y se reinventan en una receta que sigue viva porque no pertenece a nadie, sino a todos.

Cada cucharada es un homenaje a la tierra que lo vio nacer y a la gente que lo cocina con orgullo. Porque en ese guiso espeso y aromático, hay memoria, hay identidad y, sobre todo, hay amor.

*Referencias de contexto*

Ministerio de Cultura y Patrimonio del Ecuador (MCPE). Registro de Patrimonio Alimentario.

Revista Ñan (2017). Comer en Ecuador.

Regalado Espinosa, L. (2015). Gastronomía Manabita.

Middendorf, E. (1830-1908). Viajes y observaciones en Sudamérica.

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Gabriela Subía

Esposa y mamá de 2 maravillosos niños.

Ingeniera Civil

Cursa la Especialización en Sistemas de Gestión Ambiental